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Un enviado del brujo de Tianmenguan, el Paso de la Puerta Celeste, vino a Mujiangping, la Terraza de los Ebanistas, para encargar a un viejo escultor una cabeza de la diosa Tianluo. Dijo que volvería a buscarla personalmente para ofrendarla el día veintisiete del duodécimo mes en el altar de sus antepasados. El enviado ofreció una oca en prenda y prometió que, si el trabajo era realizado en el plazo previsto, entregaría una jarra de aguardiente de arroz y media cabeza de cerdo; con todo lo cual el anciano podría festejar el Año Nuevo. Fue entonces cuando el viejo escultor se sintió presa del terror, dándose cuenta de que tenía los días contados. La diosa Guanyin es dueña y señora de nuestra vida y la diosa Tianluo de nuestra muerte; ésta venía a urgirle para que pusiera fin a su vida.

En los últimos años, al margen de su trabajo de ebanista, había hecho bastantes esculturas, había tallado figuras del dios de la Riqueza, del monje abstinente, del encargado del registro de los vivos y de los muertos, había fabricado también para las compañías teatrales nuo series completas de máscaras, Zhang Kaishan mitad hombres y mitad dioses, Mashuai mitad hombres y mitad dioses, pequeños demonios mitad hombres y mitad diablos, amén de figuras cómicas de Qintong en actitudes gesticulantes. Para gentes venidas de allende la montaña, había tallado también figuras de Guanyin, pero lo cierto es que nadie le había encargado todavía la feroz figura de la diosa Tianluo, la que gobierna la vida de los seres, y resultaba que ahora ella había venido a reclamarle su vida. ¿Cómo podía ser tan atolondrado como para haber aceptado con tanta facilidad? Había sido a causa de su vejez, de su gran codicia. Bastaba con que le tentaran con algún objeto de valor para que esculpiera cualquier cosa. Todo el mundo coincidía en decir que sus esculturas rebosaban de vida. A simple vista, uno podía reconocer al dios de la Riqueza, al Mandarín de las Almas, a un Luohan sonriente, al monje abstinente, al encargado del registro de los vivos y de los muertos, al general Zhang Kaishan, a un Mashuai o a un pequeño demonio, a una Guanyin. Nunca antes había visto ninguna Guanyin, tan sólo sabía que era una madre que favorecía el nacimiento de los hijos. Cuando una mujer llegada de allende las montañas le trajo dos pies de tela roja para encargarle una figurita de Guanyin, ella pasó la noche en su casa. A la mañana siguiente, volvió a partir contentísima, llevándose consigo a la Guanyin que él había creado con sus manos en espacio de una noche. Pero en toda su vida nunca había esculpido a la diosa Tianluo, en primer lugar porque nadie se lo había pedido y, en segundo, porque esta figura feroz no podía ser expuesta más que en el altar de un brujo. No pudo reprimir un estremecimiento. Se le heló la sangre; sabía que la diosa Tianluo le atraía ya hacia ella, esperando arrebatarle la vida.

Trepó sobre una pila de leña para coger un trozo de boj que se estaba secando sobre una viga, una madera de finas nervaduras, imposible de deformarse ni de resquebrajarse. Lo había guardado allí hacía varios años, sin decidirse a emplearlo para un encargo corriente. Una vez subido sobre la pila de leña, al alargar la mano para apoderarse del trozo de madera, se le resbaló un pie y la pila se desmoronó. Estaba muy asustado, pero comprendió lo sucedido. Con el trozo apretado entre sus brazos, fue a sentarse sobre un tocón de arce que le servía de tajo. Para un trabajo normal, desbastaba el material bruto con unos pocos hachazos, sin pensar demasiado, luego lo trabajaba a escoplo y, siguiendo las virutas levantadas por la hoja, sacaba la forma. Era algo rutinario. Pero nunca había tallado ninguna diosa Tianluo y se quedó allí sentado, como estupefacto, con su trozo de madera entre los brazos. Al sentir que le entraba frío, dejó la madera en el suelo. Volvió dentro de la casa, donde se sentó sobre un madero renegrido por el humo del hogar y reluciente a base de haber sido pulido por todas las posaderas que se habían sentado en él. Su final estaba próximo. Era consciente de que no acabaría el año. Le encargaban esta estatuilla para el veintisiete del duodécimo mes, justo antes de la ofrenda al genio del hogar, sin esperar siquiera al decimoquinto día del primer mes, la Fiesta de las Linternas. No le dejarían pasar en modo alguno el Año Nuevo en paz.

Había cometido muchos crímenes, dice ella.

¿Eso es lo que dijo la diosa Tianluo?

Sí, dice ella, no era un buen anciano, no fue capaz de contentarse con su suerte.

¿Sedujo a la joven que vino a pedirle un hijo?

Era esa joven la que era despreciable, pues consintió en todo.

¿Acaso eso no es pecado?

No necesariamente.

Pues bien, sus pecados son…

Que abusó de una muchacha muda.

¿En su casa?

No, eso no se habría atrevido a hacerlo, era un día en que estaba fuera. Los artesanos como él que trabajan lejos de sus casas permanecen mucho tiempo solos. Tienen un poco de dinero y mucha gramática parda. Encontrar mujeres para acostarse con ellas no es difícil. Algunas lo hacen por afán de lucro. Pero él no hubiera debido engañar a una muda. La deshonró, se divirtió con ella y luego la dejó tirada.

