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Cuando ella vuelve con el pelo cortado, esta vez reparas en ello.

– ¿Por qué te has cortado el pelo?

– Para romper con el pasado.

– ¿Y lo has conseguido?

– De todas formas, es necesario hacerlo. Hago como si hubiera roto.

Tú te ríes.

– ¿Qué te hace tanta gracia? -Luego ella añade con dulce voz-: Me arrepiento un poco, ¿te acuerdas de mi bonito pelo?

– Está muy bien así. Eres más libre. Ya no tienes que soplar para apartarte el flequillo. Era un incordio.

Es ella quien se ríe esta vez.

– Deja de hablarme de mi pelo, hablemos de otra cosa, ¿de acuerdo?

– ¿De qué?

– De tu llave. ¿No la perdiste?

– La he encontrado. -Podría haber dicho también que la había perdido, que era inútil buscarla.

– Cuando uno ha roto, ha roto.

– ¿Te refieres a tu pelo? Yo, a mi llave.

– Me refiero a mis recuerdos. Tú y yo somos de la misma raza.

Ella frunce los labios.

– Pero siempre falta un poquito de nada para que nos encontremos.

– ¿A qué llamas tú un poquito de nada?

– No me atrevo a decir que sea culpa tuya, pero sí digo que siempre nos cruzamos.

– Pero esta vez he venido, ¿o no?

– Tal vez vayas a marcharte de nuevo enseguida.

– O tal vez me quede.

– Entonces está muy bien, por supuesto.

Sin embargo, te sientes incómodo.

– Tú no sabes más que hablar de eso, sin hacerlo.

– ¿Hacer el qué?

– ¡El amor, naturalmente! Sé lo que necesitas.

– ¿Amor?

– Una mujer. Necesitas una mujer -dice ella con franqueza.

– Pues bien, ¿y tú? -La miras fijamente a los ojos.

– Pues igual, yo necesito un hombre.

Cruza por su mirada un destello de desafío.

– Mucho me temo que uno solo no te baste.

Vacilas un poco.

– Pues bien, digamos que necesito a los hombres.

Ella es más directa aún que tú.

– Es más exacto así.

Te sientes aliviado.

– Cuando un hombre y una mujer están juntos…

– El mundo es como si desapareciera…

– … Sólo queda el deseo.

Ella apostilla tu frase.

– Estoy de acuerdo contigo. Son palabras que salen del fondo del corazón. Pues bien, ahora, un hombre y una mujer están juntos…

– Entonces, ven -dice ella-. Baja el estor.

– ¿Prefieres la oscuridad?

– Así uno puede olvidarse.

– ¿No lo has olvidado ya todo? ¿Tienes aún miedo de ti misma?

– Me estás fastidiando. Piensas en ello, pero no te atreves a hacerlo. Déjame que te ayude.

Ella se pone delante de ti y te acaricia el pelo. Hundes la cabeza en su pecho y murmuras:

– Voy a bajar el estor.

– No vale la pena.

Ella se sacude, agacha la cabeza y se baja la cremallera de los vaqueros. Ves un enredijo en la blanca y fina carne apretada por el elástico de la braga. Pegas a él tu rostro y besas su tierno pubis. Ella aprieta tu mano:

– No seas tan impaciente.

– ¿Te desvistes tú sola?

– Sí, ¿no es más excitante?

Ella se saca la blusa por encima de la cabeza, que agita por costumbre, pues ya no es necesario con sus cabellos cortos. Se mantiene de pie delante de ti, en medio de sus ropas desparramadas, desnuda, con su mata de vello, tan negra como sus cabellos, que brilla con un vivo resplandor. No le queda más que su sujetador bien repleto. Estira las dos manos hacia su espalda y se dirige a ti en un tono de reproche mientras frunce el ceño:

– ¿Ni siquiera esto sabes hacer?

Turbado, no has comprendido en el acto.

– ¡Sé un poco atento, hombre!

Te levantas al punto, te colocas detrás de ella y le desabrochas el sujetador.

– Está bien. Ahora te toca a ti.

Ella lanza un suspiro de alivio y viene a sentarse en el sillón frente a ti, sin dejar de mirarte fijamente, con una vaga sonrisa en los labios.

– ¡Eres una arpía!

Apartas encolerizado las ropas que acabas de quitarte.

– No, una diosa -rectifica ella.

Totalmente desnuda, tiene un aire realmente imponente, inmóvil, esperando que tú te le acerques. Por último, cierra los ojos y te deja besar todo su cuerpo. Quieres murmurar algo.

– No, no digas nada.

Ella te estrecha muy fuerte y, sin un ruido, te fundes con ella.

Una media hora o tal vez una hora más tarde, se levanta de la cama y pregunta:

– ¿Tienes café?

– En la repisa.

Ella llena un tazón en el que remueve una cucharilla, se sienta en el borde de la cama y toma un sorbo mientras te observa.

– ¿No crees que es delicioso? -dice.

Tú no tienes nada que decir. Ella bebe con deleite, como si nada hubiera pasado.

– ¡Qué mujer más extraña eres! -Contemplas el halo de sus desarrollados pechos.

– Yo no tengo nada de extraño, todo es de lo más natural. Necesitas el amor de una mujer.

