– La señora Wade no era adicta a la droga -dijo el doctor Loring fríamente-. La dosis que le receté era en tabletas de ciento cincuenta o doscientos cincuenta miligramos. Lo más que le permitía que tomara eran tres o cuatro en el día.
– Pero le dio cincuenta de golpe -dijo el capitán Hernández-. ¿No cree usted que es una droga demasiado peligrosa para tenerla a mano en esa cantidad? ¿Era tan aguda su bronquitis asmática, doctor?
El doctor Loring sonrió en forma despreciativa.
– Era intermitente, como es siempre el asma. Nunca llegó a ser lo que llamamos status asthmaticus, o sea un ataque tan fuerte que el enfermo corre peligro de asfixiarse.
– ¿Algún comentario, doctor Weiss?
– Bueno -dijo el doctor Weiss lentamente-; suponiendo que la carta no existiera y suponiendo que no poseyéramos otra evidencia sobre la cantidad de droga que ingirió, podríamos considerar que se trata de una dosis excesiva accidental. El margen de seguridad no es muy amplio. Mañana lo sabremos con seguridad. Por amor de Dios, Hernández, ¿no quiere suprimir la carta?
Hernández bajó la vista y frunció el ceño.
– Ignoraba que los narcóticos fueran utilizados como tratamiento corriente para el asma. Siempre se aprende algo cada día.
Loring enrojeció.
– Le expliqué que receto el Demerol como medida de emergencia, capitán. Un médico no puede estar en seguida en todas partes. El ataque de asma puede producirse en forma súbita.
Hernández le dirigió una mirada penetrante y se volvió hacia Lawford.
– ¿Qué sucedería con su oficina si entrego la carta a los diarios?
El representante del fiscal del distrito me miró con indiferencia.
– ¿Qué hace aquí este hombre, Hernández?
– Yo lo invité a venir.
– ¿Cómo sabe que no repetirá a algún cronista todo lo que se dice aquí?
– Sí, es un gran conversador. Es lo que usted comprobó cuando mandó que lo vapulearan.
Lawford hizo una mueca y carraspeó para aclarar la voz.
– He leído la confesión -dijo cautelosamente -y no creo una palabra de lo que se dice. Hay ahí un poco de todo, agotamiento emocional, aflicción, desamparo, uso de drogas, la tensión de la vida de la época de guerra en Inglaterra bajo los bombardeos, el casamiento clandestino, el hombre que regresa al país, etcétera. Indudablemente, la mujer tenía un sentimiento de culpa y trató de purificarse y librarse del mismo mediante una especie de transferencia.
Hizo una pausa y miró a su alrededor, pero lo único que vio fue rostros inexpresivos.
– No puedo hablar por el fiscal de distrito, pero lo que yo pienso es que esa confesión no da base suficiente para una acusación, aun si la mujer hubiera salido con vida.
– Y ya que dio crédito a una confesión no le importaría creer en otra que contradice la primera -dijo Hernández sarcásticamente.
– Tómelo con calma, Hernández. Cualquier oficina encargada de ejecutar las leyes debe considerar las relaciones públicas. Si los diarios publicaran esa confesión, nos veríamos en un aprieto. Eso es seguro. Tenemos alrededor de nosotros bastantes grupos de reformistas impacientes y mojigatos que esperan justamente una oportunidad como ésta para echársenos encima. Tenemos un Gran Jurado Acusador que se siente muy nervioso después de lo que pasó la semana pasada con nuestro teniente de la Dirección contra el Vicio y la Inmoralidad.
Hernández dijo:
– Muy bien, éste es asunto suyo. Fírmeme el formulario.
Le entregó las hojas de papel rosado y Lawford se inclinó para firmar el formulario. Después agarró las hojas, las dobló, se las guardó en el bolsillo y salió de la oficina.
El doctor Weiss se puso de pie. Era un hombre sencillo y afable.
– La última investigación que realizamos sobre la familia Wade fue muy rápida. Tengo el pálpito que esta vez ni siquiera nos molestaremos en hacerla.
Hizo una inclinación de cabeza a Ohls y a Hernández estrechó formalmente la mano de Loring y se encaminó hacia la salida. Loring se puso de pie dispuesto a partir y entonces vaciló un momento.
– Presumo por lo que he oído que no se hará ninguna investigación ulterior sobre este asunto. ¿Puedo informar en este sentido a cierta persona interesada? -preguntó secamente.
