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Asimismo me gustaba la calma y la solemnidad del patio interior del templo a la hora del crepúsculo, cuando los últimos paseantes se habían dispersado. Iba a sentarme a solas en el umbral de piedra, en medio de la gran puerta del templo, para contemplar el mosaico de un gran gallo de porcelana que se extendía ante mis ojos. En la sala de ceremonias, unas sentencias paralelas decoraban los cuatro pilares centrales. Las del exterior rezaban:

«El tao engendra al uno, el uno engendra al dos, el dos engendra al tres, el tres engendra a los diez mil seres», «El Hombre sigue las vías de la Tierra, la Tierra sigue las vías del Cielo, el Cielo sigue las vías de la Vía, y la Vía sigue sus propias vías». *

Era exactamente la frase que había pronunciado el viejo botánico cuando me encontraba en el bosque virgen.

Las del interior decían:

«Mirando sin ver, escuchando sin oír, vacío y serenidad alcanzarás. Allí están los tres cielos: el cielo de jade, el cielo supremo y el cielo extremo.

»Coligiendo el comienzo de los remotos tiempos, encontrando la clave, todo es claro y tres leyes descubrirás: la ley celestial, la ley terrenal, la ley humana».

El viejo superior me explicó el sentido de estas frases:

– El tao es el origen de los diez mil seres, y es también la ley que rige los diez mil seres. Lo subjetivo y lo objetivo se respetan mutuamente y se funden en uno. El origen es el ser en el no-ser y el no-ser en el ser, si los dos se unen es el a priori, es decir, que el cielo y el hombre se unen, y el punto de vista del hombre y del cosmos alcanzan la unidad. Los taoístas tienen la pureza como principio fundamental, la no-acción como sustancia, la naturaleza como forma de vida, la longevidad como verdad, pero la longevidad exige la anulación del yo. Éstos son a grandes rasgos los principios del taoísmo.

Mientras me hablaba, chicos y chicas formaron corro en torno a nosotros. Una joven monja pasó incluso su brazo por encima del hombro de un chico, concentrada la atención, llena de inocencia. Ignoro si seré capaz de alcanzar este estado de anulación del yo, de paz y de ausencia de deseos.

Una noche, después de la cena, jóvenes y viejos, chicos y chicas, se reunieron en el patio del templo para ver quién conseguía hacer resonar, soplando dentro, una rana de cerámica mayor que un perro. Algunos lo lograban, otros no. El ambiente estuvo animado durante un buen rato, luego se dispersaron para cumplir con sus obligaciones de la noche. Yo permanecí solo, sentado en el umbral de la puerta, mirando fijamente el tejado del templo desprovisto de toda decoración masiva y aterradora de dragones, serpientes, tortugas o peces.

Los tejados inclinados de líneas puras se destacaban en el cielo. Detrás, los árboles se elevaban en el bosque, balanceándose silenciosamente en el viento del atardecer. En un momento dado, se hizo un silencio total. Sin embargo, uno tenía la sensación de seguir oyendo un nítido silbido que venía de no se sabe dónde. Se prolongaba tranquilamente, luego desaparecía lentamente. El murmullo del riachuelo que pasaba por debajo del puente de piedra, en la puerta del templo, y el murmullo del viento de la noche parecieron entonces, por un instante, emanar de mi propio corazón.


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