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En la sombra de la montaña, delante de nosotros, brilla el resplandor de un fuego. Hemos llegado.

– Ya le dije que no estaba lejos.

Evidentemente, los habitantes del campo tienen su propia noción de las distancias.

Pasadas las diez de la noche, llego así pues a una pequeña aldea de montaña. En la entrada de su casa quema incienso en honor de numerosas estatuas de madera o de piedra más o menos maltrechas. Deben de haber sido recuperadas de algún templo al ser destruido durante la lucha contra «las cuatro antiguallas», * más de una década atrás. Ahora puede exponerlas públicamente y en las vigas del techo hay pegados unos talismanes. Salen los seis hijos, el mayor de dieciocho años, el más joven de once. Sólo el mayor de ellos no se encuentra allí. Su mujer es menudita y su anciana madre octogenaria es aún muy vivaracha. Su mujer y sus hijos se muestran muy solícitos conmigo, soy un huésped distinguido a sus ojos. No sólo van a buscar agua para que me enjuague la cara, sino que quieren también que me lave los pies y hacerme poner los zapatos de tela del amo de casa. Por último, preparan una infusión de té para mí.

Un instante después, los hijos traen gongs, tambores y címbalos, un pequeño y un gran gong cuelgan de un marco de madera. Al punto se eleva la música y el viejo baja a la planta baja con paso lento y majestuoso. Ha cambiado totalmente de aspecto, va vestido con gran solemnidad con un viejo hábito morado de monje taoísta, apedazado y adornado con unos peces yin y yang y figuras de ocho trigramas. Enciende personalmente una varilla de incienso y hace una profunda inclinación delante de la hornacina de las divinidades. Los aldeanos de todas las edades, despertados por el gong y el tambor, se apretujan en el exterior, en el umbral de la puerta. La escena se transforma en una animada sesión ritual. No me ha mentido.

Eleva primero con ambas manos el cuenco de agua pura mascullando algo, luego asperja con el agua los cuatro rincones de la estancia. Cuando el agua rocía los pies de la gente apretujada en el umbral de la puerta, se alza una gran algarabía mezclada de risas. Únicamente él permanece con expresión inmutable, los ojos entornados, las comisuras de la boca hacia abajo, ostentando la solemnidad de quien está en comunicación con los espíritus. Sin embargo, la gente se ríe cada vez más fuerte. De pronto, se alza las mangas de su hábito y golpea violentamente con unas tablillas sobre la mesa, haciendo detenerse en seco las risas. Se vuelve y me pregunta:

– Puedo cantar el canto del año del gran viaje, el canto por la buena y mala fortuna de las nueve estrellas, el canto de los descendientes, el canto de la metamorfosis, la fórmula de presagio de los cuatro desastres, la llamada de los nombres mágicos de los antepasados, las oraciones por el dios de la Tierra, la llamada al alma de la Osa Mayor. ¿Cuál le gustaría escuchar?

– Bueno, en primer lugar la llamada al alma de la Osa Mayor.

– Está destinada a proteger a los muchachos de las enfermedades y de las catástrofes. ¿A qué niño quiere proteger usted? Dígame su nombre y los datos y hora de su nacimiento.

– Tú mismo, Pequeño Perro -propone alguien.

– No, yo no.

Un chaval sentado en el umbral de la puerta se pone en pie y va a esconderse entre el gentío. Nuevo estallido general de risas.

– ¿De qué tienes miedo? Si el viejo te hace eso, no tendrás ya enfermedades -dice una mujer.

El chaval, refugiado detrás de la multitud, no quiere hacer ya acto de presencia.

Agitando sus mangas, el anciano me explica:

– Bueno, normalmente, hay que preparar un cuenco de arroz, hacer cocer un huevo de gallina, ponerlo dentro del cuenco de arroz y ofrecerlo mientras se quema incienso. El niño debe prosternarse delante del altar y se implorará a los reyes de las cuatro direcciones, el Señor de la Estrella de longevidad del Sur, los Nueve Señores de la Estrella Polar, los dioses santos protectores del país, los padres y madres difuntos de la familia, los descendientes del Genio del Hogar, para que todos ellos bendigan al niño.

Diciendo esto, levanta su cuchillo de ceremonia, da un salto en el aire y se pone a cantar a voz en cuello:

– ¡Alma, alma, regresa pronto! Al este, el niño de las ropas azules, al sur, el niño de las ropas rojas, al oeste, el niño de las ropas blancas que te protege, y el niño de las ropas negras que está al norte te acompaña. Alma extraviada, alma viajera, no viajes más, largo es el camino, no es fácil regresar a casa. Toma una regla de jade para medir el camino, por si llegaras con las tinieblas. Si caes en las redes celestiales y terrenales, las cortaré con las tijeras. Si tienes hambre y sed, si estás fatigada, tengo arroz para ti. ¡No escuches los cantos de los pájaros en los bosques, no mires a los peces en los profundos estanques, si mil veces te llaman, no respondas, alma, alma regresa pronto a casa! ¡Los espíritus te protegen, no dejes de acumular virtudes! ¡A partir de ahora, el alma hun permanece íntegra, el alma bo se protege, * el frío y el viento no pueden penetrar, el agua y la tierra no se sentirán ofendidas, los jóvenes son fuertes, los viejos robustos, se vive cien años gozando de buena salud!

