Murió dos años antes de mi llegada aquí. En aquella época, era el último sacerdote superviviente en el centenar de aldeas de la etnia miao de los contornos, y desde hacía varias décadas no se organizaba ya el gran ceremonial de sacrificio a los antepasados. Él sabía que no tardaría en alcanzar el cielo y que, si había podido vivir hasta edad tan avanzada, se lo debía a los numerosos sacrificios que había realizado; los espíritus no osaban venir a atormentarle por una nimiedad. Temía que una mañana no pudiera ya levantarse y acabar de pasar el invierno.
La víspera de Año Nuevo, aprovechando que sus piernas todavía pueden llevarle, saca de casa la mesa cuadrada y la instala delante de ella, construida en saledizo sobre el río. La orilla silenciosa está desierta. Todos están encerrados en sus casas para la cena de Nochevieja. Ahora las gentes proceden a realizar el sacrificio a los antepasados igual que la cena de Nochevieja: de manera cada vez más sencilla. De generación en generación, los hombres se van volviendo de forma irremediable más flojos.
Pone en la mesa varios cuencos llenos de vino de arroz, queso de soja, pastel de Año Nuevo de arroz glutinoso y tripas de búfalo regaladas por los vecinos. Debajo de la mesa, deposita una gavilla de arroz, y, delante, amontona carbón vegetal. Más relajado, se queda inmóvil un instante para recuperar el aliento. Luego sube las escaleras y vuelve a la entrada para buscar en el hogar un ascua incandescente. Se acuclilla lentamente y se inclina para soplar sobre ella. El humo hace brotar unas lágrimas de sus secos ojos. Unas llamas se elevan súbitamente y tose un momento. No se calma su tos hasta que no se ha tomado un trago de vino ofrecido en sacrificio.
En la margen opuesta, los últimos resplandores del día desaparecen sobre las cumbres montañosas de un verde intenso, el viento de la noche comienza a cantar sobre el agua. Sin aliento, se sienta en el alto banco, frente a la mesa, con los pies puestos sobre la gavilla de arroz. Recobra su calma interior y levanta la cabeza para contemplar la oscura cadena de montañas, sintiendo enfriarse sus lágrimas y la moquita que le pende de la nariz.
En otro tiempo, cuando realizaba un sacrificio a los antepasados, tenían que secundarle veinticuatro personas. Dos mensajeros, dos intendentes, dos portadores de accesorios, dos asistentes, dos portadores de cuchillos, dos escanciadores de vino, dos servidores de platos, dos chicas-dragones, dos heraldos, algunos portadores de arroz, ¡un fasto inmenso! Se sacrificaban un mínimo de tres búfalos y un máximo de nueve.
A modo de compensación, el comanditario del sacrificio debía ofrecerle siete veces arroz glutinoso: la primera vez, siete tinajas para que fuera a la montaña a cortar el árbol-tambor. La segunda vez, ocho tinajas para que transportara los tambores a la cueva. La tercera vez, nueve tinajas por llevarlas a la aldea. La cuarta vez, diez tinajas para atar los tambores entre sí. La quinta vez, once tinajas por matar el búfalo y ofrecerlo en sacrificio a los tambores. La sexta vez, doce tinajas para la danza de los tambores. La séptima vez, trece tinajas para la ofrenda a los tambores. Éstas eran las reglas ancestrales.
Cuando procedió a su último sacrificio, el comanditario envió a veinticinco personas para llevarle el arroz, los platos y el vino. ¡Qué porte! ¡Aquellos buenos tiempos, por desgracia, se acabaron! Ese año, para dominar la agitación del búfalo antes de su sacrificio, plantaron en la plaza un poste decorado de cinco colores. El comanditario se presentó con unas ropas nuevas y tocó los órganos de boca y los tambores. También él llevaba una larga túnica púrpura e iba tocado con un sombrero de terciopelo rojo. En el cuello de su túnica se había puesto una pluma de pájaro rock. Con la mano derecha agitaba unas campanillas, en la mano izquierda sostenía un abanico hecho con una gran hoja de bananero. Ah…
Búfalo, búfalo,
en el agua calma viste la luz,
en la playa arenosa creciste,
con tu madre por el agua andabas,
a los montes a tu padre seguías,
el tambor del sacrificio al saltamontes disputaste,
el bambú del sacrificio a la mantis religiosa disputaste,
sobre Tres Pendientes te has batido,
en Siete Ensenadas has combatido,
al saltamontes venciste,
a la mantis religiosa mataste,
el bambú cortaste,
el grueso tambor cogiste,
con el bambú a tu madre sacrificaste,
con el tambor a tu padre sacrificaste.
Búfalo, búfalo,
llevas cuatro cestas de plata
y cuatro de oro al mismo tiempo,
con tu madre tú vas,
con tu padre tú vas
a la cueva, entras,
la puerta del tambor vas a hollar,
con tu madre los valles vigilas,
con tu padre la puerta de la aldehuela vigilas
para impedir a los malos espíritus que hagan ningún daño,
para impedir a los demonios que entren
en la casa de los antepasados,
para que mil años tú madre esté tranquila,
para que cien generaciones tu padre esté sereno.
