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Avanzas por el barro, mientras cae la llovizna, el camino está tranquilo y silencioso, salvo por el ruido de succión de tus pasos sobre la tierra mojada. Le aconsejas que camine por allí por donde el suelo está más duro, cuando oyes un batacazo. Te vuelves y la ves tendida en el barro, con un brazo apoyado en el suelo, el rostro descompuesto. Te apresuras a ayudarla, pero ella patina una vez más y se ensucia con su manchada mano. Le aconsejas que se quite de una vez por todas los zapatos de tacón alto, ella se echa a llorar lastimeramente y se sienta de lleno en el barro. Tú le dices que no pasa nada porque esté sucia, que no es nada grave, que hay que encontrar una casa para lavarse, pero ella se niega a seguir.

Típico de las mujeres, dices tú. Quieren subir a la montaña, pero sin pasarlo mal.

Ella dice que no hubiera tenido que seguirte nunca por este condenado sendero.

Tú le dices que en la montaña no sólo hay bellos paisajes, sino que también está la lluvia y el viento. Ya que ha llegado hasta aquí, no tiene por qué lamentarse de nada.

Ella dice que la has engañado, que no se ve nunca a nadie por el camino que lleva a esa condenada Montaña del Alma.

Tú dices que si son seres humanos lo que ella quiere ver y no montañas, que ya ve bastantes en las calles, en la ciudad. Para ello no tiene más que ir a pasearse por un supermercado, en la sección de repostería o de cosmética, allí donde las mujeres encuentran su felicidad.

Entonces ella rompe a sollozar cubriéndose el rostro con sus sucias manos, como un niño que se pone muy triste. Tú te apiadas de ella, la obligas a levantarse y la sostienes para avanzar.

Dices que, de todos modos, no conviene quedarse allí bajo la lluvia, que más lejos tal vez haya una casa, que en esa casa seguro que hay un fuego, que si hay un fuego habrá calor, que no se sentirá ya tan perdida, que encontrará un poco de alivio.

Tú, por supuesto, sabes que detrás de esos muros deteriorados, los hogares estarán sin duda en ruinas y que las ollas estarán herrumbradas desde hace mucho tiempo. En este cerrillo invadido por los hierbajos, detrás de las tumbas donde hay prendidos unos banderines de papel descolorido, nadie podrá oír los lamentos del fantasma de una mujer. ¡Cómo te gustaría, en este concreto instante, encontrar una casa en la montaña para poderte poner unas ropas secas y limpias, sentarte en un sillón de mimbre delante del fuego, con una taza de té caliente en la mano, frente a la lluvia que cae del alero, y contarle a ella una historia para niños que no tuviera ninguna relación con el mundo de los humanos! Ella sería la niña buena de un montañés solitario y se acurrucaría contra ti, sentada en tus rodillas.

Dirías que el genio del fuego es un chiquillo rojo totalmente desnudo al que le encanta gastar bromas. Aparece siempre en los bosques recién talados. Remueve intencionadamente la espesa capa de hojas secas y, a culo pajarero, trepa y salta entre las ramas.

Ella en cambio te cuenta su primer amor, una inclinación hacia el amor más bien, un amor de muchacha candorosa. Dice que en esa época él acababa de regresar de una granja de reeducación por el trabajo. No había cambiado, muy cetrino, muy flaco, como en otro tiempo, con las mejillas surcadas de profundas arrugas. Su corazón se seguía sintiendo inclinado hacia él. Ella le escuchaba con pasión contar los padecimientos que había sufrido.

Tú dices que ésa es una historia muy antigua, que la conoces por tu bisabuelo. El decía que vio, con sus propios ojos, al niño rojo salir de debajo del árbol que había cortado el año antes, y dirigirse hacia una camelia. Sacudió la cabeza, convencido de que sus viejos ojos estaban deslumhrados. Había ido a la montaña para cortar un tronco de acerolo, encargo de un constructor de barcos de Xiangshui. El acerolo es ligero, y constituye un buen material para las embarcaciones.

Dice que ella no tenía a la sazón más que dieciséis años y él contaba ya cuarenta y siete o cuarenta y ocho. Habría podido ser su padre. Era, por otra parte, un antiguo compañero de universidad de su padre, un viejo amigo suyo. Tras su rehabilitación, a su vuelta a la ciudad, no conocía ya a nadie. Venía siempre a su casa a contarle a su padre, mientras tomaban aguardiente, su vida de «derechista» en el campamento de reeducación. Ella escuchaba y escuchaba, con los ojos húmedos. Él no había recobrado totalmente su vitalidad, estaba flaco, muy distinto del aspecto que tenía luego cuando encontró un trabajo de ingeniero en jefe. Llevaba entonces un traje a la occidental, con una camisa de cuello blanco bien planchado, muy abierto, que le confería una gran elegancia. Pero por aquella época ella estaba como emborrachada de él y le amaba. Quería llorar por él, no pensaba más que en reconfortarle para que pasara de manera feliz lo que le quedara de vida. Únicamente deseaba que él aceptase su amor de muchacha, es cierto, dice ella, que no le importaba otra cosa.

Tú dices que en aquel tiempo tu bisabuelo bajaba de la montaña, cargado con un tronco de acerolo, cuando vio al genio del fuego trepar sobre una camelia. No aminoró la marcha y, sin atreverse a mirar demasiado, regresó a su casa a depositar su cargamento. Antes incluso de entrar, exclamó: «¡Qué desgracia!». Por aquel entonces tu abuelo, que aún vivía, le preguntó: «¿Qué pasa, papá?». Tu bisabuelo explicó que había visto al genio del fuego, Zhurong, ¡y que se habían acabado, por tanto, los buenos tiempos!

