Tienes ganas de contarle una anécdota que data de la dinastía de los Jin. La historia de una monja que va a pedir limosna a la puerta de la residencia de un gran general conocido por su arrogancia. De acuerdo a la costumbre, fue anunciada al intendente que la gratificó con un cartucho de mil sapecas. La monja lo rechazó, diciendo que quería ver a su benefactor. El intendente no pudo sino transmitirle su solicitud al intendente en jefe que, para quitárselo de encima, ordenó a su servidor que le trajera un lingote de plata. Quién se hubiera imaginado que la monja lo rechazaría también y reclamaría ver al general en persona, afirmando que éste se hallaba en peligro, y que ella había venido expresamente a rezar por él. El intendente en jefe no pudo sino referir esto y el general ordenó que la trajeran a su presencia.
Cuando vio su rostro de rasgos muy finos y serenos a pesar del polvo que lo recubría, el general pensó que no podía ser una estafadora o una mujer que se dedicara a las prácticas mágicas, y le preguntó qué deseaba. La monja avanzó, saludó con la manos juntas, luego retrocedió y afirmó que había oído decir desde hacía tiempo que el general era persona de gran generosidad y clemencia. Había venido de lejos expresamente a aquel lugar para practicar largos días la abstinencia por el alma de su difunta madre. Al mismo tiempo, imploraba al bodhisattva para que dispensase la felicidad al general y le protegiera de toda desgracia. Por último, el general ordenó al intendente acondicionar una habitación en el patio interior y a su servidor preparar una mesa con incienso en la gran sala.
A partir de aquel día, los golpes asestados en los peces de madera resonaron de la mañana a la noche en la residencia. Pasaba el tiempo, y el general se sentía cada vez más apaciguado y no dejaba de crecer su respeto hacia la monja. Sin embargo, cada tarde, ésta se pasaba una hora tomándose un baño. El general no salía de su asombro: ella iba rapada y no tenía, por consiguiente, que peinarse y acicalarse como una mujer normal. ¿Por qué este baño, simple ceremonia de purificación del corazón antes de cambiar el incienso, duraba tan largo rato? Máxime cuando durante todo ese tiempo se oía correr el agua sin cesar. ¿Se la derramaba por encima sin interrupción? Comenzaba a dominarle la curiosidad.
Un día en que ella se estaba aseando, él se introdujo en el patio interior. Los golpes asestados en los peces de madera cesaron de repente. Un instante más tarde, oyó el ruido del agua. Sabía que la monja iría a quemar incienso y se dirigió a la gran sala para esperarla. El ruido del agua era cada vez más fuerte y resonaba ininterrumpidamente. Entró en sospecha y bajó los escalones. La puerta de la habitación de la monja estaba entreabierta. Avanzó decididamente para mirar al interior y la descubrió, con el rostro vuelto hacia la entrada, totalmente desnuda, sentada sobre sus dos piernas cruzadas, con la jofaina cogida con ambas manos para lavarse la cara. Su tez, normalmente cubierta de polvo, se había vuelto sonrosada y los dientes blancos, las mejillas empolvadas y la nuca como de jade, la espalda lisa y las nalgas redondas, una verdadera figurita de jade. Se apartó inmediatamente y regresó a la gran sala, a fin de recobrarse de la impresión sufrida.
El ruido del agua resonaba aún en la habitación, atrayéndole a pesar suyo. Recorrió el pasillo de puntillas y volvió delante de la habitación. Conteniendo la respiración, aplicó un ojo a la ranura de la puerta y entrevió diez dedos muy finos que se abrían para masajear dos pechos llenos, blancos como la nieve, embellecidos por dos botones de flor prestos a abrirse. La piel húmeda se erizaba ligeramente y una fina línea se dibujaba desde el ombligo hasta el pubis. El general cayó de rodillas debido a la sorpresa, incapaz de volver a levantarse.
Luego vio dos manos blancas que sacaban unas tijeras de la jofaina, cerraban las dos hojas y las clavaban con fuerza en el vientre. La sangre fresca, de un rojo intenso, brotó debajo del ombligo. Aterrado, el general no se atrevía a moverse y cerró los ojos.
Un instante más tarde, se reanudó el ruido del agua. Volvió a abrir los ojos y, fascinado, vio a la monja de rapada cabeza bañada en sangre, pero sus manos no cesaban de agitarse ¡para sacarse las vísceras y colocarlas dentro de la jofaina!
Nacido en el seno de una vieja familia de generales, este hombre había vivido innumerables batallas. No se desmayó. Tomó una larga bocanada de aire fresco y, frunciendo el ceño, decidió aclarar las cosas. En ese instante, la monja no presentaba el menor rastro de sangre en su rostro. Con los ojos cerrados, los párpados caídos, los labios amoratados, temblaba ligeramente. Parecía gemir, pero no resultaba perceptible ningún sonido. Sólo el ruido del agua seguía resonando.
Con sus dos manos ensangrentadas, cogió sus intestinos que masajeó con la punta de los dedos, los lavó minuciosamente y acto seguido pasó un largo rato colocándoselos sobre los antebrazos. Cuando hubo terminado de lavarlos, arregló sus entrañas, las levantó y volvió a colocárselas dentro del vientre. Con la ayuda de un cacillo lleno de agua, se lavó sucesivamente los brazos, el pecho, los pliegues de la ingle, los pies e incluso los dedos de éstos, como si tal cosa. El general se levantó a toda prisa, regresó a la gran sala y la esperó de pie.
Un instante más tarde, la puerta se abrió y apareció la monja, llevando su rosario. Iba totalmente vestida, avanzó hasta el altar donde el incienso acababa de apagarse en el pebetero. Encima de la varilla, un hilillo de humo agonizaba. Fue a cambiarlo tan tranquila.
Como si despertara penosamente de un sueño incomprensible, incapaz de contenerse, el general se puso a interrogar a la monja. Ella respondió con voz inmutable: «Señor, si aspiráis al trono, vuestra suerte será la misma que acabáis de ver». Y desde ese día, el general que, de hecho, fomentaba una conjura para apoderarse del trono, se sintió fuertemente decepcionado y no se atrevió ya a apartarse del recto camino, conservando su reputación de ministro general íntegro. Al principio, esta historia tenía, pues, un significado político.
Tú dices que, cambiando la conclusión, puede hacerse de ella un sermón moralizador, poniendo en guardia al género humano contra la lujuria.
Esta historia puede constituir también una enseñanza religiosa que incite a los hombres a convertirse al budismo.
Puede ser igualmente considerada como una filosofía de vida, que enseña al hombre de bien que debe efectuar cada día tres exámenes de conciencia, o mostrar que la vida humana no está hecha más que de sufrimiento, o bien que los sufrimientos de la vida no dependen más que de uno mismo, o también cabe deducir de ella otras muchas teorías sutiles y refinadas. Todo depende de la explicación última que dé de ella el narrador.
Además, el protagonista de esta historia, el gran general, posee un nombre y un apellido que pueden ser contrastados en los libros de historia y en los documentos antiguos. Tú no eres historiador y careces de ambición política. Y menos aún tienes intención de ser un maestro del tao, de predicar o de proponerte como modelo. Lo que te gusta es la historia en sí, en su pureza perfecta. En realidad ninguna explicación tiene incidencia directa sobre ella. Te contentas con contarla una vez más por mediación del lenguaje.