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– ¡Porque la noche de bodas su marido descubrió que no era virgen! Las gentes de aquí son muy patanes, muy zafios, no como en la ciudad.

– ¿Ha estado usted enamorada alguna vez?

No sentí ninguna incomodidad en hacerle la pregunta.

– Hubo un compañero de clase. Yo estaba muy bien con él y, después de sacarnos el título, seguimos escribiéndonos, pero recientemente se ha casado, no me lo esperaba. En realidad, no tenía una relación regular con él, nos apreciábamos, eso sí, pero nunca llegamos a hablar de salir juntos. Cuando recibí la carta en la que me anunciaba su boda, lloré. ¿Le gusta a usted escuchar este tipo de historias?

– Ah, no -dije-, es difícil escribir sobre eso en una novela.

– No le he pedido que lo haga. Pero ¿por qué no, dado que ustedes los que escriben inventan lo que sea?

– Si tengo ganas.

– ¡La pobre! -suspiró ella.

Yo no sabía si suspiraba por la costurera de la pequeña localidad o por su hermana.

– Es cierto.

Estaba obligado a dar muestras de compasión.

– ¿Cuántos días piensa quedarse aquí?

– Unos dos. Voy a descansar un poco y luego me iré.

– ¿Desea visitar aún muchos lugares?

– Sí, todavía me quedan no pocos lugares adonde no he ido.

– Y adonde yo, en toda mi vida, no podré ir jamás.

– ¿No tiene ninguna oportunidad de ir a realizar alguna misión? También podría pedir unas vacaciones y viajar por su cuenta.

– Me gustaría visitar Shanghai y Pekín algún día. Si fuera a verle, ¿me reconocería?

– ¿Por qué no?

– Seguro que haría tiempo que me habría olvidado.

– Es usted demasiado dura conmigo.

– Digo la pura verdad, ¿es usted muy conocido, no?

– En mi oficio, se está en contacto con mucha gente, pero la gente simpática es más bien poca.

– Ustedes los escritores sí que saben expresarse de verdad. ¿No podría quedarse algunos días más? No sólo la gente de Seis Tiendas sabe cantar canciones populares.

– Sí, claro que puedo.

Me sentía presa en las redes de la ternura de niña pequeña que ella desplegaba en torno a mí. Pero pensar en esto no me hacía sentir muy bien.

– ¿No está usted cansado?

– Un poco.

Me di cuenta de que tenía que dejarla y le pregunté por la hora de salida del autobús del día siguiente para Seis Tiendas.

Nunca hubiera pensado que a la mañana siguiente, siguiendo sus instrucciones, partiría para un día entero, sin remolonear en la cama, ni haber lavado mis ropas sucias. Y que además me pasaría el tiempo esperando la noche para volver a verla.

A mi regreso, la cena estaba ya lista. El infiernillo de alcohol estaba encendido y una sopa se estaba haciendo a fuego lento. En vista de todos los platos que había preparado, le propuse ir a comprar aguardiente.

– Ya tengo.

– ¿Toma usted alcohol?

– Sólo un poquito.

Saqué un poco de carne en salazón y de oca asada envuelta en unas hojas de loto que había comprado en una pequeña tienda, enfrente de la estación de autobuses. En esta cabeza de distrito, se ha conservado la costumbre de envolver la carne de este modo. Me acordaba de que cuando era pequeño, en los restaurantes, se seguía también esta práctica y eso daba a la carne un olor especial. El entarimado que rechinaba a cada paso, la atmósfera de aislamiento creada por el mosquitero y el pequeño cubo de madera cuidadosamente laqueado de bermellón, todo me retrotraía a mi infancia.

– ¿Ha visto usted al viejo cantor? -me preguntó mientras me servía aguardiente de buena calidad en el vaso.

– Sí, le he visto.

– ¿Ha cantado?

– Sí, ha cantado.

– ¿Ha cantado también sus canciones un poco especiales?

– ¿Cuáles?

– ¿No se las ha hecho escuchar? Claro, delante de un extraño, no se habrá atrevido.

– ¿Se refiere a canciones de amor subidas de color?

Ella se rió, incómoda.

– Tampoco las canta delante de las mujeres -aclaró.

– Eso depende. Sé que, si está con gente conocida, las canta con tanto más gusto si hay mujeres presentes. Pero delante de las jovencitas, no.

– ¿Ha recopilado algún material útil? -Cambiaba de conversación-. Después de irse usted, hice inmediatamente una llamada a la oficina del Ayuntamiento del pueblo para pedirles que avisaran al viejo cantor de que un escritor de Pekín iba a ir expresamente a hacerle una visita. ¿Cómo? ¿No le dieron el recado?

– Había salido a despachar unos asuntos, he visto a su mujer.

– Así pues, ha hecho usted el viaje en balde -exclamó ella.

– No, no ha sido en balde. He ido a sentarme un buen rato en una casa de té donde me he enterado de muchas cosas. Nunca hubiera creído que existieran aún tales establecimientos. Tanto la planta baja como la de arriba estaban llenas hasta los topes de campesinos que venían al mercado.

– Yo voy raras veces a ese tipo de sitios.

– Es muy interesante. Allí se habla de negocios, se charla, hay mucha animación. He discutido de todo con ellos, eso también forma parte de la vida.

– Los escritores son seres extraños.

– Yo hablo con hombres de toda índole. Uno de ellos me ha preguntado si tenía medios para comprar un vehículo para él. ¿De qué tipo?, le he preguntado. ¿Una Jiefang o un camión de dos toneladas y media?

Ella se echó a reír conmigo.

