Te has subido a un autobús de línea. Y, desde la mañana, el viejo bus reconvertido para la ciudad ha traqueteado durante doce horas seguidas por las carreteras de montaña, mal conservadas, llenas de resaltes y de baches, antes de llegar a este pueblecito del sur.
Con la mochila a cuestas y una bolsa en la mano, paseas la mirada por el párking sembrado de envoltorios de polos y de desechos de caña de azúcar.
Hombres cargados de sacos de todos los tamaños y mujeres con bebés en los brazos descienden del autobús o atraviesan el párking mientras una pandilla de jóvenes, sin sacos ni cestas, sacan de una bolsita pipas de girasol que se llevan una tras otra a la boca y cuya cáscara escupen acto seguido. Se las comen con elegancia emitiendo una especie de silbido, con una distinción y un aire desenvuelto típicos del estilo local. Aquí, en su tierra natal, nada les impide vivir con total libertad, sus raíces ahondan en este suelo generación tras generación. Es inútil que vengas tú de lejos en busca aquí de unas raíces en su lugar. Pero, para los que abandonaron este pueblo hace mucho tiempo, no existía evidentemente aún esta estación de autobuses y menos aún estos autocares. Por río era preciso tomar una barca recubierta de esterillas de bambú y por tierra alquilar una carreta. Si uno no tenía realmente un fen, no había más remedio que ir a pie. Ahora, todos cuantos siguen aún con vida regresan aquí quién más quién menos, incluso desde la otra orilla del océano Pacífico, ya con un pequeño utilitario, ya con un cochazo con aire acondicionado. Algunos han hecho fortuna, unos pocos se han vuelto famosos, otros no son nada, pero todos retornan aquí debido a su avanzada edad. Llegado al final de su vida, ¿quién puede escapar a esta nostalgia? Aquellos que nunca tuvieron las menores ganas de abandonar este lugar deambulan con mayor naturalidad, balanceando los brazos, riendo y charlando en voz alta, sin la menor traba. Su entonación es dulce y familiar, casi conmovedora. Cuando dos conocidos se encuentran, no se intercambian como en la ciudad hueras palabras de cortesía sacudiendo la cabeza o estrechándose la mano. Unas veces se interpelan por sus nombres, otras se dan una gran palmada en la espalda, encantándoles estrecharse mutuamente contra su pecho, no sólo las mujeres entre sí, sino tal vez aún más los varones. Cerca de la alberca de cemento para el lavado de los autobuses, hay justamente dos mujeres muy jóvenes. Parlotean por los codos, cogidas de la mano. El lenguaje de las mujeres de este lugar resulta tan encantador que uno no puede dejar de echarles una mirada. Vistos de espaldas, sus pañuelos confeccionados en una tela azul con motivos transmitidos de generación en generación, y la manera como los llevan atados, parecen de una originalidad extraordinaria. Te acercas involuntariamente. El pañuelo está anudado debajo de la barbilla, en triángulo, subrayando sus bonitos rostros de finos rasgos que están en consonancia con sus graciosas figuras. Pasas muy cerca de ellas. Sus dos manos que siguen unidas son del mismo color encarnado, igual de toscas, con recias articulaciones. Sin duda se trata de unas recién casadas de visita a casa de unos amigos o bien de regreso a la de sus padres. Sin embargo, aquí el término de «recién casada» no designa más que a la mujer del propio hijo. Si se utilizara este término a la manera de los palurdos del norte para designar a cualquier muchacha que acabara de contraer matrimonio, uno se ganaría enseguida una andanada de insultos. Una vez casada, la joven llama a su esposo «el viejo», tanto para indicar «mi marido» como «tu marido». Aquí las gentes poseen su propio vocabulario, por más que todos ellos sean chinos que desciendan de los emperadores fundadores, que pertenezcan a la misma etnia y que posean la misma cultura.
Ni tú mismo sabes a ciencia cierta por qué has venido aquí. Ha sido por pura casualidad que en el tren has oído hablar a alguien de un lugar llamado Lingshan, la Montaña del Alma. Aquel hombre estaba sentado enfrente de ti, con tu taza de té puesta al lado de la suya y las vibraciones del tren hacían tintinear una contra otra las tapaderas de vuestras tazas. La cosa no hubiera pasado de aquí de haber seguido tintineando o de haber parado de hacerlo al cabo de un instante, pero la casualidad ha querido que en un momento en que las dos tapaderas entrechocaban, has tenido, al mismo tiempo que él, la intención de desplazarlas y que, en ese preciso instante, las dos enmudecieran. Pero, apenas habéis desviado la mirada, se han puesto de nuevo a hacer ruido. Habéis alargado el dedo al mismo tiempo y se han detenido. Sin cruzar palabra, os habéis echado a reír los dos. Entonces simplemente habéis corrido un poco las tapaderas y entablado conversación. Le has preguntado adonde iba.
– A Lingshan.
– ¿Qué?
– A Lingshan, a la Montaña del Alma.
Aunque también tú has recorrido la China de norte a sur y has ido a numerosas montañas famosas, sin embargo nunca habías oído mencionar antes este lugar.
Enfrente de ti, tu compañero ha cerrado ligeramente los ojos, descansa. Animado por una curiosidad comprensible, querrías saber qué laguna subsiste en tu conocimiento de los parajes célebres. En tu vanidad, no puedes soportar la idea de que todavía quede algún lugar del que no hayas oído hablar nunca. Entonces, le preguntas dónde se encuentra Lingshan.
– En las fuentes del You -responde él abriendo los ojos.