Agita su cuchillo de ceremonia y describe un gran círculo en el aire. Hinchando las mejillas, sopla a pleno pulmón en su cuerno. Luego se vuelve hacia mí:

– Si trazo también un talismán, el que lo lleve no conocerá más que la fortuna.

No consigo darme cuenta de si él mismo cree en sus procedimientos mágicos, pero en cualquier caso agita sus manos y sus pies con convicción y ostenta una expresión de gran satisfacción. Organizar esta ceremonia en su propia morada, animado por sus hijos, respetado por los habitantes de la aldea y más aún en presencia de un invitado de fuera, le lleva por supuesto al colmo de la excitación.

A continuación encadena imprecación tras imprecación, invoca a cielo y tierra, el sentido de sus palabras es cada vez más confuso, sus gestos cada vez más enloquecidos. En torno al altar, despliega sus artes pugilísticas y en el manejo de la espada. Sus hijos acompañan sus transformaciones, siguiendo el ritmo de sus pasos y de su melodía con la ayuda de gongs y de tambores, que tocan con fuerza creciente. Sobre todo el más joven de los seis, que toca el tambor: se ha quitado decididamente la camisa, dejando brillar su piel negra y sobresalir los músculos de sus hombros. Detrás de la puerta se agolpan espectadores cada vez más numerosos. Los que están en primera fila reciben tantos empujones que se han sentado en el suelo. Al término de cada canto, todo el mundo aclama y aplaude siguiéndome a mí. El anciano se siente cada vez más dichoso. Hace una demostración de todos los movimientos de artes marciales que conoce, sin el menor temor, invoca uno tras uno a todos los espíritus que posee en sí, en un estado de semiebriedad, de semilocura. No se detiene para recuperar el aliento hasta que yo doy la vuelta al casete de mi magnetófono. En la estancia y afuera, la excitación del gentío está su punto álgido. La gente ríe, se interpela, parlotea. Incluso las grandes reuniones de campesinos no deben de ser tan animadas.

Mientras se seca con una toalla, se dirige a las niñas que tenía delante de sí:

– Cantad, vosotras también, para el profesor.

Las chiquillas ríen burlonamente entre ellas, cotorrean durante un momento dándose empujones unas a otras antes de hacer salir de su grupo a una niña llamada Maomei. Graciosa, no cuenta más que catorce o quince años, pero no tiene aire de tímida del todo. Pregunta guiñando sus grandes ojos redondos:

– ¿Cantar qué?

– Una canción montañesa.

– ¡Voy a cantar «La boda de las hermanas»!

– ¡Canta más bien «Flores de las cuatro estaciones»!

Al lado de la puerta, una mujer de mediana edad me recomienda:

– Es mejor que cante «La boda de las hermanas», pues es una bonita canción.

La muchacha me mira, se inclina, luego desvía la mirada. Su voz cristalina se abre paso entre la algarabía del gentío y se eleva directa en los aires. Me transporta al punto a las montañas. El viento, los cristalinos y oscuros manantiales, las penas que se pasan como la corriente lenta de las aguas, son a la vez lejanos y claros. Imagino las antorchas de los viajeros en la negra sombra de la montaña. Delante de mis ojos flota la visión de un anciano, con una tea de abeto encendida en la mano, que conduce a una muchacha de la misma edad que la joven cantora, delgadísima, con ropas de algodón estampado. Desfilan por delante de la puerta del instructor de estudios de una pequeña aldea. Yo estaba en su casa descansando, no sabía de dónde venían, ni adonde se dirigían, delante de ellos una inmensa montaña de negros bosques profundos. Me dirigieron una mirada sin detenerse, luego penetraron en el bosque. Una pavesa caída delante de la puerta brilló todavía durante un instante. Cuando volví la mirada para dar con el rastro de la antorcha, vi una minúscula llama danzar en la oscuridad, más allá de las rocas. Flotaba en la noche negra y las pavesas que caían detrás de ella trazaban levemente el camino que seguían. Luego todo desapareció, la pequeña llama danzante, las pavesas, igual que una canción, un canto de tristeza puro y luminoso flotando en la sombra de una estancia y en la mecha de una lámpara, no mayor que un guisante. En aquellos años, yo era como ellos, con los pies desnudos en los arrozales trabajando la tierra, y al caer la noche, la casa del instructor era el único refugio donde podía charlar, tomar el té, sentarme y distraerme de mi soledad.

La tristeza ha afectado a todo el mundo, nadie dice una palabra. La muchacha ha parado de cantar desde hace un buen rato, cuando otra, mayor que ella, apoyada contra la puerta, deja escapar un profundo suspiro. Sin duda una muchacha que está a punto de casarse:

– ¡Qué tristeza!

Luego el gentío reclama de nuevo:

– ¡Canta una canción ligera!

– ¡Tío, canta «Las cinco vigilias»! *

– Canta «Las dieciocho caricias».

Son sobre todo los jóvenes los que le interpelan.

El anciano recupera el aliento, se quita su hábito y se levanta del banco para alejar a la joven cantora y los niños pequeños sentados en el umbral de la puerta.

– ¡Vamos, pequeños, vamos, a acostaros! ¡Se acabaron los cantos, vamos, a acostaros!

Nadie quiere marcharse. La mujer de mediana edad, de pie delante de la puerta, les llama entonces uno por uno por su propio nombre. El viejo golpea con el pie en el suelo, como si estuviera enfadado, y se pone a gritar:




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