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Ella rompe a reír, tú le preguntas por qué. Ella dice que está contenta, pero sabe perfectamente que, en el fondo, no lo está; sólo lo aparenta, no quiere que la gente sepa que está triste. Dice que iba un día por la calle cuando vio a un hombre correr detrás de un tranvía que arrancaba. Él avanzaba de puntillas y daba saltitos gritando con todas sus fuerzas, pues uno de sus zapatos se le había quedado atrapado en la puerta al bajar. Era con toda seguridad un provinciano venido del campo. Cuando ella era pequeña, sus profesores le enseñaban a no burlarse de los campesinos, y, una vez adulta, su madre le rogaba que no se riera tontamente delante de los hombres; pero ella, en aquel momento, no pudo dejar de echarse a reír. Cuando se reía de esa manera, los hombres la miraban. Más tarde, se dio cuenta de que riendo así, les atraía realmente. Los hombres animados de malas intenciones creían que se hacía la coqueta. Los hombres siempre tienen una forma de mirar distinta con las mujeres, no debes llamarte a engaño.

Ella dice que la primera vez que se entregó a un hombre que no amaba, él no sabía que ella era virgen; le preguntó por qué lloraba, cuando la poseyó, echado encima de ella. Ella dijo que no era porque él le hiciese daño, sino porque sentía compasión de sí misma. Él secó sus lágrimas, unas lágrimas que no eran, sin embargo, por él. Ella apartó su mano, abotonándose las ropas y arreglándose el pelo ella sola, no quería que él la ayudase. Cuanto más la ayudase él, peor andarían las cosas. Gozó de ella aprovechándose de una debilidad pasajera que había tenido.

No puede decir que él la forzara, la invitó a su casa a almorzar. Ella fue y se tomó una copa de aguardiente. Parecía feliz, pero aquello no era verdadera alegría y se rió de la misma manera que lo hace hoy.

Dice que no fue del todo culpa de él, que en aquel entonces ella quiso simplemente ver qué pasaba. Se bebió entero el medio vaso de aguardiente que él le sirvió. La cabeza le daba un poco de vueltas, no sabía que ese aguardiente fuese tan fuerte, sentía que su rostro se ruborizaba y comenzó a reírse tontamente. Entonces él la besó, tumbada sobre la cama, es cierto, ella no se resistió cuando él le levantó la falda, es consciente de ello.

Era su profesor, y ella su alumna, no hubiera tenido que pasar eso entre ellos. Ella oía fuera de la habitación, en el pasillo, un ruido de pasos que subían y bajaban, de gente que no paraba de hablar, la gente siempre tiene tantas cosas sin interés que decir. Era mediodía, los que habían terminado de comer en el comedor regresaban a sus habitaciones, ella les oía perfectamente. Lo que había hecho allí le parecía deshonesto, sentía una terrible vergüenza; una bestia, eres una bestia, se decía.

A continuación, abrió la puerta de la habitación y salió, sacando pecho, con la cabeza bien alta y, cuando llegó arriba de la escalera, alguien gritó de repente su nombre, dice que en ese instante enrojeció, como si se le hubiese levantado la falda sin llevar nada debajo. Por suerte, el descansillo de la escalera estaba muy oscuro. Era en realidad una de sus compañeras de clase que quería que ella la acompañase a ver al profesor para hablar del programa de las asignaturas opcionales del semestre siguiente. Ella puso como excusa que tenía que ir al cine, que llevaba retraso y se fue a todo correr. Pero nunca olvidó esa llamada, dice que su corazón estuvo a punto de salírsele del pecho: incluso cuando el hombre la poseyó, su corazón no había latido tan fuerte. Ahora ella ha podido ver cumplida su venganza, se ha vengado, vengado por todas las preocupaciones y espantos de estos últimos años, se ha vengado de sí misma. Dice que, aquel día, en el campo de deporte el sol era particularmente cegador, un ruido estridente le penetraba a uno el corazón, como una hoja de afeitar que se pasa sobre un cristal.

Tú le preguntas quién es ella, a fin de cuentas.

Dice que es ella misma, luego se echa a reír de nuevo.

Tú te quedas perplejo.

