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Vuelves a la estación de autobuses y entras en la sala de espera, el lugar más animado de esta pequeña ciudad de montaña, que está ya completamente vacía a estas horas. Las ventanillas de venta de billetes y de la consigna tienen el cierre metálico echado. Llamas, sin obtener el menor resultado. No te queda más remedio que levantar la cabeza para contar los nombres de las estaciones, a cuál más evocador, alineados encima de la ventanilla: la aldea de los Zhang, el Almacén de Arena, la Fábrica de Cemento, el Viejo Horno, Caballo de Oro, Buen Año, Inundación, la Bahía del Dragón, la Cuenca de las Flores de Melocotonero…, pero ninguno corresponde al lugar que tú buscas. Pese a que se trata de un pueblo pequeño, los destinos y los autobuses son numerosos. En un mismo día, salen hasta cinco o seis autobuses, pero el destino para la Fábrica de Cemento no es ciertamente turístico. La línea menos frecuentada cuenta únicamente con un servicio de autobús diario. Debe de ser éste el lugar más remoto, pero Wuyi se halla efectivamente al final del trayecto. No llama tu atención, parecido al resto de nombres de localidades, sin un «alma» especial. Pero tú, como si finalmente hubieras encontrado el cabo del hilo de una liada madeja que no esperases ya desenredar, aunque no te pones loco de alegría, al menos te quedas más tranquilo. Tendrás que comprar tu billete una hora antes de la salida del autobús. La experiencia te dice que, en estas líneas de montaña de un solo servicio diario, hay que pegarse para subir al autobús, y que, si no te preparas con antelación, tendrás que hacer cola muy temprano.

En este momento, tienes tiempo por delante, pero la mochila de viaje comienza a pesar sobre tus hombros. Callejeas y los camiones cargados de madera pasan casi rozándote, con los cláxones aullando. Observas que, en la angosta carretera que atraviesa el pueblo, los camiones, de todos los tamaños, no paran de hacer sonar sus bocinas. En los autobuses, los cobradores mantienen el brazo sacado por la ventanilla y golpean sin cesar en la carrocería, aumentando el guirigay reinante en la calle. Y ésta es la única manera de que los peatones terminen por hacerse a un lado.

Las viejas casas situadas a ambos lados de la calle tienen todas fachadas de madera. En la planta baja se practica el comercio y en la de arriba se pone a secar la ropa: desde pañales de bebé a sujetadores, pasando por calzoncillos apedazados y sábanas floreadas, ondean en medio del polvo y del ruido de los coches, como otras tantas banderas de todos los países del mundo. Al borde de la carretera, de los postes de cemento, a la altura de los ojos, cuelgan anuncios publicitarios de todo tipo. Uno de ellos, que pondera las excelencias de un producto contra los malos olores de las axilas, llama particularmente tu atención. No es que tú sufras de este problema, pero te sientes atraído por la originalidad de su escritura. Tras el término «bromidrosis» figura una explicación entre corchetes:

[La bromidrosis (también llamada Olor de los Inmortales) es una desagradable enfermedad que produce un olor nauseabundo. Debido a ella, son numerosos quienes han tenido que aplazar su boda o que han tenido dificultades a la hora de hacer amigos. A menudo, chicos y chicas, ante la dificultad de encontrar trabajo o ingresar en el ejército, han sufrido terriblemente por su culpa sin llegar a superar sus problemas. Ahora, gracias a un nuevo procedimiento sintético, es posible erradicar totalmente el mal olor. Su eficacia es del 97,5 %. Para alcanzar el placer en la vida y su felicidad finura, venga a tratarse con nuestro producto…]

Luego llegas a un puente de piedra. Ningún mal olor. Una fresca brisa sopla suavemente, refrescante y agradable. El puente de piedra une un ancho río. Aunque la calle está asfaltada, se distinguen aún vagamente unos leones esculpidos en las columnas acanaladas. Debe de ser seguramente muy antiguo. Apoyado en el pretil de piedra reforzada con hormigón, contemplas las dos partes de este pueblo unidas por el puente. De cada lado, innumerables tejados de tejas negras dispuestos en apretadas hileras se extienden hasta donde se pierde la vista. Entre las montañas se abre un valle con campos de arroz amarillo dorado moteados de cañaverales de verdes bambúes. El agua del río de un azul puro fluye tranquilamente entre los arenales de su lecho y, seguidamente, una vez llegada hasta los pilares del puente de piedra tallada que lo divide, se vuelve más profunda, tirando a verde oscuro. Una vez pasado el arco del puente, produce un fragor, y se forma una espuma blanca por encima de sus violentos remolinos. El agua ha dejado su marca en diferentes niveles del dique de piedra de más de diez metros de alto. El más reciente, de un amarillo grisáceo, data de la última inundación del verano. ¿Es el río You? ¿Tiene su nacimiento en Lingshan?

El sol va a ponerse. Su semiesfera semeja una tapadera de color anaranjado. Sigue siendo brillante, pero no deslumbra. Diriges la mirada hacia el lugar donde las dos vertientes del valle se unen, allí donde las cimas se encabalgan en medio de la bruma y de las nubes. Este marco ilusorio de un negro vivísimo comisquea paulatinamente la parte inferior del astro deslumbrante que parece dar vueltas. Cuanto más se tiñe de rojo el ocaso, más dulce resulta. Lanza sus reflejos dorados sobre el agua del río. El azul oscuro y los rayos dorados se mezclan en las ondas y las salpicaduras del agua. La bola purpúrea desprende todavía más serenidad, pero, al descender en la hondonada del valle, no deja de tener cierta seducción. Y luego están los sonidos. Oyes uno, difícil de captar, que se pone a resonar en el fondo de tu corazón y se expande progresivamente, se estremece un poco, como sobre la punta de los pies, se escapa y desaparece en el paisaje negro de la montaña, llenando los cielos de la bruma del crepúsculo. El viento del atardecer silba en tus oídos así como también el sonido incesante de los cláxones de los coches. Al atravesar el puente, descubres en su extremo una placa recién grabada con los caracteres realzados en rojo: Puente Yongning, construido durante el año 3 de la era Kai-yuan de los Song, restaurado en 1962. Placa colocada en 1983. He aquí una señal anunciadora de la llegada del turismo.

