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Entre Shigan y Jiangkou, la carretera está cortada por un cordón rojo. Un minibús impide el paso del autobús de línea en el que yo viajo. Brazalete rojo al brazo, un hombre y una mujer suben al vehículo. Tan pronto como alguien lleva este tipo de brazalete, disfruta de un estatuto especial y ostenta un aire terrible. Yo creía que andaban buscando a alguien, pero por suerte no se trata más que de un simple control de billetes efectuado por unos inspectores encargados de la vigilancia de las carreteras nacionales.

El conductor había revisado ya los billetes poco después de la salida, desde la primera parada. Un campesino quiso esquivarlo, pero su bolsa quedó atrapada en la puerta del autobús que el conductor cerró a tiempo. Tras haberle hecho desembolsar diez yuanes, le arrojó su bolsa. Sin preocuparse del campesino que le cubría de insultos, el conductor pisó el acelerador y arrancó, obligándole a saltar a la cuneta. En estas zonas montañosas donde los vehículos son poco numerosos, estar al mando de un volante sitúa al conductor muy por encima del común de los mortales, y todos los pasajeros alimentan hacia él una aversión indisimulada.

El hombre y la mujer del brazalete que suben al autobús se revelan sin embargo aún más brutales. El hombre arranca de la mano de un pasajero el billete que le alarga y ordena, amenazando al conductor con el dedo:

– ¡Abajo, abajo!

El conductor obedece sin más historias. La mujer le pone una multa de trescientos yuanes, o sea, trescientas veces el precio del billete, cuya esquina no ha sido cortada. Cualquier cosa puede dominar a otra, regla que no sólo vale en la naturaleza, sino también entre los hombres.

En un primer momento, el conductor da una explicación, de pie cerca de su autobús. Dice que no conoce a este pasajero, que no hubiera podido revender su billete, y acto seguido el tono sube. Pero los inspectores permanecen inconmovibles y se niegan a hacer la menor concesión, acaso porque el salario del conductor es más elevado que el suyo gracias a la instauración del nuevo sistema de responsabilidades, o bien porque quieren hacer gala del prestigio que les confiere sus brazaletes. El conductor se sale de sus casillas, pero acto seguido pone cara de lástima y les suplica penosamente. Pasa una hora así, sin que el autobús vuelva a arrancar. El infractor y los inspectores han olvidado que los pasajeros encerrados en el autobús se ven condenados a asarse bajo un sol de justicia. La aversión general contra el conductor se transforma de forma paulatina en odio contra los brazaletes rojos. Los viajeros aporrean la ventanilla y gritan sus reprobaciones. La mujer del brazalete rojo comprende entonces que es el blanco de la gente. Se apresura a arrancar la multa que introduce en la mano del conductor. El otro inspector agita un banderín. Su coche llega enseguida, suben a él y desaparecen a lo lejos.

Pero el conductor, acuclillado en el suelo, se niega a levantarse. Asomando la cabeza por las ventanillas del autobús, los pasajeros tratan de consolarle, pero más tarde, al cabo de una media hora, comienzan a perder la paciencia y se ponen a insultarle. Él vuelve a subir entonces de mala gana a su vehículo.

No ha recorrido el autobús más que un corto trecho de camino cuando, al atravesar una aldea, se detiene sin motivo aparente. Las puertas trasera y delantera se abren con estruendo y el conductor salta de su cabina declarando:

– ¡Todo el mundo abajo! Hacemos una parada, hay que repostar.

Luego se aleja. Los pasajeros se quedan en el autobús echando pestes, pero pronto, como nadie se ocupa de ellos, descienden uno tras otro.

Al borde de la carretera, además de un pequeño restaurante, hay una expenduría de tabaco y de alcohol, delante de la cual, bajo un toldo tendido para proteger del sol, se vende té.

El sol está ya declinando, pero, bajo el entoldado, hace aún mucho calor. Me da tiempo de tomarme dos cuencos de té frío, y el autobús aún no ha repostado. El conductor ha desaparecido. Extrañamente, los pasajeros que se habían puesto a la sombra bajo los árboles o bajo el entoldado también se han dispersado.

Entro en el pequeño restaurante en su busca, pero no encuentro más que unas mesas cuadradas y unos bancos vacíos. No comprendo realmente dónde han podido ir. Encuentro por fin al conductor en la cocina. Delante de él hay preparados en la mesa dos grandes platos de verduras salteadas y una botella de aguardiente. Está charlando con el patrón.

Me dirijo a él en tono poco amable:

– ¿Cuándo vuelve a salir el autobús?

Él me responde en el mismo tono:

– Mañana por la mañana, a las seis.

– ¿Y eso por qué?

– ¿No ve usted que he tomado aguardiente?

– No he sido yo quien le ha puesto una multa. No debería usted vengarse con los pasajeros si está cabreado. ¿Es que no lo entiende?

Trato de contenerme.

– Cuando se conduce después de haber tomado alcohol, uno se arriesga a que le caiga una multa, ¿lo entiende o no?

Apesta efectivamente a alcohol y exhibe un semblante de absoluto descaro. Viendo sus dos ojillos bajo su frente que se frunce cuando mastica la comida, me coge tal cabreo que me dan ganas de abrirle la cabeza de un botellazo. Salgo a toda prisa del restaurante.

De vuelta a la carretera, delante del vehículo vacío, tomo conciencia del absurdo de este bajo mundo; de no haber subido a este autobús, me habría evitado todas estas molestias. No habría habido ni conductor, ni pasajeros, ni inspectores, ni multa; y el problema, ahora, es encontrar un lugar donde pasar la noche.