– No me hables de mujer y de amor. ¿Eres así con todo el mundo?

– Es suficiente con que quiera a alguien y le desee.

Su tono neutro te ha puesto furioso. Tienes ganas de herirla, pero te limitas a decir:

– ¡Qué puta!

– ¿No es eso acaso lo que tú quieres? Es más difícil para ti que para una mujer. Si a ella le importa un bledo, ¿por qué habría de dudar en disfrutar de la situación? ¿Qué más tienes que decir?

Ella deja su taza, vuelve hacia ti sus grandes pezones pardos y dice en un tono compasivo:

– Mi pobre chiquillo, ¿no tienes ganas de volver a empezar?

– ¿Por qué no?

Avanzas hacia ella.

– De todas formas, debes de estar satisfecho -dice ella.

Quieres asentir con la cabeza en vez de responder, pero empiezas a sentir unas agradables ganas de dormir.

– ¡Di algo! -te implora ella al oído.

– ¿Decir el qué?

– No importa el qué.

– ¿Hablar de la llave?

– Si tienes aún alguna cosa que decir.

– Podríamos decir que esa llave…

– Te escucho.

– Se ha perdido, eso es todo.

– Eso ya lo has dicho.

– Por último, él salió a la calle…

– A la calle, ¿que era cómo?

– La calle estaba llena de gente que tenía prisa.

– ¡Continúa!

– Él está un poco sorprendido.

– ¿De qué?

– No comprende por qué la gente está tan ocupada.

– Les gusta estar ocupados.

– ¿Es acaso una obligación?

– Si no estuvieran ocupados, no podrían dejar de estar un poco inquietos.

– Es cierto. Todos tienen una expresión extraña, como si estuvieran preocupados.

– Y también una expresión muy seria.

– Entran con cara seria en las tiendas, salen con cara seria, cogen con cara seria un par de zapatillas, se sacan con cara seria un poco de dinero suelto, compran con cara seria un polo…

– Que chupan con cara seria…

– No me hables de polos.

– Eres tú quien ha empezado.

– No me interrumpas, ¿por dónde iba?

– Sacan un poco de dinero suelto, delante de un pequeño mostrador regatean el precio, con cara seria, ¿qué más hacen con cara seria? ¿Qué más cosas serias hay?

– Mean delante de un urinario.

– ¿Y a continuación?

– Todas las tiendas han cerrado.

– La gente regresa apresuradamente a sus casas.

– Pero él no tiene prisa por ir a ninguna parte, parece tener un lugar adonde ir, lo que se llama comúnmente un hogar. Para conseguir esta vivienda ha tenido que discutir con los responsables de las viviendas.

– De todas formas, tiene esta habitación.

– Pero no encuentra su llave.

– ¿La puerta no ha quedado abierta?

– La cuestión consiste en saber si ha de volver allí o no de forma inevitable.

– ¿No puede pasar la noche donde le plazca?

– ¿Igual que un vagabundo? ¿Como una corriente de aire que anduviese a su capricho en la noche de esta ciudad?

– ¡Saltaría dentro de un tren a la ventura y se iría adonde éste le llevase!

– Jamás había pensado que iría adonde le llevara su capricho, cada vez más lejos.

– ¡Búscate una mujer, no importa cuál, y ámala con ardor!

– Desesperadamente, hasta la extenuación.

– Hasta la muerte, valdrá la pena.

– Eso es, el viento de la tarde sopla por todas partes, él está de pie en una plaza vacía, oye un ruido, triste y desolador, no alcanza a distinguir si es el ruido del viento o el latir de su corazón, de repente tiene la impresión de haberse sacudido de encima toda responsabilidad, se siente liberado, y finalmente es libre, una libertad que no nace más que de él mismo, puede empezarlo todo de nuevo desde un principio, como un recién nacido totalmente desnudo que se hubiera caído en la bañera, se pone en pie y llora con toda naturalidad, para que el mundo oiga su voz, quiere llorar hasta decir basta, pero se da cuenta de que no tiene ya más que su cuerpo y no consigue ya gritar, entonces contempla su propio cuerpo que no sabe adonde ir, de pie en medio de una plaza vacía, ha de hacer una señal, darle una palmada en el espalda, decirle una gracia, pero sabe que en ese momento bastaría con que le rozaran para que se muriera de espanto.

– Como un sonámbulo, su alma le ha abandonado.

– Comprende, al fin, que su sufrimiento nace de su cuerpo.

– ¿Tienes intención de despertarle?

– Temes que no pueda soportarlo. Cuando eras pequeño, oíste decir que, si se echaba agua fría sobre la cabeza de un sonámbulo, corría el riesgo de morir, dudas en adelantar la mano, mantienes la mano levantada, sigues dudando, pero no te atreves a rozarle el hombro.

– ¿Por qué no le despiertas despacito?

– Estás detrás de él, sigues su cuerpo, se diría que quiere ir aún a alguna parte.

– ¿Regresa a su casa? ¿A su habitación?

– No estás seguro, te limitas a seguirle, atraviesas una avenida, entras en una callejuela, luego vuelves a salir, acto seguido llegas a otra avenida, entras en otra callejuela, sales de nuevo.

– ¡Ha vuelto a la misma avenida!

– Pronto va a hacerse de día.

– Pues bien, una vez más…

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