Cuando llego a la orilla del lago Cao, en las fuentes del Wujiang, el Río Negro, el tiempo es desapacible y frío. A orillas del lago hay un pequeño edificio de reciente construcción. Es el centro de gestión de la reserva natural que ha sido abierto recientemente. Se alza completamente solitario en medio de esta inmensa extensión de lodo, encaramado sobre los altos cimientos hechos a base de piedras apiladas. Se llega hasta allí por un sendero fangoso y de tierra blanda; el lago se ha retirado muy lejos, pero a lo largo de la antigua ribera crecen todavía aquí y allá unas pocas hierbas acuáticas. Subiendo por la escalera lateral de la casa, se llega a unas habitaciones perfectamente iluminadas gracias a sus ventanales. Ejemplares de pájaros, de peces y reptiles se hacinan allí.
El responsable del centro de gestión es un tipo alto, de ancho rostro. Enchufa un hornillo eléctrico para preparar té en una gran tetera esmaltada. Me hace seña de que me acerque al fuego para tomarlo al amor de la lumbre.
Dice que diez años antes, en torno al lago, a varios cientos de kilómetros a la redonda, las montañas estaban aún cubiertas de árboles. Veinte años antes, un espeso y sombrío bosque se extendía hasta la orilla y a menudo podían verse tigres. En la actualidad, incluso los matorrales han desaparecido de estas montañas y colinas. El bosque ha servido para poder cocinar y sobre todo para calentarse. Estos diez últimos años, la primavera y el invierno han sido particularmente fríos, las heladas precoces y la sequía en primavera muy extrema. Durante la Revolución Cultural, el nuevo comité revolucionario quiso introducir innovaciones canalizando el agua para transformar el lago en arrozales. Se movilizó a cien mil trabajadores para abrir con explosivos decenas de canales de drenaje y transformarlo en tierras de cultivo. Pero el desecamiento del lago con sus sedimentos de varios millones de años de antigüedad no fue tarea fácil. Ese año se levantó un tornado sobre las aguas, y los campesinos afirmaron que el dragón negro del lago Cao se había sentido molestado y había huido. Las aguas se redujeron a un tercio y las inmediaciones se convirtieron en terrenos pantanosos. No se consigue desecar estas tierras ni tampoco devolverles su aspecto original.
En la ventana hay instalado un catalejo de largo alcance. En el objetivo, la extensión de agua que dista varios kilómetros se transforma en una inmensa y deslumbrante superficie blanca. Se distingue a simple vista un puntito oscuro. Es una barca con las siluetas de dos hombres en la proa, cuyos rostros no acaban de verse bien del todo. En la popa, un hombre se agita, como si estuviera echando las redes.
– Con semejante superficie, una vigilancia exhaustiva resulta imposible. Cuando se llega hasta allí, hace ya rato que han salido volando -dice.
– ¿Abundan los peces en este lago?
– Normalmente se cogen cientos o incluso miles de libras de peces. El problema es que se emplean explosivos. Los hombres son codiciosos, no hay nada que hacer.
Y sacude la cabeza, pues es él quien tiene la responsabilidad del centro de gestión de la zona de protección natural.
Me dice que al comienzo de los años cincuenta, una persona en posesión del doctorado vino voluntariamente aquí a su regreso del extranjero. Era natural de Shanghai y fue a petición suya que se instaló en este lugar, lleno de entusiasmo, a la cabeza de un equipo de cuatro estudiantes licenciados en biología y en acuacultura para fundar una central de cría de animales salvajes. Había conseguido criar castores, zorros plateados, ocas de cabeza manchada, así como numerosas aves acuáticas y peces. Pero no tardó, sin embargo, en entrar en conflicto con los cazadores furtivos. Un día que pasaba por un campo de maíz, un campesino emboscado le molió a palos atacándole por la espalda y le pasó alrededor del cuello una cesta de maíz recién cogido para que fuera acusado de robo. El campesino le golpeó hasta hacerle escupir sangre. Ninguno de los mandos del distrito quiso salir en defensa de un intelectual y él se murió de pena. La central de cría desapareció por sí sola y los castores fueron repartidos entre los diferentes organismos del distrito para que se los comieran.
– ¿Tenía familia?
– Nadie comentó nada al respecto. Los estudiantes que le habían acompañado encontraron un puesto en la universidad, en Chongqing o Guiyarig.
– ¿Y nadie vino a preguntar nada al respecto?
Dice que sólo con ocasión de la clasificación de los informes relacionados con los viejos asuntos del distrito fueron descubiertos una decena de sus cuadernos de notas donde figuraba numerosa información sobre el entorno de este lago. Sus observaciones eran detalladas y escribía con gracia. Si me interesa, puede mostrármelos.
Sube un ruido, procedente de no sé dónde, como la fuerte tos de un anciano.
– ¿Qué es ese ruido?
– Es una grulla -dice.