Vuelvo bajo el entoldado donde se sirve té. Encuentro a un pasajero.

– Ese jodido autobús no vuelve a salir.

– Lo sé.

– ¿Dónde piensa pasar usted la noche?

– Yo también ando buscando.

– ¿Adonde se han ido el resto de los pasajeros?

Me dice que son todos del lugar, que saben adonde ir, que no les preocupa en absoluto el tiempo, que llegar un día antes o después no tiene mayor importancia para ellos. Él, en cambio, viene del zoo de Guiyang donde ha llegado un telegrama del distrito de Yinjiang. Les han comunicado que unos montañeses han capturado a una bestia salvaje desconocida. Tiene que llegar antes de la noche a la cabeza de distrito para volver a salir a la mañana siguiente hacia la montaña. Si llega demasiado tarde, mucho se teme que se encuentre a la bestia muerta.

– ¡Déjela que reviente! ¿O acaso corre el riesgo de que le caiga una multa? -le digo.

– No, no lo entiende usted.

Yo le digo que en este mundo no hay modo de entender nada.

El dice que a lo que se refiere es a una bestia desconocida, no al mundo.

Le pregunto si verdaderamente existe una gran diferencia entre este mundo y una bestia desconocida.

Entonces me muestra el telegrama. En él puede leerse efectivamente: «Campesinos de distrito capturado animal desconocido, urge enviar alguien para identificación». Luego me explica que un día su zoo recibió una llamada de teléfono anunciando el descubrimiento de una salamandra gigante de cuarenta a cincuenta libras arrojada a la orilla por un río de montaña y que, una vez que hubieron mandado a alguien, no sólo estaba ya muerta, sino que además los aldeanos se habían repartido su carne; el cadáver ya no podía ser reconstituido y era por supuesto imposible conservarla como ejemplar. Esta vez, tendría que hacer por fuerza autostop para llegar.

Le hago compañía un buen rato. Pasan varios camiones. El enarbola su telegrama, pero nadie le hace el menor caso. Yo no tengo el deber de salvar a ninguna bestia salvaje, ni siquiera al mundo. ¿Para qué quedarse allí, tragando polvo? Me decido a volver para comer en el restaurante.

Pregunto a la camarera si se puede dormir allí. Ella me dirige una mirada cargada de odio, como si le hubiese preguntado si recibía clientes:

– ¿Es que no lo ha visto usted? ¡Esto es un restaurante!

Me juro a mí mismo no volver a subir a este autobús, pero me quedan seguramente cien kilómetros por hacer y, a pie, tengo por lo menos para dos días.

Cuando vuelvo al borde de la carretera, el hombre del zoo ya no está allí; ignoro si ha conseguido que le lleven.

El sol está a punto de ponerse. Bajo el entoldado donde la gente bebe té, los bancos han sido retirados. Más abajo resuenan unos redobles de tambor. Me pregunto de qué se tratará. Vista desde arriba, la aldea no es más que una sucesión de tejados de tejas, y, entre las casas, hay unos patios empedrados. Más lejos se extienden las terrazas, cuyo arroz primerizo ha sido cosechado. Algunas han sido ya aradas como atestigua el lodo negro removido.

Bajo la pendiente en dirección a los redobles de tambor. Un campesino sube de un arrozal, con los pantalones arremangados, las pantorillas negras de barro. Más lejos, un niño lleva a un búfalo tirándolo de una cuerda hacia un estanque en las afueras de la aldea. Al ver el humo que se eleva de los tejados, me invade una sensación de paz.

Me detengo, escucho el tambor. Ya no hay conductor, ni inspectores de brazalete rojo, ni ningún exasperante autobús, ni telegrama exigiendo reconocer con urgencia a una bestia desconocida, la naturaleza recobra sus prerrogativas. Pienso en esos años pasados en el campo, obligado a tomar parte en el trabajo manual. De no haber evolucionado la situación, ¿no estaría yo como ellos, cultivando la tierra? Y también yo, al final del trabajo, con las pantorrillas cubiertas de barro, me sentiría tan cansado que ni siquiera tendría ánimos ya de lavarme, pero no experimentaría una ansiedad semejante. ¿Por qué tanta prisa por ir allí? Nada más natural que este humo que sale de los hogares a la luz del crepúsculo, estos tejados de tejas, estos redobles de tambor, unas veces próximos, otras lejanos.

Los repetidos redobles de tambor parecen salmodiar una leyenda sin palabras. Y sólo quedan los tejados de las casas que se oscurecen a medida que cambian el color del agua y la luz del cielo, las losas de piedra grisáceas confusamente distintas entre los patios de las casas, el barro que ha conservado la tibieza del sol, el aliento exhalado por los hocicos de los búfalos, los fragmentos de conversación que suben de las viviendas, que se dirían discusiones, y también el viento de la tarde, el temblor de las hojas de los árboles por encima de mi cabeza, el olor de la paja y del establo, el chapotear del agua que se agita, el chirrido de una puerta, tal vez, o de la roldana de un pozo, el piar de los gorriones y el arrullo de una pareja de tórtolas en alguna parte en su nido, las llamadas de las voces agudas de las mujeres y de los niños, el olor de la artemisia y el bordoneo de los insectos en vuelo, el barro seco bajo los pies, pero blando por debajo, el deseo latente y la sed de felicidad, las vibraciones que hacen nacer en el corazón los redobles de tambor, las ganas de caminar descalzo y de sentarme en el umbral de una puerta gastado por el paso de los hombres.

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