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Ella dice que tiene realmente ganas de volver a su infancia, una época en que no sabía lo que eran ni las penas ni las preocupaciones. Para ir a la escuela cada día, su abuela materna le hacía trenzas. Dos largas trenzas, brillantes, ni demasiado apretadas ni demasiado sueltas. Todo el mundo decía que eran muy bonitas. Al morir su abuela, ella se cortó el pelo muy corto, por propia voluntad, en señal de protesta, no habría podido hacerse ni siquiera las dos pequeñas coletas de moda entre los guardias rojos. En aquella época, su padre, objeto de una investigación, fue separado de ellas y encerrado en el gran edificio de su unidad de trabajo. Le habían negado el derecho a volver a casa, y su madre le llevaba cada quince días unas mudas de recambio, pero ella nunca le permitió ir a verle. A continuación, su madre y ella fueron mandadas al campo. Ella no tenía la menor aptitud para convertirse en guardia rojo. Dice que la época más feliz de su vida fue aquella en que llevaba sus largas trenzas. Su abuela se asemejaba a un viejo gato, dormía siempre a su lado, y esto la tranquilizaba enormemente.

Dice que ahora es ya vieja, que su corazón es viejo, que no se siente ya afectada tan fácilmente por las pequeñas cosas. En otro tiempo, era capaz de llorar sin el menor motivo. Derramaba abundantes lágrimas, unas lágrimas que brotaban directamente del corazón, sin que tuviera que forzarse, a tal punto se sentía bien.

Dice que tenía una amiga llamada Lingling. Eran amigas desde su más tierna infancia. Ella era adorable, con sus hoyuelos que ahuecaban sus mejillas redondeadas tan pronto como te miraba. Ahora es ya madre, indolente, con una entonación característica en la voz, arrastra la última sílaba de cada palabra, como si tuviera siempre sueño. Cuando era todavía adolescente, su incesante charlatanería la hacía asemejarse a un gorrión. Decía cualquier cosa, sin parar ni un instante, decía que quería salir, que estaba triste tan pronto se ponía a llover, que no sabía porqué, que iba a estrangularte, y efectivamente, te apretaba violentamente el cuello hasta provocarte tos.

Una tarde de verano, estaban las dos sentadas a orillas de un lago contemplando la noche. Ella dijo que tenía muchas ganas de apoyarse sobre su pecho y Lingling repuso que quería hacer de mamacita, se pusieron a armar jaleo partiéndose de risa, y, antes de que se alzara la luna, ella te preguntó si sabías que aquella noche era de un gris azulado y se alzó la luna, oh, la claridad que fluía de la luna, te preguntó si ya habías visto este tipo de paisaje, esa luz que fluye en espirales y se extiende por el suelo, como si te enfrentaras a una remolineante niebla. Ella dice que oyeron también susurrar la luz de la luna, al filtrarse a través de las ramas de los árboles como hierbas acuáticas ondeando a merced de la corriente. Se pusieron a llorar. Sus lágrimas fluían como dos manantiales, igual que la luz de la luna. Se sentían tan bien, los cabellos de Lingling rozaban su rostro, los sentía aún ahora, sus rostros estaban pegados el uno al otro, el de Lingling estaba ardiendo. Existe una especie de flor de loto que se abre por la noche, no un nenúfar, es más pequeña que la flor de loto, más grande que la flor de nenúfar. Tiene un pistilo rojo dorado que irradia en la oscuridad, sus pétalos rosas como los del sebo de China, como las orejas rosas de Lingling cuando era pequeña, pero con menos pelusilla, brillantes como la uña de su dedo meñique, ¡ah!, en esa época ella se dejaba crecer la uña del dedo meñique como una concha, pero no, estos pétalos rosas no brillan en absoluto, son tan gruesos y recios como una oreja y se abren lentamente temblando.

Tú dices que también has visto, has visto abrirse esos pétalos temblequeantes con un pistilo amarillo dorado en su centro que se estremece. Eso es, dice ella. Tú has cogido su mano. Oh, no lo hagas, dice ella, quiere que continúes escuchándola. Ella dice que es persona seria, ¿es que no te das cuenta? ¿Es que no quieres darte cuenta? ¿No quieres comprenderla? Dice que esta seriedad es como la música sacra. Ella adora a la Virgen, la figura de la Virgen con el niño, los párpados caídos, las dos manos llenas de dulzura con los dedos tan finos. Dice que espera también convertirse en madre y sostener entre sus brazos a su pequeño tesoro, esa carne viviente y tierna, que mamará la leche de sus pechos. Es un sentimiento puro, ¿lo comprendes? Tú dices que crees comprender. Pues bien, si todavía no lo comprendes, ¡es que realmente eres un estúpido!, dice ella.

También dice que penden unas gruesas colgaduras, unas tras otras. Cuando se avanza entre ellas, se tiene la impresión de estar deslizándose. Apartando con delicadeza las colgaduras de terciopelo verde oscuro y metiéndose entre ellas, no se ve a nadie, no hay ningún ruido, la tela absorbe los sonidos, no hay más que música, perfectamente pura, tamizada por las colgaduras, una música que fluye dulcemente, que llega de una fuente cristalina llena de dulzura; por allí por donde pasa, aparece una débil luz.

Ella dice que tenía una tía muy guapa que se paseaba a menudo por delante de ella en casa, vestida únicamente con un minúsculo sujetador y unas exiguas bragas. Siempre tuvo ganas de tocar sus relucientes muslos, pero nunca se atrevió a hacerlo. Dice que en aquel entonces era aún una niña flacucha. Pensaba que nunca podría llegar a ser tan guapa como su tía, que tenía numerosos amigos y recibía a menudo al mismo tiempo varias cartas de amor. Ella era actriz y eran muchos los hombres que la perseguían con sus proposiciones. Siempre decía que la importunaban terriblemente, pero en realidad eso le gustaba. Más tarde, se casó con un oficial que la vigilaba estrechamente. Si regresaba a casa con un poco de retraso, él la acosaba a preguntas e incluso a veces le pegaba. Dice que en aquella época no había comprendido por qué su tía no le dejó, ni cómo pudo soportar esta humillación.

También dice que amó a un profesor, su profesor de matemáticas, oh, no se trataba más que del sentimiento de una chiquilla. A ella le gustaba su voz cuando daba las clases, las matemáticas son un hueso, no tienen ningún sentido para ella, pero le gustaba su voz y ella hacía los deberes muy concienzudamente. Un día sacó un noventa y nueve sobre cien en un examen y se deshizo en lágrimas. En pleno curso, a la hora de devolverles los ejercicios, estalló en sollozos al ver el suyo. El profesor le quitó el examen diciendo que lo revisaría, luego le añadió algún punto. Ella dijo que no quería eso, no, no quería eso, y tiró su examen al suelo. Delante de todos sus compañeros de clase, no pudo evitar deshacerse en lágrimas. Por supuesto, se cubrió de vergüenza y, tras, esto, dejó de prestarle atención y no le llamó nunca más profesor. Después de las vacaciones de verano, él ya no siguió enseñando en su clase, pero ella seguía pensando en él, le gustaba su voz, esa voz teñida de honestidad y de sencillez.

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