No pienses en nada más cuando bailes. Acabas de conocerla, es tu primer baile con ella. Y te dice eso.
– ¿Qué pasa? -preguntas tú.
– El baile es el baile, no pongas expresamente esa cara seria.
Estallas a reír.
– Un poco de seriedad, apriétame.
– De acuerdo.
Ella se parte de risa.
– ¿De qué te ríes?
– ¿No puedes apretarme un poco más?
– Claro que sí, por supuesto.
Tú la aprietas. Sientes su pecho flexible y respiras el dulce perfume que sube de la piel de su amplio escote. En la estancia, la luz es muy tenue, un paraguas negro ha sido puesto delante de la lámpara colocada en un rincón. El rostro de las parejas bailando se funde en la sombra. Un radiocasete difunde una música suave.
– Así está muy bien -dice ella en voz baja.
Tu respiración levanta sobre sus sienes sus finos cabellos que acarician tus mejillas.
– Eres muy atractiva.
– ¿Qué quiere decir eso?
– Te amo, aunque no sea el gran amor.
– Es mejor así; el gran amor es demasiado complicado.
Dices que tú piensas lo mismo.
– Los dos, al fin y al cabo, somos de la misma raza -dice ella riendo, un poco emocionada.
– Estamos hechos el uno para el otro.
– No voy a casarme contigo.
– ¿Por qué ibas a querer hacerlo?
– Y sin embargo voy a casarme.
– ¿Cuándo?
– El año que viene tal vez.
– Queda mucho aún.
– Aunque sea el año que viene, no será contigo.
– Ni que decir tiene, ya lo sé. El problema es con quién.
– Con un hombre, en cualquier caso.
– ¿No importa cuál?
– No necesariamente. Pero, de todos modos, será preciso que pase por eso.
– ¿Y luego te divorciarás?
– Quizá.
– Y en ese momento tendré de nuevo la posibilidad de bailar contigo.
– Pero no me casaré contigo.
– ¿Por qué ha de ser así inevitablemente?
– Eres persona muy perspicaz.
Parece sincera.
Le das las gracias.
Por la ventana, se distinguen miles de luces que parpadean: lámparas de los inmuebles en forma de cubos y faros de los coches que circulan en una ola incesante. Una pareja de bailarines describe un círculo en la pequeña estancia y te da un golpe en la espalda. Tú te paras para retener a tu pareja.
– No te creas que voy a felicitarte porque bailes bien.
Ella aprovecha la ocasión para volver a la carga.
– No bailo para exhibirme.
– ¿Por qué, entonces? ¿Para acercarte a las mujeres?
– Hay maneras de estar aún más cerca.
– No eres muy indulgente que digamos.
– Porque tú no me sueltas ni un instante.
– De acuerdo, no diré nada más.
Se acaramela contra ti, cierras los ojos. Bailar con ella es un verdadero placer.
La vuelves a ver, una noche de pleno otoño en que sopla un viento del nordeste glacial. Luchas contra el viento en bici. Por la carretera, las hojas muertas y los papeles sucios remolinean. Sientes ganas de repente de ir a ver a uno de tus amigos, un pintor, y así podrás esperar en su casa a que el viento amaine. Tuerces por una callejuela iluminada por unas farolas amarillentas y divisas una silueta solitaria, la cabeza metida entre los hombros; te sientes de golpe un poco triste.
En el patio de un negro de tinta, allí donde él vive, sólo un resplandor luce en la ventana. Llamas a la puerta. Una voz sorda te responde. Te abre y te dice que tengas cuidado con el escalón, en la oscuridad. La habitación está iluminada por una vela que resplandece dentro de una nuez de coco serrada.
– No está mal. Se ve que aprecias lo agradable del lugar. ¿Qué haces?
– Nada -responde.
Hace calor en la habitación. Va vestido únicamente con un jersey ancho, el pelo desgreñado. En invierno, hay instalada una estufa, equipada con una chimenea.
– ¿Estás enfermo?
– No.
Percibes un movimiento cerca de la vela. Los muelles del viejo canapé chirrían y descubres entonces a una mujer.
– Tienes una invitada, por lo que veo -digo para excusarme.
– No pasa nada. Siéntate. -Me señala el canapé.
Y allí la reconoces al fin. Te tiende indolentemente la mano, una mano frágil y suave. Sus largos cabellos cuelgan delante de sus ojos. Sopla sobre un mechón para apartarlo. Bromeas:
– Si no recuerdo mal, antes no tenías el pelo tan largo.
– A veces, me lo recojo, otras me lo dejo suelto. Simplemente, no habías reparado en ello.
Ella se ríe haciendo un mohín.
– ¿Os conocéis? -pregunta tu amigo el pintor.
– Bailamos juntos en casa de un amigo.
– De eso, en cambio, sí te acuerdas -dice ella en un tono un tanto irónico.
– Cuando se baila con alguien, ¿acaso se puede olvidar? -le replicas tú.
Él va a atizar el fuego. Las llamas de un rojo oscuro se reflejan en el techo.
– ¿Qué tomas?
Dices que sólo pasabas por allí, que te vas a sentar un momento y te irás.
– No tengo nada especial que hacer -dice él.
– No pasa nada… -dice ella también, quedamente.
Luego se callan.
– Seguid charlando de lo vuestro, sólo he venido a entrar en calor, estaba aterido. Tan pronto como el viento amaine un poco, me iré.
– No, has venido en buen momento -dice ella, luego se calla.
