Mi abuela materna murió después que mi madre. Sus hijos habían muerto prematuramente, pero ella tuvo más suerte puesto que les sobrevivió y terminó sus días en un hospicio. Dado que, no siendo un descendiente de los Chu, yo había ido, pese a la canícula, a visitar su antigua capital, tenía, pues, aún menos excusas para no ir a investigar los lugares donde había vivido mi abuela, ella que me había llevado, cogido de la mano, a la feria del templo para comprarme una peonza. Me enteré de su muerte por una tía paterna, también muerta de forma prematura. ¿Por qué casi todos mis parientes han muerto? Me pregunto si soy yo quien envejece o es el mundo el que es demasiado viejo.
Ahora, al recordarlo, me parece que mi abuela pertenecía a otro mundo. Creía en las potencias del Más Allá y temía por encima de todo a los infiernos. No tenía más que un deseo: sumar buenas acciones para obtener una recompensa tras su muerte. Viuda muy joven, poseía bienes legados por mi abuelo, pero estaba siempre rodeada de una panda de golfos que se hacían pasar por dioses o demonios. Rondaban a su alrededor como moscas, todos conchabados para incitarla a dilapidar su herencia con el fin de ahuyentar las catástrofes. La habían convencido de que tirara el dinero, de noche, en un pozo. En realidad, ellos habían instalado en su interior una rejilla de hierro y recuperaban las monedas que ella arrojaba. Se jactaron de ello un día que empinaron el codo más de la cuenta. Finalmente, ella acabó vendiendo todos sus bienes, sin guardar más que el título de propiedad de unas tierras que tenía hipotecadas desde hacía mucho tiempo, y se fue a vivir con su hija. A continuación, cuando mi madre oyó hablar de la reforma agraria, se apresuró a hacerle vaciar sus cofres, donde encontró un papel totalmente arrugado y amarillento que se apresuró a quemar en la estufa. Mi abuela tenía muy mal carácter. Cuando hablaba, parecía siempre que discutiera con la gente y no se entendía con mi madre. A menudo declaraba que cuando quisiera regresar a su tierra natal, esperaría a que yo, su nieto, hubiera crecido y pasado los exámenes con las mejores notas para ir a buscarla al volante de un coche y ocuparme de ella. Pero ¿podía ella adivinar que su nieto no era una de esas personas que pueden convertirse en mandarín, que ni siquiera se sentaría en una oficina de la capital y que, más tarde, sería enviado al campo para cultivar la tierra y sufrir la reeducación? Fue en ese momento cuando ella murió, en un hospicio de ancianos. Durante los años turbulentos, como no tenía noticias de ella, mi hermano pequeño fue en su busca, so capa de «propagar la revolución» a fin de beneficiarse de la gratuidad de los transportes. Se informó en numerosos asilos sin poder encontrarla. Terminaron por preguntarle: «¿Busca usted un hospicio o un asilo de ancianos?». «¿Qué diferencia hay?», preguntó él. Le respondieron con la mayor seriedad del mundo: «Los ancianos que viven en los asilos son gente sin problemas en el terreno político, de pasado perfectamente claro; en los hospicios se mete a los ancianos que han tenido problemas o de pasado dudoso». Telefoneó, así pues, a un hospicio. Con seriedad aún mayor, le preguntaron: «¿Qué lazo de parentesco le une a ella? ¿Por qué motivo se informa sobre su persona?». En esa época, acababa de salir de la escuela y no encontraba trabajo. Temiendo que le retiraran el carnet de identidad de ciudadano, se apresuró a colgar el teléfono. Durante los años siguientes, las escuelas sirvieron para el adiestramiento militar, las administraciones y las fábricas fueron controladas por el ejército: la gente aprendió a andarse con pies de plomo. Tras haber sufrido un período de reeducación, mi tía paterna volvió a la ciudad. Entonces me escribió para informarme de que, según había oído decir, mi abuela había muerto dos años antes.