– Lamento haberlo tenido alejado de sus enfermos durante tanto tiempo, doctor.
– No ha contestado a mi pregunta -dijo Loring en tono cortante-. Quiero advertirle que yo…
– ¡Déjeme tranquilo y lárguese de aquí! -dijo Hernández.
El doctor Loring estuvo a punto de tambalearse de la impresión. Se dio vuelta y con paso rápido salió de la habitación. La puerta se cerró y pasó medio minuto antes que alguien pronunciara una palabra. Hernández encendió un cigarrillo y me miró.
– ¿Bueno? -dije.
– ¿Qué es]o que espera?
– Entonces, ¿éste es el final? ¿Terminado? ¿Kaput?
– Dígaselo, Bernie.
Sí; claro que es el final -dijo Ohls-. Yo tenía todo listo para hacerla venir e interrogarla. Wade no se mató. Tenía demasiado alcohol en el cerebro. Pero como ya le dije, ¿dónde estaba el motivo? La confesión de la señora Wade puede ser inexacta en los detalles, pero prueba que ella espiaba a su marido. Conocía la disposición de la casa de huéspedes en Encino. La versátil señora de Lennox le había quitado a sus dos hombres. Podemos imaginar todo lo que queramos sobre lo ocurrido en la casa de huéspedes. Usted se olvidó de hacerle una pregunta a Spencer. ¿Poseía Wade una Mauser PPK? Sí; tenía una pequeña Mauser automática. Hoy hablamos por teléfono con Spencer desde el avión. Wade era un borracho que cuando se embriagaba perdía el control por completo. El pobre infeliz, o bien pensó que había matado a Sylvia Lennox o realmente la mató, o pudo haber tenido alguna razón para saber que su mujer la había asesinado. Cualquiera que fuese el caso, se sumergiría en el alcohol para olvidar. Es cierto que mucho tiempo antes ya se dedicaba a la bebida. pero él era todo un hombre casado con una nada que lo único que tenía era su hermosura. El mexicano los conocía muy bien; está enterado de casi todo. Ella era una mujer de ensueño. A veces parecía real y presente y otras daba la impresión de algo remoto, lejano e inmaterial. Si alguna vez demostró interés por alguien, no fue precisamente por su marido. ¿Comprende lo que quiero decir?
Yo no contesté.
– ¿Estuvo a punto de hacerla suya, no?
Tampoco respondí esta vez.
Ohls y Hernández se sonrieron amargamente.
– Nosotros no somos tipos tan tontos como puede creer -dijo Ohls-. Sabíamos que había algo cierto en aquella historia de que la señora Wade se había sacado toda la ropa que llevaba encima. Usted le ganó de mano a Candy en el interrogatorio y él lo dejó hacer. Se sentía herido y confuso; apreciaba mucho a Wade y quería estar seguro. Si hubiera llegado a tener esa seguridad, habría usado el cuchillo. Aquello era para él un asunto personal, pero nunca le contó nada a Wade. La señora Wade sí lo hizo y tergiversó las cosas deliberadamente, nada más que para confundir a Wade. Una cosa se iba agregando a la otra. Al final, creo que ella comenzó a tenerle miedo. Pero Wade nunca la arrojó escaleras abajo. Aquello no fue más que un accidente. Ella tropezó y Wade trató de agarrarla. Candy lo presenció todo.
– Nada de eso explica por qué quiso que yo fuera a su casa.
– Se me ocurren unos cuantos motivos. Uno de ellos es asunto viejo y requeteconocido. No hay policía que no se haya topado con él cientos de veces. Usted era el cabo suelto, el tipo que había ayudado a Lennox a huir, su amigo y probablemente su confidente hasta cierto límite. ¿Qué es lo que Lennox sabía y qué es lo que le contó a usted? El se había llevado el revólver con el que mataron a Sylvia Lennox y sabía que habían disparado un tiro con él. Quizás Eileen Wade pudo haber pensado que él lo hizo por ella; en ese caso quería decir que él sabía que ella lo había usado. Cuando Terry Lennox se suicidó, ella quedó convencida de ello. Pero ¿y usted? Usted seguía siendo lo que usted sabía; para eso pondría en juego su encanto como pretexto para acercarse a usted. Y si necesitaba un tipo caído, ahí lo tenía a usted. Se podría decir que ella coleccionaba tipos caídos.