Tú te recuperas y cuentas cómo la multitud se pone a aplaudir, el atolondrado echa enseguida mano al gallo y le corta el pescuezo. Sus alas siguen batiendo. La sangre caliente es mezclada con vino en los cuencos. Exclama: «¡Los que no beban que se vayan a dar por saco!». «¡Sólo los que se vayan a dar por saco no beberán!» Los hombres se arremangan, lanzan un escupitajo al suelo y prestan juramento poniendo al cielo por testigo. Con los ojos enrojecidos, se dan la vuelta para coger sus instrumentos. Los unos afilan sus cuchillos, los otros bruñen sus armas. Los viejos padres de cada familia enarbolan linternas y se van a abrir una fosa al lado de la tumba de sus mayores. Las mujeres se quedan en casa y, con la ayuda de las tijeras que les sirvieron para arreglarse el pelo el día de su boda y para cortar el cordón umbilical de sus hijos el día en que nacieron, recortan unos banderines de papel que son puestos sobre las tumbas. A la aurora, cuando hacen aparición las brumas matinales, el anciano renqueante llama con grandes redobles de tambor. Las mujeres salen de las casas enjugándose las lágrimas y acechan la entrada de la aldea, mirando a los hombres golpear los gongs, cuchillo en mano y fusil al hombro. Lanzan grandes gritos mientras descienden la montaña, por los antepasados, por el clan, por la tierra y los bosques, por sus descendientes, se matan entre sí a golpes de fusil, luego, discretamente, traen de vuelta los cadáveres. A continuación, las mujeres se ponen a lanzar gritos con el fin de invocar a cielo y tierra. Luego se vuelve a hacer la calma. Se suceden las labores del campo, las siembras, los trasplantes, las recolecciones y la trilla del cereal. Pasa la primavera y llega el otoño, los inviernos suceden a los inviernos, cuando las tumbas están invadidas por los hierbajos, las viudas han raptado a los jóvenes, los huérfanos han crecido y se han hecho adultos, la tragedia ha sido ya olvidada, y únicamente la gloria de los antepasados permanece en la memoria. Hasta que, la noche de la cena de Nochevieja, antes del sacrificio a los antepasados, los viejos se ponen a contar las viejas peleas de familia, los jóvenes empiezan a beber, su sangre caliente hierve de nuevo en sus venas… La lluvia cae sin cesar, durante toda la noche, las llamas decrecen hasta adquirir la apariencia de unos guisantes de olor cuyas flores brillasen con un botón morado en su centro. El botón se desarrolla, pero cuanto más disminuye la flor, más se intensifica su color, pasando del amarillo claro al rojo anaranjado. De repente la luz se refugia en la mecha de la lámpara, la oscuridad se torna más densa, como si fuera cera de vela que se endureciese, haciendo desaparecer la trémula luz del fuego. Tú te separas del cuerpo ardiente de mujer dormido contra ti y escuchas crepitar la lluvia sobre las hojas de los árboles. El viento aúlla tristemente en el pequeño valle a través de las ramas de los pinos. El tejado del que pende la lámpara de aceite comienza a dejar filtrarse la lluvia que cae sobre tu mismo rostro. Te acurrucas en la cabaña hecha de secas cañas que sirve para vigilar la montaña. Sientes un olor a moho, pero también el grato olor de las hierbas secas.