Finalmente, me informé para saber si de verdad había existido ese tipo de hospicios. A diez kilómetros en las afueras, en un lugar llamado la Aldea de las Flores de Melocotonero, donde había llegado después de más de una hora de bici bajo el tórrido sol, terminé por encontrar una construcción cuya placa indicaba que se trataba de un hospicio, al lado de una fábrica de madera donde no crecía ningún melocotonero. En su interior se alzaban algunos edificios rudimentarios de dos plantas, pero no vi ningún anciano. ¿Acaso se habían refugiado en sus habitaciones debido al calor?
Pasé por delante de una oficina con la puerta abierta de par en par donde un mando, vestido con una camiseta, los pies sobre la mesa, respaldado contra una silla de bejuco, estaba interesándose con gran concentración en la actualidad. Le pregunté si ese lugar había sido un hospicio. Él dejó su periódico:
– También eso ha cambiado. Ahora ya no hay hospicios, se les llama casas de asistencia para ancianos.
No le pregunté si existían todavía «asilos de ancianos», únicamente le pedí que comprobara si figuraba en sus registros el nombre de mi abuela fallecida. Sin poner dificultades ni pedirme mis papeles, sacó de un cajón un registro de defunciones que hojeó año por año. Terminó por detenerse en una página al tiempo que me preguntaba el nombre de la difunta.
– ¿Una mujer?
– Eso es -dije.
Me acercó el registro para que yo mismo reconociese el nombre. Era ciertamente el nombre de mi abuela, la edad correspondía más o menos.
– Hace más de diez años que murió -suspiró.
– Sí -dije. Luego añadí-: ¿Ha trabajado siempre usted aquí?
Asintió con la cabeza. Le pregunté entonces si se acordaba de la fallecida.
– Déjeme pensar. -Arrellanó la cabeza contra el respaldo de la silla-. ¿Una señora mayor, pequeña y delgada?
Yo asentí. Sin embargo, recordé las antiguas fotos de familia que mostraban a una señora más bien entrada en carnes. Por supuesto, eran fotos muy viejas, puesto que yo, a esa edad, jugaba a la peonza. Con posterioridad, no debía de haberse hecho fotografiar nunca. Su porte físico, varias décadas más tarde, había podido cambiar totalmente, sólo el esqueleto no podía haberse transformado. Mi madre no era alta, ella tampoco debía de serlo mucho.
– Siempre andaba refunfuñando, ¿no es así?
Raras son las ancianas que no refunfuñan, pero lo más importante era que el nombre era exacto.
– ¿Le dijo que tenía dos nietos?
– ¿Y es usted uno de ellos?
– Sí.
– Me parece que me habló de ello -dijo sacudiendo la cabeza.
– ¿Decía que un día vendrían a buscarla?
– Sí, así es.
– Pero en esa época estaba en el campo también yo.
– Durante la Revolución Cultural… -explicó en mi lugar, luego añadió-: Oh, ella murió de muerte natural.
No le pregunté lo que entendía él por muerte no natural, lo único que inquirí fue el lugar donde descansaba.
– Fue incinerada. Procedemos siempre a la cremación, no sólo con los ancianos, sino incluso con nosotros mismos.
– La gente es tan numerosa en las ciudades que ya no hay sitio para enterrarles.
Terminé su frase en su lugar, luego proseguí:
– ¿Han sido conservadas sus cenizas?
– Nos hemos desembarazado de ellas. Aquí, de las cenizas de los ancianos sin familia, nos desembarazamos…
– ¿Existe una fosa común?
– Hmm… -reflexionó sobre la manera de responderme.
El que merecía ser censurado era yo, su nieto que había faltado a la piedad filial, no él, y no podía sino darle las gracias.
Salí del hospicio y me monté en mi bicicleta pensando que la fosa común no tendría ningún valor arqueológico. Pero siempre podría considerar que había honrado la memoria de mi abuela difunta, aquella que me había comprado una peonza.