Ella entonces te tranquiliza, diciendo que no hacía más que contarte una historia, una historia que le contó una amiga. Era una estudiante del Instituto de Medicina que vino de prácticas a su hospital. Se convirtió en una de sus amigas más íntimas.

Tú no la crees.

¿Por qué sólo tú puedes contar historias, y que cuando ella las cuenta la cosa no va a funcionar?

Tú le dices que continúe.

Ella dice que ha terminado.

Tú dices que su historia ha empezado de manera demasiado abrupta.

Ella dice que no sabe envolver las cosas de misterio como tú y que, además, tú has contado ya muchas historias mientras que ella justo acaba de empezar.

Pues bien, continúa, dices tú.

Ella dice que ya no está en disposición de hacerlo, que ya no tiene ganas de contar nada.

Era una zorra, dices tras haber reflexionado un poco.

No sólo los hombres sienten deseo.

Por supuesto, también las mujeres, dices tú.

¿Por qué les están permitidas a los hombres muchas cosas que las mujeres tienen prohibidas, siendo todos como son seres humanos?

Tú dices que no ha sido tu intención condenar a las mujeres, que lo único que has dicho es que ella era una zorra.

Eso no tiene nada de malo.

Tú dices que no lo discutes, que lo único que haces es contar.

En tal caso, has terminado.

¿Qué más tienes que contar?

Si quieres hablar de esa zorra, pues bien, habla de ella, dice.

Tú dices que el marido de esa zorra murió antes incluso de que hubieran pasado los primeros siete días…

¿Qué es eso de los primeros siete días?

En otro tiempo, cuando un hombre moría, era preciso velar su alma cuarenta y nueve días en siete períodos de siete días cada uno.

¿Siete es una cifra aciaga?

Siete es un día fausto para los espíritus.

No me mientes a los espíritus.

Pues bien, hablemos de esa persona antes de su muerte, las tiras de tela blanca cosidas en el empeine de sus zapatos no han sido aún quitadas, se parece a la prostituta de La Casa de la Alegre Primavera del pueblo de Wuyi, apostada inmóvil en la entrada, en jarras, con una pierna descansando indolentemente en la punta del pie. Cuando veía llegar a un hombre, se hacía la coqueta, le miraba como quien no quiere la cosa, con el fin de atraerle.

Ella dice que tú insultas a las mujeres.

No, dices tú, las mujeres tampoco soportaban el verla y se apartaban de ella a toda prisa. Sólo la cuarta cuñada Sun, esa arpía, se le plantó delante y le escupió a la cara.

Pero cuando los hombres pasaban, ¿no se la comían todos con los ojos?

Imposible no hacerlo, se volvían todos, hasta el mismísimo jorobado que tenía cincuenta años cumplidos la miraba volviendo la cabeza a un lado. No te rías.

¿Quién se ríe?

Y cuentas también que la mujer del viejo Lu, su vecina, apenas terminaba de cenar, se sentaba en el umbral de la puerta para remendar las suelas de los zapatos. Ella lo vio todo y exclamó: «Eh, tú, Jorobado, ¡has pisado una mierda de perro!». El Jorobado se sintió terriblemente avergonzado. En pleno verano, cuando todos los habitantes de la aldea estaban cenando en la calle, la veían llevar con la palanca su par de cubos vacíos y pasar por delante de las casas contoneando su nalgatorio. La madre del Peludo pellizcó a su marido con los palillos, lo cual le hizo ganarse luego una buena tunda. El dolor la tuvo gimiendo toda la noche. Las mujeres casadas de la aldea no deseaban más que una cosa: darle unos buenos guantazos a esa depravada. Era inevitable que la madre del Peludo la desnudase, la agarrase por los pelos y le metiese la jeta dentro de un cubo de mierda.

Es verdaderamente repugnante, dice ella.