Al final del puente se encuentran dos filas de tabernas. En una de las de la izquierda, tomas un cuenco de queso de soja en gelatina, ese tipo de queso de soja tierno y delicioso, muy especiado, que se vendía en las calles y callejones y que durante un tiempo había desaparecido, pero que en la actualidad se elabora de nuevo gracias a una receta transmitida de padres a hijos. Luego, en una de las de la derecha, te tomas dos galletas de sésamo y cebolla recién salidas de la sartén, calientes y aromáticas; por último, te comes también -¿dónde?, ya no lo recuerdas- unas albóndigas de arroz glutinoso fermentado, apenas más gruesas que unas perlas, azucaradas al gusto. Por supuesto, no has sido tan exagerado como el señor Ma Segundo cuando viajó al lago del Oeste, pero tienes no obstante bastante buen apetito. Mientras degustas estos manjares de nuestros antepasados, escuchas las conversaciones de los clientes y patrones que son buenos conocedores del lugar. Quisieras acercarte y mezclarte con ellos utilizando su dulce lenguaje de acento campesino. Has vivido largo tiempo en la ciudad y experimentas la necesidad de conservar en ti una gran nostalgia del terruño, quisieras que te proporcionara un poco de consuelo, para poder retornar a los tiempos de tu infancia y reencontrar tus recuerdos perdidos.

Terminas por encontrar un hotel de este lado del puente, en una vieja calle empedrada. El suelo está más o menos limpio. En la habitación individual que has tomado, hay una tabla recubierta con una esterilla de bambú y una manta de algodón gris, de la que es imposible saber si está sucia o bien si se trata de su color original. La metes debajo de la estera, apartas la almohada grasienta. Felizmente aquí hace calor, y la ropa de cama resulta inútil. En ese momento, sientes la necesidad de dejar en el suelo la mochila que se ha vuelto muy pesada y de sacudirte de encima todo el polvo y quitarte el sudor del cuerpo. Te tiendes con el torso desnudo en la cama, con las piernas abiertas. En la habitación de al lado, hay gente que se interpela. Están jugando a las cartas. Oyes claramente el ruido de los naipes lanzados sobre la mesa. Únicamente una pared medianera hecha de tablas y, por las hendiduras de la desgarrada tapicería, puedes distinguir vagamente a algunos mozarrones con el torso desnudo. No estás tan cansado como para dejarte vencer enseguida por el sueño y llamas al tabique. Del otro lado se alza un gruñido. No es contra ti, sino contra ellos mismos contra quienes gruñen. Están los ganadores y los perdedores, y los perdedores tardan en saldar sus deudas. En este hotel se juega abiertamente dinero pese a la advertencia de la policía del distrito pegada en las habitaciones, que estipula la prohibición del juego y de la prostitución. Tienes verdaderas ganas de ir a ver si este reglamento es respetado en un lugar tan pequeño como éste. Te vistes, sales al pasillo y llamas a la puerta entreabierta de la habitación. El alboroto prosigue, nadie te presta atención. Entras directamente empujando la puerta. Los cuatro mozarrones sentados alrededor de una cama colocada en medio del cuarto se vuelven para mirarte. No muestran la menor sorpresa, el más asombrado eres tú. Cuatro rostros extraños con unos pedacitos de papel pegados en cejas, labios, nariz y mejillas. Resultan tan despreciables como cómicos. Pero ellos no ríen y se limitan a mirarte. Has venido a importunarles, y están claramente enojados.

– Ah, estabais jugando a las cartas… -No puedes sino disculparte.

Y ellos siguen lanzando sus naipes. Son éstos muy alargados, con unos dibujos rojos o negros, como en el juego del mah-jong. Incluyen también la puerta celestial y la cárcel terrestre. El perdedor es castigado por el ganador, que le pega un pedacito de papel de periódico en un lugar determinado. Imposible saber desde fuera si no se trata más que de una broma pesada, una especie de liberación, o bien de una señal establecida por los apostantes que permite a los perdedores o a los ganadores saldar sus cuentas.

Sales retrocediendo y regresas a tu habitación. Te tumbas de nuevo en la cama y contemplas en el techo las manchas concentradas alrededor de la bombilla, que son en realidad innumerables mosquitos en espera de que la luz sea apagada para venir a picarte. A toda prisa, bajas el mosquitero. Fijada en el techo por una tira de bambú en forma de círculo, la gasa recubre un espacio cilíndrico. Hace mucho tiempo que no has dormido bajo este tipo de mosquitero y ya has pasado con creces la edad en que te perdías en tus ensoñaciones, con los ojos abiertos clavados en lo alto de la gasa. Hoy no sabes qué impulso te animará mañana, a ti que te tienes bien aprendido todo lo que es menester aprender, ¿qué vas a seguir buscando? Llegado a la edad madura, ¿no deberías llevar una vida tranquila, cumplir sin prisas tu tarea en un puesto ni demasiado bajo ni demasiado alto, hacer tu papel de marido y de padre, instalarte en un mullido nido, ahorrar en el banco un poco de dinero que daría su fruto con el paso de los meses y que te dejaría un pequeño capital que, además de servirte para tu vejez, podrías luego legar?

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