– Mejor sería decir que he resultado de lo más inoportuno.
Harías mejor levantándote, pero tu amigo apoya una mano en tu hombro antes de que tengas tiempo de moverte.
– Ya que estás aquí, podemos cambiar de conversación. Ya hemos terminado de hablar de lo que teníamos que hablar.
– Charlad, charlad, que os escucho.
Ella se acurruca en el canapé. No distingo más que el blanco perfil de su rostro. Su nariz y su boca son muy delicados.
Nunca hubieras pensado que, mucho tiempo después, ella localizaría tu dirección. Has abierto la puerta y preguntado:
– ¿Cómo sabes que vivo aquí?
– ¿No me invitas a entrar?
– Al contrario, entra, entra.
La haces entrar preguntándole si ha sido tu amigo pintor el que le ha dado tu dirección. Siempre la has visto en la oscuridad, no estás seguro del todo de reconocerla.
– Tal vez él, tal vez otro. ¿Acaso tu dirección es un secreto?
Dices que no pensabas que acabara viniendo a verte, que te sientes muy honrado por su visita.
– Has olvidado que fuiste tú quien me invitó.
– Es muy probable.
– Y la dirección fuiste tú mismo quien me la dio, ¿lo has olvidado todo?
– Seguramente -dices tú-, y me alegra que estés aquí.
– ¿Cómo no alegrarse cuando una modelo viene a casa de uno?
– ¿Eres modelo?
No disimulas tu estupefacción.
– Lo he sido, e incluso modelo de desnudo.
Dices que lamentas no ser pintor, pero que eres fotógrafo aficionado.
– ¿La gente que viene aquí se queda siempre de pie? -pregunta ella.
Señalas la estancia a toda prisa:
– Considérate como en tu casa, haz lo que quieras. Si echas un vistazo a esta habitación, verás enseguida que el dueño de este lugar no obedece a ninguna regla.
Se sienta en una esquina de tu escritorio y echa una mirada a la estancia.
– Es evidente que aquí hace falta una mujer.
– Si quieres, pero a condición de no convertirte en la dueña y señora del amo de casa, porque él no es el propietario de esta habitación.
Cada vez que la ves, discutes con ella, no quieres darte nunca por vencido delante de ella.
– Gracias -dice tomando el té que le has preparado. Luego añade sonriendo-: Sé un poco serio.
Ella te hace frente. Tú no tienes tiempo más que de replicar:
– Bueno, de acuerdo.
Te llenas a tu vez tu taza y te sientas en el sillón, frente a la mesa de trabajo. Allí te sientes más cómodo y te vuelves hacia ella.
– Podemos discutir de lo que vamos a hablar primero. ¿Eres realmente modelo? -Hago la pregunta sin importarme demasiado.
– Ahora ya no. Lo fui para un pintor, en otro tiempo.
– ¿Se puede saber por qué?
– Él se cansó de pintarme. Encontró otra modelo.
– Los pintores son así. Lo sé. No se pueden pasar la vida pintando a la misma modelo.
Trato de defender a mi amigo pintor.
– Lo mismo pasa con las modelos, que no se pueden pasar la vida con un mismo pintor.
Lo que dice es cierto. Deberías evitar este tema.
– ¿Eres de veras modelo? Hablo de tu oficio, ¿en algo trabajas, no?
– ¿Tan importante es esta cuestión? -pregunta ella riendo. Es lista, siempre quiere plantarte cara.
– No necesariamente, pero te hago la pregunta para saber de qué hablar contigo, para poder hablar de cosas que nos interesen a los dos.
– Soy médico -dice ella meneando la cabeza.
Antes de que hayas tenido tiempo de darte cuenta de lo que ella ha dicho, pregunta:
– ¿Puedo fumar?
– Por supuesto, yo fumo también.
Le acercas enseguida los cigarrillos y el cenicero.
Ella enciende un cigarrillo del que se traga una larga bocanada.
– Nunca lo hubiera dicho -dices tratando de comprender el motivo de su visita.
– Por ello he dicho que mi oficio no tenía ninguna importancia. ¿Crees que digo la verdad cuando afirmo que he sido modelo?
Ella expulsa lentamente el humo levantando la cabeza.
Y cuando dices que eres médico, ¿es eso acaso cierto? Pero esta frase, tú no la has pronunciado.
– ¿Crees que las modelos son todas unas mujeres casquivanas? -pregunta ella.
– No necesariamente. Ser modelo es también un oficio muy serio. Desnudar el propio cuerpo, hablo de modelos desnudos, no tiene nada de malo. Todo lo que es natural es hermoso. Ofrecer la belleza natural supone generosidad, no ligereza. Por otra parte, un cuerpo humano es aún más hermoso que cualquier obra de arte. El arte, al lado de la naturaleza, no es más que algo pálido e indigente. Sólo un loco puede considerar que el arte es superior a la naturaleza.
Hablas con la mayor de las convicciones.
– ¿Y por qué te dedicas al arte, entonces? -pregunta ella.
Tú dices que no llegas a tanto, que no haces más que escribir, escribir lo que tienes ganas de decir, tal como te viene.
– Pero la escritura es también un arte.
Piensas con convicción que la escritura no es más que una técnica.
– Basta con adquirir una técnica; por ejemplo, tú la técnica quirúrgica, aunque no sé si eres internista o cirujano, eso no tiene importancia, basta con la técnica. Todo el mundo puede escribir, de la misma manera que todo el mundo puede aprender a operar.