No tienes ni idea de dónde se encuentra el tal río You, pero no te atreves a preguntárselo. Te limitas a sacudir la cabeza, lo cual puede ser interpretado de dos maneras: «Sí, gracias», o bien: «Ah, sí, ya sé». Tu amor propio se siente satisfecho, pero no por supuesto tu curiosidad. Un momento más tarde, terminas por preguntarle cómo se puede ir hasta allí y por dónde hay que penetrar en esta montaña.
– Puede tomarse el autobús hasta el pequeño pueblo de Wuyi, y luego remontar el You en barca.
– ¿Y qué hay allí? ¿Pueden verse paisajes, templos? ¿Vestigios? -preguntas adoptando un aire indiferente.
– Allí todo se conserva en su estado original.
– ¿Y hay selvas vírgenes?
– Por supuesto, pero no sólo eso.
– ¿Hombres salvajes también? -preguntas en tono de broma.
Él ríe, pero sin asomo de burla, cosa que te excita aún más. Tienes que saber quién es este amigo sentado enfrente de ti.
– ¿Se dedica usted a la ecología? ¿Es usted biólogo? ¿Paleontólogo? ¿Arqueólogo?
– Me interesan más los seres vivos -dice él negando con la cabeza a cada una de tus preguntas.
– ¿Se dedica usted a investigar las tradiciones populares? ¿Es usted sociólogo? ¿Especialista en folclore? ¿Etnólogo? ¿O bien periodista? ¿Aventurero?
– Soy todo eso, pero como aficionado.
Os habéis echado a reír los dos.
– ¡Eso no impide pasárselo en grande!
Aún os habéis reído más abiertamente. El ha encendido un cigarrillo y se ha puesto a hablar como un sacamuelas, contando toda clase de maravillas sobre Lingshan. Luego, en tono de invitación, ha desgarrado una cajetilla de cigarrillos vacía y ha dibujado un mapa que indica la carretera que hay que seguir para llegar hasta allí.
En el norte, es ya pleno otoño. Aquí, la canícula estival no ha aflojado en absoluto. Antes de ponerse tras las montañas, el sol conserva aún toda su fuerza y, cuando pega fuerte, el sudor corre por la espalda. Sales de la estación de autobuses, inspeccionas los alrededores. Enfrente, no hay más que una pequeña posada de una planta, de estilo antiguo, con la fachada de madera. Las tablas crujen cuando uno camina por el piso, pero lo más terrible son las almohadas y las esterillas de un negro grasiento. Para lavarse es menester esperar a la noche para quitarse el pantalón y rociarse con agua con una cubeta en el pequeño patio exiguo y húmedo. Es una parada obligada para todos aquellos que recorren la campiña, comerciantes y artesanos.
Falta aún un rato para que anochezca, tienes tiempo de encontrar un hotel más limpio. Andas errante por las calles, con la mochila a la espalda, pensando descubrir en esta localidad una señal, un letrero, aunque no sea más que un nombre compuesto con los dos caracteres de Lingshan que serían la prueba de que no has errado el camino, que no has hecho este largo trayecto en vano. Por más que miras por todas partes, no das con el menor rastro de él. Entre las personas que se han apeado del autobús al mismo tiempo que tú, ninguna tiene aspecto de turista. Tampoco tú, por supuesto, pero nadie lleva tu misma indumentaria: un par de ligeros pero resistentes zapatos de montaña, una mochila a la espalda. No es éste, por supuesto, el típico sitio turístico famoso al que vienen los recién casados y los jubilados, donde todo está pensado para el turismo, donde por doquier hay aparcados autocares, donde pueden comprarse planos turísticos en todas las esquinas de las calles y donde se exponen en todas las tiendas gorras, vestidos de punto, camisas, tee-shirts, pañuelos con el nombre del lugar, con hoteles donde descienden los extranjeros que pagan en divisas, centros de acogida o de reposo en los que sólo se permite la entrada si se está provisto de una carta de recomendación, sin olvidar los pequeños hoteles privados que se disputan la clientela, que ostentan todos como letrero este nombre sagrado. No has venido a este tipo de lugar para distraerte en grupo por el sendero de una colina donde las gentes se observan, se empujan, se apretujan y arrojan al suelo trozos de corteza de sandía, botellas de agua mineral, latas de conserva, papeles sucios y colillas. También aquí, un día u otro, pasará lo mismo. Crees haber venido antes de que se construyan encantadores pabellones, quioscos, terrazas o pequeñas torres, antes de tener que apretujarte delante de la frase de algún hombre célebre o antes que la cámara fotográfica de algún periodista. En tu fuero interno te alegras por ello, no sin alimentar algunas dudas. En esta calle no hay ni la menor señal para atraer a los turistas, ¿has sido burlado? No te has fiado más que de un itinerario bosquejado en una cajetilla de cigarrillos que llevas escondida en la chaqueta y de esa persona conocida por casualidad en el tren. Nada te prueba que lo que dijera fuese cierto. No has consultado ningún relato de viaje auténtico, y ni siquiera en la gran guía de lugares turísticos recientemente publicada aparece ninguna entrada con tal nombre. Desde luego que se encuentran fácilmente lugares llamados Lingtai, Lingqiu, Lingyan e incluso Lingshan, hojeando el atlas de China por provincias. Tampoco ignoras que en los innumerables libros y textos históricos antiguos, desde el Clásico de los mares y de las montañas, obra de adivinación y de magia antigua, hasta el viejo tratado de geografía titulado Anotaciones al Clásico de los ríos, se menciona el lugar de Lingshan. Buda despertó allí de su sueño al venerable Mahakasyapa. No eres tonto, debes apelar a tu inteligencia, buscar en primer lugar ese pequeño pueblo de nombre Wuyi que está indicado en la cajetilla de cigarrillos y el camino que se adentra hacia Lingshan, la Montaña del Alma.