Apoyado en el borde de la cama, contemplé su cuerpo blanco, apaciblemente tendido, totalmente descubierto.
– ¿No me amas?
No respondí, no podía responder.
Ella se levantó a continuación y se apoyó en la ventana. Su silueta y su rostro inclinado me destrozaron el corazón.
– ¿Por qué no me posees?
La angustia asomaba en su voz, seguía torturándose.
¿Qué más podía decir yo?
– Tú has tenido muchas experiencias, por supuesto.
– ¡No! -Me incorporé, movido por un impulso inútil.
– ¡No te me acerques!
Me paró con furor y se vistió.
Subía de la calle ya un ruido confuso de pasos y de voces de los transeúntes, sin duda los campesinos que se dirigían al mercado.
– No voy a intentar retenerte -dijo ella arreglándose el pelo, frente a su espejo.
Yo tenía ganas de decirle que temía que la pegasen, que más tarde no fuese feliz, que si por un supuesto quedaba embarazada, sabía lo que pensaría la gente, en una pequeña localidad como aquélla, de una mujer no casada que abortase, quería decirle:
– Yo…
– No digas nada. Escúchame. Sé lo que te preocupa, muy pronto encontraré a un hombre con el que casarme, no te guardaré rencor.
Dejó escapar un profundo suspiro.
– Pienso que…
– ¡No! No te molestes, es demasiado tarde.
– He de partir hoy mismo -dije.
– Sé que no parto contigo, pero eres alguien bueno.
¿Era eso necesario?
– El cuerpo de las mujeres no es lo más importante para ti.
Tenía ganas de decirle que eso no era cierto.
– ¡No! No digas nada.
En ese momento hubiera tenido que hablar pero no lo hice.
Ella se arregló con esmero, vertió agua para que yo me lavara y se sentó en una silla esperando que yo hubiera terminado. Era ya pleno día ahora.
Volví a mi habitación para arreglar mis cosas. Al cabo de un rato, entró ella. Yo sabía que estaba detrás de mí, pero no me volví hasta después de haber terminado de llenar mi mochila.
Antes de salir, la estreché entre mis brazos, ella apartó su rostro y cerró los ojos. Me hubiera gustado besarla una vez más, pero ella se liberó.
Para llegar hasta la estación, había un buen trecho. Por la mañana había un desfile incesante de transeúntes que circulaban en el mayor de los desórdenes. Ella se mantenía a distancia de mí y andaba muy deprisa, como si no nos conociéramos. Me acompañó hasta la estación de autobuses. Allí encontró a varias personas conocidas. Las saludó y habló con cada una de ellas. Tenía un aspecto de lo más natural y relajado. Tan sólo evitaba mirarme, y yo no me atrevía a cruzar una mirada con ella. Yo oía que me presentaba, decía que era escritor, que había venido a recopilar canciones populares. Justo en el momento en que el autobús se ponía en marcha, volví a ver su mirada. No pude soportar su claridad, no pude soportar la pureza de su deseo.