Cuando la diosa Tianluo vino a arrebatarle la vida, ¿él pensó que era por esa muda?

Seguramente debió de pensar en ello, pues ella se le apareció sin que él pudiera borrarla de su mente.

Así pues, ¿era una venganza?

Sí. ¡Es la venganza que esperan todas las muchachas que han sufrido alguna humillación! ¡De vivir ella aún, de poder volver a encontrarle, le sacaría los ojos, le cubriría de insultos de lo más hirientes, pediría a los demonios que se lo llevaran hasta el decimoctavo círculo de los infiernos, le infligiría las peores torturas! Pero esta muchacha era muda, no tenía modo alguno de hacerse comprender y, al quedar embarazada, la echaron de su casa, y ella se puso a andar por esos mundos de Dios, prostituyéndose y mendigando. Se convirtió en una masa de carne corrompida y repugnante. Al principio, no dejaba de tener su encanto y habría podido perfectamente casarse con un honesto campesino y llevar una vida conyugal normal y corriente. Habría tenido un hogar para protegerse y traer hijos al mundo, y, a su muerte, habría tenido incluso un ataúd.

Él no pensó en todo eso, no pensó más que en sí mismo.

Pero los ojos de esa muchacha no dejan de mirarle fijamente.

Los ojos de la diosa Tianluo.

Los ojos de esa muchacha muda.

¿Sus ojos llenos de terror cuando él la poseyó?

¡Sus ojos llenos de sed de venganza!

Sus ojos suplicantes.

Ella no podía suplicar, se tiraba de los pelos llorando.

Ella la miraba, despavorido,

no, ella gritaba…

Pero nadie comprendía el sentido de sus gritos confusos y todo el mundo se reía. Y él también se reía en medio de la multitud.

¡Increíble!

¡Sí! En esa época, no conocía aún el miedo y estaba satisfecho de sí mismo. Pensaba que nadie podría descubrirle.

¡El destino acabaría vengándose de él!

Por eso la diosa Tianlou se presentó mientras él atizaba las brasas, apareció entre las llamas y el humo. Él cerró con fuerza los ojos y se le saltaron las lágrimas.

¡No le muestres bajo su mejor aspecto!

Todo el mundo llora cuando tiene los ojos llenos de humo. Él se sonó la nariz con sus dedos ásperos cual astillas de madera seca, se fue al patio renqueando mientras arrastraba sus chinelas, cogió entre sus brazos el trozo de boj, y, acurrucado cerca del tocón de arce, estuvo esculpiendo con el hacha hasta la noche. Luego regresó a su casa, con el trozo de madera entre los brazos. Sentado al amor del fuego, se lo metió entre las piernas y lo acarició con sus callosas manos. Sabía que era la última figurita que tallaba en su vida y temía no tener tiempo suficiente para terminarla. Quería conseguirlo antes de que despuntara el día, pues sabía que en ese instante desaparecería la imagen que conservaba en él, en la punta de sus dedos, la silueta de la muchacha, su boca, su labio superior que apretaba con fuerza cuando meneaba la cabeza, el lóbulo de sus orejas tan tierno pero particularmente carnoso, por el que tendría que pasar unos grandes aretes; su piel tensa pero flexible al mismo tiempo, su rostro terso y delicado y, por último, su nariz y su barbilla prominentes, pero sin salientes aristas. Su mano se introdujo dentro del cuello alto de su traje…

Por la mañana, los aldeanos que se dirigían a la feria de Luofengpo a hacer sus compras de Año Nuevo le llamaron, pero él no respondió. La puerta estaba abierta de par en par y flotaba un olor a quemado. Las gentes entraron y le descubrieron, desplomado dentro del hogar. Estaba ya muerto. Algunos dijeron que si había sido víctima de un ataque, otros que si había muerto abrasado. A sus pies yacía una figurita de la diosa Tianluo casi acabada, tocada con una corona de espinas. En el borde de su tocado había abiertos cuatro agujeritos. De cada uno de ellos asomaba una tortuga negra, con la cabeza estirada, como una bestia salvaje al acecho, agazapada en su madriguera. Los párpados de la escultura estaban caídos, como si estuviera en un estado de duermevela. La fina arista de su nariz unía dos cejas arqueadas que daban la impresión de estar ligeramente fruncidas, y tenía sus labios, pequeños y delgados, fuertemente apretados, como mostrando desprecio hacia la vida, pero sus pupilas negras, apenas perceptibles, desprendían un brillo glacial. Sus cejas, sus ojos, su nariz, su boca, su rostro, su barbilla, su cuello fino y largo, todo reflejaba la delicadeza de una muchacha; tan sólo los lóbulos de sus orejas, carnosos y firmes, de los que pendían unos aretes de cobre en forma de hierros de lanza dejaban apuntar cierta seducción. Su cuello, en cambio, estaba estrangulado por el cuello de su traje que subía muy alto. Y he aquí cómo esta diosa Tianluo fue ofrendada en el altar del hechicero de Tianmenguan, el Paso de la Puerta Celeste.

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