Cuando vuelvo a subir a la terraza del edificio construido sobre pilotes son casi las cinco. En el río se suceden los redobles de tambor, ya fuertes, ya suaves, a un ritmo unas veces rápido, otras lento. Los treinta barcos-dragón continúan evolucionando cada uno por su lado, sin dar la impresión de que vayan a dar comienzo a la competición. Algunos se diría que quieren juntarse, pero enseguida, raudos cual flechas, se separan. En la terraza, nadie se impacienta. Es llamado un miembro del comité de las minorías, y a continuación un mando del comité de deportes. Ha sido tomada una decisión de arriba: conceder a cada barca-dragón si participa en la competición un premio de cien yuanes y unos vales por doscientas libras de cereal. Al cabo de un buen rato, el sol desaparece, el calor disminuye y las sombrillas no son ya necesarias: sin embargo, las embarcaciones permanecen dispersas sin que dé comienzo la competición. En ese instante, un hombre anuncia que no tendrá lugar en el día de hoy, que los espectadores que deseen asistir deben descender al día siguiente más abajo del río. Se celebrará a treinta lis de allí, en otra aldea miao. Naturalmente, los espectadores se sienten muy decepcionados. Tras unos momentos de agitación, abandonamos la terraza.
El largo dragón de los coches se sacude y desaparece diez minutos más tarde en medio de una nube de amarillo polvo. En las calles no quedan más que pandillas de chicas y chicos miao deambulando. Según parece, lo más interesante de la fiesta tendrá lugar esta noche.
Me apetece quedarme, pero un mando me advierte que al día siguiente no tendré coche. Le he respondido que iré a pie. Es más bien amable y me confía a dos mandos miao advirtiéndoles: «¡Si le sucede alguna cosa, los responsables seréis vosotros!». El secretario y el jefe de cantón sacuden la cabeza: «¡No te preocupes!». Cuando vuelvo a la sede de la administración cantonal, ya no hay nadie, la puerta está cerrada con llave. Ignoro dónde pueden haber ido el secretario y el jefe de cantón a emborracharse y no encuentro a ningún mando que sepa hablar chino. De repente, me siento libre y decido ir a dar un paseo por la aldea.
En la calle que bordea el río, cada familia recibe a sus amigos y allegados; en algunas, los invitados son tan numerosos que las mesas cubiertas de platos desbordan en la calle. A la entrada de las casas hay cubos de arroz, cuencos y barritas de pan. Cada uno se sirve a su antojo sin que nadie le preste atención. Dado que tengo hambre, no me ando con cumplidos e, incapaz de comunicarme por medio del lenguaje, tomo también un cuenco y unas barritas de pan; la gente me anima a que repita. Es una vieja costumbre entre los miao. Pocas veces me he sentido más a mis anchas.
Las canciones de amor dan comienzo a la hora del crepúsculo. En grupos de cinco o seis, las muchachas descienden a la orilla, unas forman un círculo, otras se mantienen cogidas de la mano y se ponen a llamar a su amante. El sonido de las canciones se expande rápidamente en la noche que ya ha caído. Delante y detrás de mí hay muchachas por doquier, tocadas con un pañuelo o con un abanico en la mano, todas aún con su sombrilla. Entre ellas, jovencitas de trece o catorce años, apenas núbiles.
En cada grupo, una dirige el canto y las otras la acompañan a coro. Es casi siempre la más graciosa. Parece de lo más natural que la más bella sea elegida en primer lugar.
El canto de la animadora se eleva, seguido por el del resto de muchachas, a grito pelado. Hablar de canto quizá no sea del todo exacto. Las voces penetrantes y claras salidas de las entrañas resuenan en el cuerpo entero; se elevan desde la planta de los pies hasta el cráneo antes de ser expulsadas. No es de extrañar que sean llamados «cantos volantes», pues surgen del fondo mismo del ser. No son ni afectados ni forzados. Sin ninguna floritura, están desprovistos de toda afectación. Las muchachas se entregan totalmente para atraer a su amante.
Más descarados aún, los chicos se plantan delante de sus narices y eligen a la que les gusta como si de melones se tratara. En ese instante, si se sienten observadas, las muchachas agitan su pañuelo o su abanico y cantan con redoblada pasión. Si las dos partes se entienden, el muchacho toma a la chica de la mano. El mercado, frecuentado durante el día por miles de paseantes que deambulan entre los puestos, no es ya ahora más que una inmensa zona de canto. De golpe, me siento sumergido en las canciones de amor. Me digo que en los orígenes de la humanidad, debía de hacerse la corte de este modo. Más tarde, la pretendida civilización ha establecido una separación entre impulso sexual y amor. Ha inventado también los conceptos de matrimonio, dinero, religión, moral y lo que se ha dado en llamar el peso cultural. He aquí una clara muestra de la estupidez de la especie humana.
La noche se vuelve cada vez más negra. En el río oscuro, los redobles de tambor enmudecen y se encienden antorchas en las embarcaciones. Oigo de súbito llamar «¡hermano!» en chino, me parece que no lejos de mí. Me vuelvo y veo a cuatro o cinco muchachas que cantan con nítida voz en dirección a mí. Tal vez no conocen más que esta frase en chino, pero es suficiente para hacer un llamamiento al amor. Me cruzo con una mirada fija y lánguida en la oscuridad, me quedo fascinado y mi corazón se pone a latir con fuerza. De golpe, vuelvo a mis años de infancia y a mis deseos. Una emoción que no había vuelto a sentir desde hacía mucho tiempo prende en mí. Instintivamente, me acerco a ella, a la manera sin duda de los jóvenes del lugar, pero tal vez también porque la luz disminuye. Veo moverse sus labios débilmente, pero ningún sonido sale de ellos. Espera. Sus compañeras también han parado de cantar. Es muy joven aún, tiene un rostro infantil, la frente alta, la nariz respingona y pequeña la boca. Sé que, con un simple gesto por mi parte, ella me seguirá y se acaramelará contra mí. Levanta alegremente su sombrilla. Demasiado tímido, yo me doy la vuelta y me alejo sin siquiera osar echar una mirada.