– Algunos se han hecho realmente ricos. Uno de ellos no hablaba nada más que de negocios que excedían los diez mil yuanes. También he conocido a un criador de insectos. Tenía varias decenas en tinajas llenas. Iba a vender más de diez mil ciempiés a cinco fen mínimo la pieza…

– ¡No me hable de ciempiés, pues les tengo un miedo terrible!

– Entendido, hablemos de otra cosa.

He dicho que me había pasado todo el día en una casa de té. En realidad, habría podido tomar un autobús a mediodía para regresar un poco antes con objeto de lavar mi ropa sucia, pero temía que ella se quedara decepcionada. Preferí regresar por la noche, a la hora que ella había fijado. Fui a dar una vuelta por las aldeas de los alrededores, pero no le hablé de ello.

– He intentado hacer algún negocio -le dije irreflexivamente.

– ¿Ha funcionado?

– No, no he hecho más que charlar, no conozco a nadie con quien hacer negocios y además no valgo para ello.

Ella me invitó a beber:

– Beba, que esto le entonará.

– Habitualmente, ¿toma aguardiente blanco?

– No, este aguardiente lo compré porque un antiguo compañero de clase pasó a verme hace unos meses. Aquí, cuando se tiene un invitado, se le ofrece de beber.

– ¡A su salud, entonces!

Sin dudarlo, ella se mandó al coleto su vaso de un solo trago.

Afuera, un golpeteo.

– ¿Llueve?

Fue a mirar por la ventana:

– Felizmente que ha vuelto usted, si no estaría calado hasta los huesos.

– Así es perfecto. Esta pequeña habitación y la lluvia cayendo afuera.

Ella rió dulcemente, ruborizada. La lluvia golpeteaba sobre el tejado de su casa o sobre las tejas de la casa vecina.

– ¿Por qué no dice nada?

– Escucho llover.

Luego añadió:

– ¿Y si cerrase la ventana?

– Sí, por supuesto, se estaría aún mejor.

Con la ventana cerrada, me sentí de repente más cerca de ella, gracias a esa lluvia maravillosa. Cuando volvió hacia la mesa, rozó mi brazo. Yo la cogí por la cintura y la atraje contra mí. Su cuerpo era dócil, tibio y flexible.

– ¿Es que me amas de verdad? -cuchicheó.

– He pensado en ti todo el día.

Era todo lo que podía decir y era la pura verdad.

Ella entonces volvió el rostro y yo me encontré con sus labios que relajó y abrió por espacio de un instante, y acto seguido la tumbé sobre la cama. Se zafó con la vivacidad de un pez recién arrojado en la orilla de un río. Yo no podía contenerme más, pero ella me imploraba que apagara la lámpara y bajara el mosquitero.

– No me mires, no me mires…

Me suplicaba al oído en la oscuridad.

– ¡No veo nada en absoluto! -dije yo buscando a tientas su cuerpo que no cesaba de rebullirse.

De repente se levantó y cogió mi muñeca. Llevó mi mano suavemente bajo su camisa que yo había abierto, luego la posó sobre su tirante sujetador. Se quedó distendida y no dijo ya ni una palabra. Había esperado como yo este calor y estas caricias repentinas. El aguardiente, la lluvia, la oscuridad, el mosquitero, le daban una sensación de seguridad. No tenía ya vergüenza, soltó mi mano y me dejó desnudarla totalmente. Yo besé su cuello, sus pezones, y sus húmedos miembros se separaron suavemente. La avisé balbuceando:

– Voy a poseerte…

– No, no debes hacerlo -dijo lanzando un suspiro.

Al punto, me tumbé sobre ella.

– ¡Voy a poseerte!

No sé por qué quería avisarla, ¿era acaso para buscar una excitación, para atenuar mi responsabilidad?

– Soy aún virgen…

Oí que lloraba.

Dudé un poco:

– ¿Crees que vas a lamentarlo?

– Tú no vas a casarte conmigo.

Era muy lúcida, y era eso lo que la hacía llorar.

La desgracia era que yo no podía afirmar lo contrario, sabía que tenía tan sólo necesidad de una mujer; en plena melancolía, quería gozar simplemente de ella, no podía asumir una responsabilidad mayor respecto a ella. Me tumbé a su lado, muy decepcionado, y le pregunté, sin dejar de besarla:

– ¿Te importa eso?

Ella negó con la cabeza en silencio.

– ¿No temes que tu marido te pegue si se da cuenta el día de la boda?

Su cuerpo se estremeció.

– ¿Aceptas pagar un precio tan alto por mí?

Acaricié sus labios que estaba mordisqueándose, asintió varias veces con la cabeza, despertando mi compasión. Cogí su cabeza entre mis manos y abracé su rostro, su cuello y sus húmedas mejillas. Lloraba en silencio.

No podía ser tan cruel con ella, obligarla a pagar un precio semejante simplemente por satisfacer mi deseo momentáneo. Sin embargo, no podía reprimirme el amarla, sabía que no se trataba del gran amor, pero ¿qué es el gran amor? Su cuerpo era lozano y sensible, yo estaba lleno de deseo por ella, había hecho lo que había que hacer, pero no podía rebasar ese límite. Y ella esperaba, lúcida, hábil, dejando que yo hiciera todo. No había nada más excitante. Me acordaría de los menores estremecimientos de cada parte de su cuerpo y actuaría de manera que su carne y su espíritu no me olvidaran jamás. Ella seguía temblando y llorando, bañando su cuerpo de lágrimas. Me pregunto si eso no era aún más cruel. No se apaciguó hasta que las primeras luces del alba se filtraron por el mosquitero medio bajado.

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