Pero ella dice que él, el amigo de su padre, no sabía nada, que era un imbécil. No se lo dijo hasta mucho más tarde, cuando ella estaba en la universidad. Él le dijo que tenía mujer e hijo. Cuando se marchó al campamento, su mujer le esperó veinte años, su hijo era mayor que ella. Además, el padre de ella era uno de sus viejos amigos, ¿cómo podría hacerle una cosa así? ¡Qué cagado! ¡Qué cagado! Ella dice que en aquella época le insultó llorando. Dice que incluso ese encuentro fue ella quien lo propició. Él se despidió de su padre y ella puso como excusa que quería ir a ver a una amiga que había vivido en el mismo inmueble que ella en otro tiempo para salir juntos. Normalmente, le llamaba Tío Cai. Ella le dijo: «Tío Cai, tengo algo que decirte». «Entendido, vamos, charlaremos mientras caminamos.» No, ella no podía hablar así, en plena calle. Tras pensárselo un poco, él quedó con ella en un restaurante cerca de la entrada de un parque.

Tú dices que a continuación se sucedieron las catástrofes. En aquel entonces eras aún chico, no podías llevar un fusil, ni cazar con ellos. No podías sino seguirles, azada al hombro, para desenterrar brotes de bambú. Tu bisabuelo estaba ya giboso; y, en la nuca, le había salido una gruesa protuberancia carnosa, debido a todos los árboles que había transportado. Tu padre te dijo que en su juventud era un cazador sin igual; sin embargo, cayó muerto dos días después de haber visto al niño rojo. La bala le perforó el occipucio, volviéndole a salir por el ojo izquierdo. Bañado en un mar de sangre, consiguió alcanzar el umbral de su casa donde entregó su alma, manchando a su paso las raíces del viejo alcanforero del patio. Tu bisabuela no lo descubrió hasta el amanecer, al levantarse para preparar la comida para los cerdos. Ella no oyó ningún grito durante la noche.

Ella dice que en la mesa no habló más que de su escuela, de cosas que no le importaban. Tras la comida, le propuso ir a dar una vuelta por el parque y, una vez a la sombra de los árboles, se comportó como lo hacen todos los hombres. Achispado por el alcohol, quiso besarla, pero ella lo rechazó. Le dijo que lo seguiría llamando Tío Cai, que sólo quería que supiera cuánto lo había querido, y lo mal que le sabría entregarse a alguien que no la amara. Ella perdió la cabeza por un instante, ese hombre se divirtió con ella, sí, eso es, empleaba la palabra divertirse, ella cedió a un impulso. Al oírle hablar así, él quiso cogerla entre sus brazos, pero ella se escabulló.

Tú dices que en ese instante no había amanecido aún del todo. Tu abuela primero tropezó con él y luego se puso a pegar gritos, perdiendo acto seguido el conocimiento. En aquella época, ella estaba en estado de tu padre. Fue tu abuelo quien arrastró el cuerpo dentro de casa. Él dijo que tu bisabuelo había caído en una emboscada, que había sido alcanzado por la espalda, por un cartucho lleno de limaduras de hierro para la caza del jabalí. Tu abuelo dijo también que, poco tiempo después de su muerte, el fuego prendió en la montaña y que el incendio arrasó el bosque por espacio de diez días seguidos. Imposible extinguir semejantes llamas. Su luz iluminaba el cielo, transformando el monte Huri en un verdadero volcán. Tu abuelo dijo que tu bisabuelo fue abatido en el momento en que se declaró el incendio. Más tarde, afirmó sin embargo que la muerte de tu bisabuelo no tenía ninguna relación con el niño rojo, que había caído en la emboscada de un enemigo personal. Hasta su muerte, tu abuelo quiso dar con el asesino de su padre, pero cuando tu padre te contó esta historia se limitó a dejar escapar un suspiro sin decir nada más.

Ella dice que él también le declaró que la amaba, pero ella le dijo: «¡Eso no es cierto!». Afirmaba haber pensado realmente en ella, pero era demasiado tarde. Él preguntó por qué. ¡Vaya una pregunta! El preguntó por qué no iba a poder besarla ni una sola vez. Ella dijo que podía acostarse con cualquier hombre, excepto con él. «¡Largo! -exclamó ella-, nunca podrás comprenderlo.» Ella le odiaba, no quería verle más. Le rechazó con todas sus fuerzas.

Tú dices que no es cierto que sea enfermera, que no ha hecho más que contarte mentiras a lo largo de todo el camino, que no se refería a ninguna amiga, sino que hablaba de sí misma, de su propia experiencia. Ella te replica que tampoco tú hablas de tus propios bisabuelos, abuelo, padre y de ti mismo, que inventas historias para infundirle miedo. Le dices que la avisaste de que se trataba de un cuento para niños, pero ella responde que no es una niña, que ya no se dedica a escuchar este tipo de cuentos, que lo único que desea es vivir realmente, que no cree ya en el amor, que está ya cansada, que los hombres son todos unos lúbricos. «¿Y las mujeres?», preguntas. Son también viles, dice ella, ya lo ha visto todo, no tiene ya ilusión por la vida, no quiere sufrir tanto, no aspira más que a un simple instante de felicidad. Te pregunta si la deseas aún.

¿Aquí, sobre esta tierra empapada?

Es más excitante, ¿o no?

Tú dices que es un ser verdaderamente abyecto. ¿No es eso precisamente lo que les gusta a los hombres?, pregunta ella. Es simple, fácil, y además es excitante, y cuando se acabó, se acabó. ¿Con cuántos hombres te has acostado?, le preguntas. Más de cien, por lo menos. No la crees.

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