Nunca he conocido este tipo de incitación, por más que sea aquello con lo que más he soñado. Ahora que la ocasión se me presenta, la dejo escapar.
He de reconocer que la mirada ardiente, llena de expectativa, de esta muchacha, con su nariz respingona, su frente alta, su fina boquita común a todas las chicas miao, ha despertado en mí una especie de dolorosa ternura que tenía olvidada desde hacía mucho tiempo; he tomado conciencia de que ya nunca volvería a sentir este amor puro. He de reconocer que soy viejo ya ahora. No sólo la edad y todo tipo de distancias me separan de ella, sino que por más que ella estaba muy cerca de mí y yo podía llevármela simplemente cogiéndola de la mano, lo más grave es que mi corazón está viejo y no puedo amar ya con ardor a una muchacha, sin pensar en nada. Mis relaciones con las mujeres han perdido desde hace tiempo esa naturalidad, sólo el deseo carnal perdura. Por más que busque el placer momentáneo, temo tener que asumir mis responsabilidades. No soy un lobo, tan sólo quiero convertirme en uno para refugiarme en la naturaleza, pero no consigo desembarazarme de mi apariencia humana, soy una especie de monstruo con piel humana que no encuentra ningún sitio adonde ir.
El sonido de los órganos de boca se eleva. En ese mismo instante, en los bosquecillos de la orilla, detrás de cada sombrilla, las parejas se amartelan y se besan, se tumban entre cielo y tierra para perderse en su mundo. Ese mundo, como una antigua leyenda, está demasiado alejado del mío. Amargado, abandono la orilla.
En la explanada donde suenan los órganos de boca, brilla el resplandor, blanco como la nieve, de una lámpara de petróleo colgada de un gran bambú.
Ella va tocada con una tela negra, anudada a modo de turbante, un cerquillo de plata le eleva los cabellos en lo alto de la cabeza engalanada con un tocado resplandeciente en cuyo centro juguetean dragones y fénix enroscados; a cada lado, cinco hojas de plata en forma de plumas de fénix se agitan a cada gesto del pie o de la mano. En las de la izquierda hay anudada una cinta abigarrada que cuelga hasta la cintura, cuya gracia subraya a cada movimiento. Lleva un vestido negro ceñido, cuyas largas mangas dejan al descubierto sus muñecas llenas de brazaletes de plata. Su cuerpo enteró está cubierto por el turbante y el vestido negro. Sólo su cuello y su nuca son visibles, aderezados con un pesado collar. Cruza su torso una cadena de larga vida, con motivos finamente cincelados, y cuyos eslabones penden delante del pecho ligeramente abombado.
Ella es perfectamente consciente de que este atavío atrae más la mirada que los vestidos multicolores del resto de muchachas. Su aderezo de plata habla de su origen aristocrático. Sus dos pies desnudos rebosan asimismo gracia y, cuando se pone a bailar al son de los órganos de boca, las esclavas que lleva en el tobillo tintinean con un sonido cristalino.
Es natural de una aldehuela de montaña de los miao de piel oscura, blanca orquídea de labios rojos como la camelia de primavera, dejando ver unos finos dientes nacarados. Su nariz chata, infantil, sus redondas mejillas, sus ojos reidores, sus pupilas relucientes de un negro de jade, se suman a su esplendor fuera de lo común.
Es inútil para ella ir a la orilla para atraer a un enamorado. Los jóvenes más lanzados de cada aldea vienen a inclinarse delante de ella, con unos órganos de boca de dos veces la altura de un hombre, decorados con cintas multicolores que ondean al viento. Hinchando sus mejillas, balanceando sus cuerpos, esbozando pasos de danza, atraen las faldas plisadas que dan vueltas sin cesar. Ella se limita a alzar ligeramente los pies y a girar con una gracia perfecta. Obliga a los jóvenes a inclinarse delante de ella, a tocar el órgano de boca hasta quedarse sin aliento y ver espumar burbujas de sangre en sus bocas. Está muy orgullosa de verles exaltar sus sentimientos hacia ella.
No comprende lo que se llama celos, no conoce la maldad de las mujeres, no entiende por qué las hechiceras mezclan ciempiés, abejones, serpientes venenosas, hormigas y un mechón de su propio pelo con sangre y saliva, los meten en una tinaja con las prendas interiores del hombre que se ha mostrado ingrato para con ellas cortadas en trocitos, y lo entierran todo junto a tres pies de profundidad.
Lo único que sabe es que a un lado del río hay un muchacho y, al otro, una muchacha que, en edad de merecer, se sienten dominados por la melancolía. Cuando se encuentran en la zona donde suenan los órganos de boca, su mutua belleza les impacta y los primeros brotes del amor echan raíces en sus corazones.
Lo único que sabe, cuando en plena noche el hogar de la chimenea está lleno de cenizas, cuando los viejos roncan y los niños hablan en sueños, es que ella se levanta y abre la puerta trasera de la casa para salir con los pies descalzos al jardín. Un muchacho viene, cubierto con un sombrero de pico de plata. Pasa detrás del seto y silba suavemente. Por la mañana, el padre llama nueve veces: si llamara demasiado, la madre montaría en cólera. Tras echar mano al bastón, empuja la puerta de la habitación, pero ya no hay nadie en la cama.