En la pequeña ciudad adonde he llegado, a orillas del mar de la China Oriental, una mujer de edad madura, soltera, ha insistido para que fuera a comer a su casa. Ha venido a invitarme a casa de la gente que me ha hospedado, explicando que por la mañana, antes de ir al trabajo, había comprado unos mariscos, cangrejos, navajas y un congrio muy grande.
– ¡Usted que viene de tan lejos tiene que probar sin falta los mariscos de aquí! Hasta en las grandes ciudades resulta difícil conseguirlos.
Se muestra llena de atenciones hacia mí.
Difícilmente puedo zafarme y le propongo a mi anfitrión que me acompañe. Él conoce muy bien a esta mujer y se niega:
– Es a ti a quien ha invitado. Se aburre sola y tiene algo que contarte.
Salta a la vista que se han puesto de acuerdo. No puedo sino seguirla. Ella me informa mientras empuja su bici:
– Hay un buen trecho de camino que hacer. Suba en el portaequipajes, que yo le llevaré.
En esta calle atestada de gente, temo pasar por un lisiado.
– O, si usted prefiere, ya conduciré yo y usted me va diciendo por dónde tengo que ir.
Ella se sienta en el portaequipajes. El manillar no para de vibrar, toco sin descanso el timbre para colarme entre el gentío.
Debería alegrarme de haber sido invitado a un cara a cara con una mujer, pero ella está ya pasadita: un rostro triste de tez cerúlea, de pómulos salientes, ni la menor gracia femenina cuando monta en su bici o la empuja. Yo pedaleo, completamente desanimado, buscando algo que decir.
Ella me explica que trabaja como contable en una fábrica. Es una mujer que maneja dinero, lo cual no me extraña. Yo nunca he tenido muchas relaciones con mujeres de este tipo, pero sé que son sumamente hábiles, imposible sacarles un fen de más. Se trata, por supuesto, de una costumbre adquirida gracias al oficio, no de un don femenino natural.
Vive en un viejo patio de vecindad con numerosas otras familias. Deja apoyada su destartalada bici bajo sus ventanas, contra la pared.
Un gran candado cierra la puerta. En el interior, una pequeña estancia con una gran cama que ocupa la mitad del espacio y, en un rincón, una mesa en la que hay listos aguardiente y unos platos. En el suelo, unos ladrillos apilados sostienen dos cajas de madera. Por encima de una de ellas, unos enseres de aseo femeninos dispuestos sobre una repisa de cristal. En la cabecera de la cama, algunas viejas revistas amontonadas.
Al ver que inspecciono el lugar, se apresura a excusarse:
– Discúlpeme por este tremendo desorden.
– Hay cosas más importantes en la vida.
– Me las arreglo como puedo, sabe, no le doy ninguna importancia a este tipo de cosas.
Enciende la lámpara y me instala delante de la mesa. A continuación se va a poner una cacerola al fuego. Termina por tomar asiento enfrente de mí y, tras haberme servido bebida, declara, acodada sobre la mesa:
– No me gustan los hombres.
Yo sacudo la cabeza.
– No me refiero a usted, sino a los hombres en general, pero usted es escritor.
No sé si debo asentir.
– Me divorcié hace tiempo y vivo sola.
– No es fácil.
De hecho, es a la vida a lo que yo me refiero, es lo mismo para todo el mundo.
– En otro tiempo, tenía una amiga, nos entendíamos de maravilla desde la escuela primaria.
Me digo que debe de ser lesbiana.
– Ahora está muerta.
Me quedo callado.
– Le he invitado para contarle su historia. Era muy hermosa. Si viera usted una foto suya, sin duda que le gustaría. Todo el mundo se enamoraba de ella. No era de una belleza normal y corriente, un rostro ovalado, una boquita de cereza, unas cejas como hojas de sauce, unos vivos ojos almendrados. Y su cuerpo se asemejaba al de las bellezas clásicas descritas en las novelas antiguas. Pero ¿por qué le cuento esto? Pues porque no he podido conservar ni una sola de sus fotos. No desconfié y, tras su muerte, su madre vino a recuperarlas todas. ¡Beba usted!
Ella también bebe. Se ve a la legua que acostumbra a hacerlo. En las paredes de su habitación ni una foto, ni una imagen, y mucho menos esas flores o figuritas de animales que generalmente vuelven locas a las mujeres. Probablemente se castiga a sí misma y gasta su dinero en aguardiente.
– Me gustaría que escribiera usted una novela sobre su vida, podría contarle todo acerca de ella, tiene usted talento y una novela…
– … es una pura invención de principio a fin -digo yo entre risas.
– No quiero que invente usted, si va a utilizar su verdadero nombre. No tengo bastante dinero para pagarle a un escritor y además los derechos de autor. Si lo tuviera, tal vez lo haría. Lo que le pido es nada más que un favor, quisiera que escribiera usted sobre ella.
Me incorporo ligeramente para agradecerle que me haya recibido:
– Pero hay…
– No es mi intención comprarle, si le parece a usted que esta muchacha ha sido víctima de una injusticia, si siente piedad por ella, escriba ese libro. Es una lástima que no pueda ver usted su foto.
Su mirada se pierde en el vacío. Esa muchacha muerta permanece en ella como una pesada carga.
