Continúas subiendo las montañas. Y cada vez que te acercas a la cima, extenuado, piensas que es la última vez. Alcanzado tu objetivo, cuando tu excitación se ha calmado un poco, te quedas insatisfecho. Cuanto más desaparece tu fatiga, más aumenta tu insatisfacción, contemplas la cadena de montañas que ondea hasta donde se pierde la vista y el deseo de ascender se apodera de nuevo de ti. Aquellas que has escalado no presentan ya ningún interés, pero estás convencido de que detrás de ellas se esconden otras curiosidades, cuya existencia todavía desconoces. Pero cuando llegas a la cima no descubres ninguna de estas maravillas, no encuentras más que el solitario viento.
Al hilo de los días, te adaptas a tu soledad, subir las montañas se ha vuelto una especie de enfermedad crónica. Sabes perfectamente que no encontrarás nada, no te sientes impulsado más que por tu obcecación y no cesas de trepar. En este proceso, por supuesto, tienes necesidad de algún consuelo y te meces en tus quimeras, te creas tus propias leyendas.
Tú cuentas que bajo una escarpadura viste una cueva, casi enteramente obturada por un montón de rocas. Creíste que era la casa del Viejo Shi, un santo del que hablan las leyendas montañesas de la etnia qiang.
Cuentas también que estaba sentado sobre una tabla de cama carcomida que se convirtió en polvo tan pronto como la tocaste. Los trozos estaban húmedos debido a la atmósfera cerrada de la cueva. Delante de la entrada corría un riachuelo y, por todas partes por donde ponía uno los pies, estaba todo cubierto de musgo.
Su cuerpo estaba apoyado contra la pared, su rostro de cuencas rehundidas, seco como una ramita de madera muerta, estaba vuelto hacia ti. Su fusil encantado colgaba de una rama de árbol hincada en una grieta de la pared, por encima de su cabeza. Sólo tenía que alargar la mano para apoderarse del arma que no tenía el menor rastro de herrumbre. Estaba todavía cubierta de negros restos de grasa de oso. El anciano te preguntó:
– ¿Qué demonios vienes a hacer aquí?
– Vengo a verle.
Te esforzabas por parecer educado, pese al terror que te atenazaba. No era un viejo voluble y caprichoso como un niño. Todas tus zalamerías eran inútiles. Sabías perfectamente que podía matarte con su fusil si se enfurecía; motivos tenías para sentirte intimidado. Frente a sus dos cuencas rehundidas, ni siquiera osabas levantar los ojos, por temor a que él se imaginara que mirabas de reojo su fusil.
– ¿Por qué?
No podías decir por qué habías venido.
– Hace mucho tiempo que nadie viene a verme -gruñó él con voz cavernosa-. La pasarela que conduce hasta aquí está completamente podrida, ¿no?
Le explicaste que habías subido desde abajo del barranco, por donde corre el río Ming.
– ¿No me habíais olvidado todos?
– No -me apresuré yo a responder-, los montañeses le conocen a usted como el Viejo Shi. Hablan de usted en sus veladas, pero no se atreven a venir a verle.
Te hubiera gustado decirle que había sido más la curiosidad que el valor lo que te había movido a venir al oírles a ellos hablar de él, pero esto no resultaba fácil explicárselo. Dado que habías encontrado allí una prueba de la veracidad de una leyenda, ahora que le habías visto debías aprovechar la ocasión.
– ¿Quedan lejos los montes Kunlun de aquí?
¿Por qué le preguntaste acerca de los montes Kunlun? Son las montañas de los antepasados donde vive la Reina Madre de Occidente. Ésta está representada en los ladrillos pintados encontrados en las tumbas de los Han bajo la forma de un personaje de cabeza de tigre, con cuerpo humano y cola de leopardo. Y los pesados ladrillos de los Han son perfectamente reales.
– ¡Ah!, si avanzas todo recto, llegarás a los montes Kunlun.
Dijo esto como si señalara los retretes o una sala de cine. Te armaste de valor para seguir preguntando:
– Pero todo recto, ¿no está muy lejos de aquí?
– Todo recto…
Esperando que prosiguiera, echaste una mirada a sus cuencas rehundidas. Su boca desdentada se abrió por dos veces, luego se volvió a cerrar. Imposible saber si había dicho algo, o si únicamente se disponía a hablar.
Hubieras querido emprender la huida pasando por su lado, pero temiendo que se enfureciera optaste por mirarle fijamente y adoptar un aire de perfecta humildad, como si escucharas sus enseñanzas. Pero no te enseñó nada. Sin duda no tenía nada que enseñarte. Sentiste que los músculos de tu rostro estaban demasiado tensos en esa inmovilidad, relajaste las comisuras de los labios y adoptaste un aire más jovial. Pero no notaste ninguna reacción por su parte. Entonces, moviste un pie para desplazar tu centro de gravedad y avanzaste insensiblemente. Te acercaste a sus cuencas rehundidas, sus pupilas permanecían fijas, como si fueran falsas, tal vez no era más que una momia.
Los cadáveres perfectamente conservados de las tumbas Chu de Jiangling o de Mawangdui estaban sin duda en la misma posición que él.
Te acercaste paso a paso sin atreverte a tocarle, temiendo hacerle caer al más mínimo gesto. Alargaste la mano para apoderarte del fusil de caza cubierto de restos de grasa de oso colgado detrás de él. Pero al tocar el cañón del fusil, éste se convirtió en polvo. Te batiste en retirada a toda prisa, sin preocuparte ya de saber si irías a la mansión de la Reina Madre de Occidente.
Por encima de tu cabeza resonó un trueno, ¡el cielo daba muestras de su cólera! Los soldados y generales celestiales golpeaban con mazos de huesos de bestias salvajes el grueso tambor hecho de piel de búfalo procedente del mar de Oriente.
Nueve mil novecientos noventa y nueve murciélagos blancos revoloteaban en la cueva lanzando estridentes chillidos, despertando a los espíritus de la montaña. Enormes bloques de piedra cayeron de las cumbres, provocando en su caída un inmenso desprendimiento como un ejército de jinetes bajando a todo correr las pendientes en medio de una nube de polvo.
¡Ah, ah! ¡De golpe, en el cielo, aparecieron nueve soles! Los hombres con sus cinco costillas, las mujeres con sus diecisiete nervios se pusieron a golpear los instrumentos de percusión y a tañer los instrumentos de cuerda sin dejar de cantar, gritar, gemir y aullar.
Tu alma te abandonó entonces y no viste más que innumerables sapos, boquiabiertos, vueltos hacia los cielos, como una muchedumbre de pequeños hombres decapitados, las manos tendidas hacia el cielo y gritando con la mayor de las desesperaciones: ¡Devolvedme mi cabeza! ¡Devolvedme mi cabeza! ¡Devolvedme mi cabeza! ¡Devolvednos nuestras cabezas! ¡Devolvednos nuestras cabezas! ¡Devolvednos nuestras cabezas! ¡Nuestras cabezas, devolvednos! ¡Nuestras cabezas, devolvednos! ¡Nuestras cabezas, devolvednos! ¡Nuestras cabezas, devolvednos! ¡Nuestras cabezas, devolvednos! ¡Nuestras cabezas, devolvednos! ¡Las cabezas, devolvednos! ¡Las cabezas, devolvednos! ¡Las cabezas, devolvednos! ¡Venid a devolver nuestras cabezas!… Yo entrego mi cabeza…