En aquel momento un hombre ató una cuerda al morro del búfalo, trabó sus cuernos con una tira hecha de corteza y tiró hacia sí de él. El comanditario hizo delante de él tres genuflexiones y se prosternó nueve veces. Mientras cantaba con voz sobreaguda, el maestro del sacrificio tomó una lanza y persiguió al búfalo para darle muerte. Luego, pasándose por turno la daga, los jóvenes descendientes fueron a pinchar al animal al son de la música y de los tambores. El búfalo corría como loco alrededor del poste perdiendo su sangre. Terminó por desplomarse sin aliento. Entonces, la multitud le cortó la cabeza y se repartió su carne. Su costillar estaba reservado para el maestro del sacrificio. ¡Esos buenos tiempos se han acabado ya!
Ahora, ha perdido todos sus dientes y no puede ya comer más que un poco de gachas. Qué cierto que vivió aquellos buenos tiempos, pero ahora nadie viene ya a servirle. Los jóvenes, apenas tienen un poco de dinero, empiezan a andar con un pitillo en la boca, llevan en la mano un aparato que berrea a los cuatro vientos y lucen unas gafas negras que les hacen asemejarse a verdaderos demonios. ¿Cómo van a pensar en sus antepasados? Él cuanto más canta, más amargado se siente.
Se acuerda de que ha olvidado instalar el pebetero, pero si vuelve a buscarlo en la entrada tendrá que subir de nuevo las escaleras de piedra. Se limita a encender las varillas de incienso con las ascuas incandescentes de carbón vegetal y las planta en la arena, delante de la mesa. En otro tiempo, en el suelo, había que extender una tela negra de seis pies de largo, sobre la cual se depositaba la gavilla de arroz.
Pisotea la gavilla y cierra los ojos. Delante de él aparece una pareja de muchachas-dragones de apenas dieciséis años, las muchachas más bonitas de la aldea, con los ojos tan claros y límpidos como el agua del río. Esto era antes de la crecida, pero ahora, tan pronto como llueve a mares, el río se vuelve turbio y, por si fuera poco, a diez lis a la redonda, es imposible encontrar grandes árboles para los sacrificios. Hacen falta por lo menos doce pares de árboles de especies distintas, pero de la misma altura. Tanto de roble como de madera blanca, de arce como de madera roja; del roble se puede extraer plata y del arce, oro.
¡En marcha! Padre tambor de arce,
¡en marcha! Madre de madera de roble,
sigue a la madera de arce,
sigue a la madera de roble,
allí donde se encuentra el rey del tiempo,
allí donde se encuentran los antepasados,
cuando hayas acompañado al tambor, suelta el cierre,
el maestro del sacrificio saca el cuchillo de su vaina,
saca el cuchillo para cortar la madera,
suelta el cierre para acompañar al tambor,
dongka dongdong weng,
dongkaka dongweng,
kadongba ivengweng,
wengka dongdongka.
Más de una decena de hachas trabajan toda la noche. Han de llevar a cabo su tarea. Las dos muchachas de rasgos delicadísimos y de finísimo talle por fin se lanzan.
Las esposas desean a sus maridos,
los hombres desean a sus mujeres,
en los aposentos van a hacer hijos,
los conciben en secreto,
no debe interrumpirse el linaje,
la descendencia no debe acabar,
si nacen siete hijas serán habilidosas,
si nacen nueve valientes serán buenos mozos.
Las dos muchachas mantienen la mirada fija. Sus pupilas de un negro brillante tienen un aire de ensoñación. Él siente de nuevo un deseo carnal, recupera su energía, se pone a cantar con fuerte voz, el rostro alzado hacia el cielo. El gallo lanza un cocoricó, el dios del Trueno lanza unos rayos, los demonios sin cabeza golpean y saltan sobre la piel de los tambores, como una lluvia de guisantes, ¡ah!, los altos tocados de plata, los pesados pendientes de plata, el calor que se eleva en volutas del brasero lleno de carbón vegetal, él se lava las manos y el rostro, la alegría embarga su corazón, los dioses se sienten dichosos, han desenrollado una escala celestial y el padre y la madre han descendido, los tambores redoblan con entusiasmo, el granero se abre, nueve vasijas y nueve tinajas no son bastantes para guardar el grano molido, el fuego arrecia con violencia, las ascuas están incandescentes, la riqueza está allí, el alma de la Madre ancestral ha venido por fin, es el reino de la abundancia, nueve cubos humeantes de arroz blanco, todos vienen a hacer albóndigas de arroz, los tambores se prepararan. Estos se ponen en marcha, los viejos les siguen. Delante, detrás, por todas partes. El maestro de los tambores cierra la marcha.