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– ¿Podría ver esa acreditación?

Tengo la impresión de que me sería aún más útil que mi carnet de escritor.

– No hay nada secreto, los discípulos de Buda no cultivan el misterio, están abiertos a todos.

Extrae de su pecho una gran hoja de papel doblada en la que hay impreso un Buda Tathagata, sentado en postura de meditación en un trono en forma de flor de loto, la cabeza alta, marcado con un enorme sello bermellón. Figura asimismo el nombre de religión del maestro que le rasurara la cabeza y que le ordenara sacerdote. Por último están anotados sus estudios en religión y su grado. Es maestro de la ley, puede por tanto explicar las sutras y presidir ceremonias.

– Un día, partiré tal vez con usted -digo medio en broma.

– Es el destino -responde él con gran sinceridad. Luego se levanta, junta las dos manos y se despide con un saludo.

Se va muy deprisa. Le sigo un momento, pero se pierde rápidamente entre la multitud de paseantes. Comprendo que no he roto aún con mis raíces terrenales.

Más tarde, delante del templo Guoqing, al pie de los montes Tiantai, frente a la pagoda de las reliquias que data de época Sui, mientras examino una inscripción lapidaria, oigo involuntariamente una conversación.

– Deberías regresar conmigo -dice una voz masculina desde el otro lado de la pared de ladrillo.

– No, vete -responde otra voz de hombre, pero más nítida.

– Si no lo haces por mí, piensa en tu madre.

– Dile únicamente que estoy muy bien.

– Ha sido ella la que ha querido que viniera, está enferma.

– ¿De qué?

– Se queja continuamente de dolores de estómago.

El hijo no dice nada más.

– Tu madre me ha dicho que te traiga un par de zapatillas.

– Ya tengo.

– Son las zapatillas de deporte con que siempre habías soñado para jugar a baloncesto.

– ¡Son muy caras! ¿Por qué las habéis comprado?

– Pruébatelas.

– Ya no juego al baloncesto, aquí, no podría ponérmelas, llévatelas de nuevo. Aquí nadie lleva este tipo de zapatillas.

Es por la mañana, los pájaros cantan en el bosque. En medio del piar de los gorriones, un zorzal silba un canto embelesador, pero está oculto por las tupidas hojas de los ginkgos, es imposible ver la rama en que está encaramado. Luego, se presentan cotorreando unas urracas. Detrás de la pagoda de ladrillo, reina el silencio. Creyendo que los hombres se han ido, doy la vuelta al edificio. Descubro entonces a un muchacho, con la cabeza alzada, escuchando cantar a los pájaros; lleva el cráneo rasurado, pero no ha recibido aún la tonsura. Viste una corta camisa de monje: lleno de gracia, el rostro sonrosado, no tiene la tez amarillenta de los bonzos que han hecho abstinencia durante largo tiempo. Su padre tiene aspecto de campesino, rebosa también vigor, y sostiene aún en la mano las zapatillas de baloncesto nuevas de blancas suelas, a rayas rojas y azules, que acaba de sacar de su caja. Supongo que se trata de un padre que querría obligar a su hijo a casarse. ¿Se hará bonzo este muchacho?

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