Pero así fue como sucedieron las cosas, dices tú. En primer lugar, fue sorprendida por la mujer de su vecino, el viejo Lu. El viejo Zhu, que no había encontrado esposa, se metía siempre en el huertecillo donde ella cultivaba las calabazas, so pretexto de ayudarla a esparcir el estiércol de excremento humano, cuando lo que en realidad hacía era esparcirse él. De no haber llegado todo esto a oídos de la mujer de Sun Cuarto, las cosas no habrían tomado un cariz tan dramático. Una madrugada, Sun dijo que se iba a la montaña a cortar madera, pero en realidad lo que hizo fue dar un rodeo, palanca al hombro, por las calles de la aldea y saltó la tapia del patio de esa puta. Antes de salir de nuevo, la mujer de Sun, que estaba sobre aviso, fue a llamar a la puerta con su palanca. Ella abrió como si nada pasara, mientras se abrochaba la chaqueta. ¿Cómo hubiera podido la mujer de Sun pasar por alto una afrenta semejante? En menos de lo que cuesta decirlo, se lanzó dentro y las dos mujeres llegaron a las manos en medio de gritos y lloros. Acudió todo el mundo. Las mujeres, por supuesto, estaban de parte de la mujer de Sun, pero los hombres se dedicaron a mirar cómo se peleaban sin decir esta boca es mía. Ella acabó con las ropas hechas jirones y la cara llena de arañazos. A continuación, la mujer de Sun confesó que había tratado realmente de desfigurarla. Se tapaba el rostro con ambas manos, llorando quedamente, mientras se retorcía como un gusano. Era algo degradante, pero, después de todo, son historias de mujeres. El Sexto Tío y el jefe de la aldea se mantuvieron a cierta distancia, limitándose a carraspear secamente. Este episodio no hizo sino atizar la cólera de las mujeres que decidieron darle un escarmiento. Tras ponerse de acuerdo, varias de ellas, las que tenían los brazos más robustos y las piernas más fuertes, se apostaron en el sendero de montaña por el que ella pasaba para ir cortar leña y la dejaron como Dios la trajo al mundo. Luego la maniataron y la transportaron con la ayuda de una barra. Ella sólo podía pedir socorro. Pero, por más que hubieran acudido sus amantes a sus gritos, éstos no se habrían atrevido a dar la cara por ella viendo la feroz expresión de sus esposas, que estaban dispuestas a desollarla. La transportaron al Barranco de las Flores de Melocotonero. En otro tiempo, este barranco habitado por unas mujeres de mala vida, era la aldea de los leprosos. La dejaron allí tirada, junto con la barra que había servido para transportarla, en el único camino de salida del barranco, y acto seguido la pisotearon y cubrieron de escupitajos mientras la maldecían. Y por último, regresaron a la aldea.

¿Y qué pasó después?

Después, llovió y llovió varios días y noches seguidos. Un buen día, a eso de mediodía, alguien la vio regresar a la aldea, con los pantalones hechos jirones, el torso desnudo envuelto en una vestimenta hecha de paja para protegerse de la lluvia, y los labios de una palidez cadavérica. Los niños que estaban jugando bajo los tejadillos salieron pitando y las puertas de entrada de las casas se cerraban a su paso rápidamente. Unos pocos días después, ella volvió a salir de su casa, una vez recuperada. Tenía un aire más coqueto aún si cabe, los labios de un rojo deslumbrante, las mejillas de color melocotón: era la viva imagen de una zorra. Pero ya no se atrevía a pavonearse por la aldea. Iba a la orilla del río a por agua o bien a lavar su ropa blanca antes del amanecer o a la caída de la noche. Caminaba pegada a las paredes, cabizbaja. Si los niños la veían, le gritaban de lejos: «¡Leprosa, leprosa, tu nariz se pudrirá y luego también tu cara!». Y acto seguido echaban a correr. Poco a poco los aldeanos la fueron olvidando, ocupados como estaban en cortar el arroz y en trillar el grano. Luego llegó el tiempo de la labranza, del trasplante del arroz, de la recogida del arroz primerizo, del trasplante del arroz tardío. De repente cayeron en la cuenta de que los campos de la mujer estaban sin arar y que hacía mucho tiempo que no la veían. Entonces se decidió enviar a alguien a su casa. Tras largas dudas, se designó a su vecina, la mujer del viejo Lu, para ir a ver qué pasaba. A su vuelta, ésta declaró: «Esta zorra ha sido por fin castigada. Tiene la cara cubierta de pústulas, ¡no es de extrañar que no salga ya de su casa!». Las mujeres dejaron escapar un suspiro de alivio, no tenían ya que inquietarse por sus hombres.

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