– Desde mi infancia, he sido poco agraciada. Por ello envidiaba tanto a las chicas bonitas y deseaba tanto hacerme amiga suya. Yo no estaba en la misma escuela que ella, pero me la encontraba todos los días, antes y después de clase, por el camino de la escuela. Su porte no sólo emocionaba a los hombres, sino que impresionaba también a las mujeres. Yo quería entrar en contacto con ella. Y como estaba siempre sola, un día aguardé a que pasara, la alcancé y le dije que tenía muchas ganas de hablar con ella, que esperaba que no se molestase por ello. Ella me dijo que de acuerdo y yo la acompañé. En lo sucesivo, yo la esperaba siempre cerca de su casa para ir a clase y así fue como la conocí. ¡Sírvase sin cumplidos!
El congrio y la sopa son deliciosos.
Mientras saboreo mi sopa, la escucho contarme cómo entró en la familia de su amiga, cómo su madre la trataba como si fuera hija suya. A menudo, no volvía a casa y se quedaba a dormir en la cama de su amiga.
– No vaya a creerse usted que hubo nada entre nosotras. Yo no comprendí lo que sucede entre los hombres y las mujeres hasta después de su condena a diez años de cárcel. Nos habíamos peleado, ella no quería que yo fuera a visitarla. Entonces me casé. Mantenía con ella una relación de lo más pura, como pueden hacerlo dos muchachas. Es imposible que pueda comprender usted eso. A los hombres les gustan las mujeres como si fueran animales, no a usted, pues usted es escritor, pero ¡coma cangrejo!
Ella pela un cangrejo muy fresco, con un fuerte olor a yodo, y lo deposita en mi cuenco, acompañado de unas navajas hervidas. Es otra historia de guerra entre hombres y mujeres, de guerra entre carne y espíritu.
– Su padre era un oficial del Kuomintang. Cuando el Ejército de Liberación descendió hacia el sur, su madre estaba embarazada de ella. Recibió un mensaje de su marido ordenándole huir hacia el puerto, pero el barco de guerra había ya partido.
Otra vieja historia. He perdido todo interés por esa muchacha. Me concentro totalmente en mi cangrejo.
– Una noche ella me tomó entre sus brazos llorando. Me sobresalté y le pregunté qué le pasaba. Ella me dijo que pensaba en su padre.
– Sin embargo, ella no le había visto nunca, ¿no es así?
– En aquella época, su madre había quemado todas las fotografías en que él estaba vestido de uniforme, pero quedaba en su casa su foto de boda. Su padre llevaba un traje a la occidental, muy elegante, me había enseñado esa foto. Hice todo lo humanamente posible por consolarla, pues la adoraba. A continuación la tomé entre mis brazos y lloramos juntas.
– Es comprensible.
– Si todo el mundo hubiera pensado como usted, no habría habido ningún problema, pero la gente no la comprendía y la tenían conceptuada como una contrarrevolucionaria. Decían que quería derrocar al régimen y huir a Taiwan.
– En aquella época la política no era como ahora, que se incita a los taiwaneses a venir al continente a visitar a sus padres.
¿Qué otra cosa podía decir yo?
– Era una chica muy joven que había entrado ya en el instituto en aquel entonces, ¿cómo podía comprender ella eso? ¡No se le ocurrió otra cosa que anotar en su diario íntimo que pensaba en su padre!
– Se exponía a una condena si alguien la denunciaba -digo. Yo tenía ganas de saber si había habido una transferencia de su amor por su padre hacia un amor lésbico.
Y me explica que la mencionada muchacha, al no haber podido entrar en la universidad debido a sus orígenes familiares, fue reclutada por una compañía de ópera de Pekín. Un buen día, una de las actrices de la compañía que hacía un papel femenino cayó enferma y le pidieron a ella que la sustituyera de buenas a primeras, provocando los celos de la actriz que, durante una gira, descubrió su diario e hizo un informe a sus superiores. De vuelta a la ciudad, un agente del orden fue a ver a la madre para pedirle que incitara a su hija a delatarse y a entregarle su diario íntimo. Temiéndose un registro, la chica le pasó el diario a su tío. Tras ser interrogada, su madre confesó a la policía que con las únicas personas que tenía relación su hija era con ella y con su tío. Así pues, también éste fue molestado y reveló dónde se hallaba el diario. La policía vino a buscarla, y ella, presa del pánico, lo confesó todo, por supuesto. En un primer momento, la tuvieron aislada dentro de la compañía, con la prohibición expresa de volver a su casa, y con posterioridad fue oficialmente detenida y mandada a prisión por revolucionaria que se proponía derrocar al régimen y por haber llevado un diario íntimo reaccionario.
– Lo que significa que de hecho todos la denunciaron, incluida su propia madre y su tío, ¿no es así?
No quiero más cangrejo. Tengo los dedos manchados de huevas, pero ninguna servilleta con que limpiarme.
– Todos hemos firmado alguna denuncia. Incluso su tío, muy mayor, tenía tanto miedo que no se atrevía ya a verme. Su madre decía bien alto que había sido yo quien había pervertido a su hija, que le había transmitido esa forma de pensar reaccionaria y no me permitía entrar ya en su casa.
– ¿Cómo murió?
Me urge conocer el final de la historia.
– Escúcheme…
Se diría que quiere disculparse. Pero yo no soy ningún juez. Y de haber caído sobre mí este asunto en aquella época, no habría sido probablemente más lúcido. Recuerdo haber visto, cuando era pequeño, a mi madre sacar del fondo de un cofre de mi abuela un rollo de títulos de propiedades hipotecadas desde hacía mucho tiempo y quemarlos en la estufa. En aquel entonces sentí la misma repugnancia ante esta destrucción de pruebas. Por fortuna nadie vino a reclamar esa vieja deuda, porque si a la sazón me hubiera visto sometido a un interrogatorio, no puedo afirmar que no hubiese denunciado a mi abuela que me había comprado la peonza y a mi madre que me había criado; ¡la época era así!