Me hace bajar a la planta inferior. En la sala de cría cerrada con una reja metálica hay una grulla de cuello negro y cabeza roja, de más de un metro de alto, y varias grullas grises que, intermitentemente, lanzan gritos. Me dice que la grulla de cuello negro estaba herida en una pata y que la capturaron para alimentarla, mientras que las grullas grises nacidas este año han sido capturadas en el nido antes de que supieran volar. En otro tiempo, en otoño, las grullas venían a invernar aquí. Por todas partes se las veía en los cañaverales a orillas del lago, pero luego casi desaparecieron por completo debido a la caza. Tras la fundación de la zona natural, hace de eso dos años, una sesentena de ellas regresaron y, el año pasado, más de trescientas grullas de cuello negro. Las más numerosas siguen siendo las grullas grises, pero no se ha vuelto a ver todavía grullas de cabeza roja.
Le pregunto si puedo ir a la orilla del lago. Él dice que mañana, si hace sol, hinchará la lancha neumática y me acompañará a dar una vuelta. Hoy el viento sopla demasiado fuerte y hace demasiado frío.
Me despido de él y voy a pasear en dirección al lago.
Siguiendo un pequeño sendero en la falda de la montaña, llego a una aldehuela habitada por siete u ocho familias. Las vigas y los pilares de las casas están todos hechos de piedra. Unos árboles aún jóvenes están plantados delante de las casas y en los patios. Hace algunas décadas, un profundo bosque negro debía de bordear aún esta aldehuela.
Desciendo hasta el lago, tomando por los blandos y lodosos terraplenes entre los campos. Debe sentir uno frío andando por aquí descalzo. A cada paso mío, la capa de barro se espesa bajo mis zapatos. Delante de mí, al final del campo, una barca, y un muchacho. Éste lleva un cubo y una caña de pesca. Tengo ganas de acercarme, de empujar la embarcación dentro del agua. Le pregunto:
– ¿Se puede meter esta barca en el agua?
Va descalzo, con los pantalones arremangados por encima de las rodillas. Debe de tener trece o catorce años. Su mirada se pierde detrás de mí, a lo lejos. Al volver la cabeza, diviso una silueta que le llama desde la orilla de delante del pueblo. Desde muy lejos, la silueta parece llevar una chaqueta de vivos colores, se trata sin duda de una chiquilla. Doy un paso en dirección al chico. Mis zapatos se han hundido completamente en el barro.
– ¡Ay… ya, ya… yo…!
No he captado claramente el sentido de estos gritos lejanos, pero la voz es clara y agradable. Está llamando ciertamente al chico. Con la caña de pesca al hombro, él se aleja pasando por mi lado.
Avanzo cada vez con mayor dificultad, pero dado que estoy muy cerca del lago, quiero ir a echar un vistazo. La barca está a lo sumo a diez pasos de mí. Para alcanzarla, no tengo más que atravesar el lugar donde estaba el muchacho hace un instante, un lugar aparentemente más firme. En la proa de la barca se alza una pértiga de bambú. Ya he localizado en los cañaverales unos pájaros que vuelan a ras de agua. Tal vez sean unos patos salvajes. Seguro que no cesan de chillar, pero, como el viento sopla de la orilla, no los oigo aunque están muy cerca de mí, mientras que distingo a lo lejos las llamadas de los dos niños.
Me digo que no tengo más que empujar la barca fuera de los cañaverales para ganar esta vasta extensión. Flotando solo en medio de este lago, en estas altiplanicies solitarias y tranquilas, no me veré obligado a hablar con nadie. Y me gustaría fundirme con el paisaje para no ser más que uno con la luz, el cielo y los colores de la montaña.
Libero mi pie para avanzar un paso, pero me hundo hasta media pierna en el légamo. No me atrevo a llevar mi peso hacia delante. Sé que tan pronto como mi rodilla se hunda, no habrá ya modo de que consiga salir. Tampoco me atrevo a desplazar mi pie hacia atrás. Incapaz de avanzar ni de retroceder, no sé ya qué hacer. Situación cómica, por supuesto, pero como nadie me ve, nadie puede reírse de mí y menos aún prestarme ayuda. Es lo más preocupante.
De la misma manera que yo he visto a los hombres en su barca, tal vez ellos podrán localizar mi silueta gracias al catalejo del centro de gestión. Pero, con el catalejo, lo único que yo puedo parecer es una sombra fugitiva, de rostro difuso. Aunque lo dirijan hacia mí, sólo creerán que se trata de un campesino que se dispone a ir al lago a recoger algunos productos para redondear sus ingresos, y nadie prestará a ello verdadera atención.
En la superficie silenciosa del agua, incluso las aves acuáticas han desaparecido. Imperceptiblemente, las aguas brillantes comienzan a oscurecerse. A partir de los cañaverales, se extienden los colores del crepúsculo, un aire glacial sube bajo mis pies. Me siento transido. Ni estridores de grillos, ni croar de ranas. Tal vez esté aquí, por fin, esa soledad original desprovista de sentido que yo buscaba.