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Seguí tirando con todas mis fuerzas, pero de paso pude hacerle una zancadilla en el pie izquierdo, agarré su camisa y sentí que se rasgaba. Algo me golpeó en la nuca, pero no era el metal. Rodé hacia la izquierda y él pasó por encima mío, aterrizó como un gato, pero estaba de pie de nuevo antes de que yo hubiera tenido tiempo de recobrar el equilibrio. El muchacho empezó a reírse. Estaba encantado de todo, encantado de su trabajo. Vino por mí en seguida.

Se oyó una voz fuerte que gritaba desde alguna parte:

– ¡Earl! ¡Quédate quieto en seguida! En seguida, ¿me entiendes?

El muchacho se detuvo. En su rostro se dibujó una especie de sonrisa enfermiza. Hizo un movimiento rápido y la manopla de bronce desapareció debajo de la faja que tenía en la cintura.

Me di vuelta y vi a un hombre de complexión robusta y camisa hawaiana, quien se dirigió apresuradamente hacia nosotros por uno de los caminos entre los árboles, moviendo las manos. Se aproximó respirando muy agitado.

– ¿Estás loco, Earl?

– No me diga nunca eso, Doc -contestó Earl con suavidad. Entonces se sonrió, dio la vuelta y fue a sentarse en la escalera de la casa. Se sacó el chato sombrero, extrajo de no sé dónde un peine y comenzó a peinarse el cabello oscuro y abundante con expresión distraída. Después de uno o dos segundos empezó a silbar de nuevo suavemente.

El recién llegado se detuvo, me miró y yo hice lo mismo.

– ¿Qué pasa aquí? -vociferó de mal humor-. ¿Quién es usted, señor?

– Me llamo Marlowe. Vine a preguntar por el doctor Verringer. El muchacho que usted llama Earl parece que tenía ganas de jugar. Me imagino que la culpa la tiene el calor.

– Yo soy el doctor Verringer -dijo con dignidad. Dio vuelta a la cabeza y dirigiéndose al muchacho ordenó-: Vete a casa, Earl.

Earl se levantó lentamente. Miró al doctor Verringer con una mirada pensativa, escrutadora, subió las escaleras y levantó la persiana para pasar. Una nube de moscas empezó a zumbar y a revolotear, pero se posó en seguida en la persiana cuando la puerta se cerró.

– ¿Marlowe? ¿En qué puedo servirlo, señor Marlowe?

– Earl dice que usted ya no trabaja más aquí.

– Es exacto. Estoy esperando ciertas formalidades legales para mudarme. Earl y yo estamos solos.

– Esa noticia me desilusiona. Pensé que aquí se encontraba un hombre llamado Wade.

Enarcó las cejas, de espesor impresionante, en un gesto de asombro.

– ¿Wade? Es posible que conozca a alguien de ese apellido; es un nombre bastante común, pero ¿por qué iba a estar aquí conmigo?

– Siguiendo la cura.

El doctor Verringer frunció el ceño. Cuando un tipo posee semejantes cejas puede realmente fruncir el ceño.

– Soy médico, señor, pero ya no ejerzo. ¿A qué clase de cura se refiere?

– El hombre es alcohólico. De cuando en cuando se le va la mano con la bebida y desaparece. A veces regresa a su casa por sus propios medios, otras hay que traerlo y a veces se resiste a que lo encuentren.

Saqué mi tarjeta profesional y se la entregué.

El la miró sin demostrar mucho placer.

– ¿Qué le pasa a Earl? -le pregunté-. ¿Se cree un Valentino o algo parecido?

Movió otra vez las cejas. Me fascinaban. En parte se enrulaban hasta cosa de cuatro centímetros. Encogió los hombros carnosos.

– Earl es inofensivo, señor Marlowe. A veces es un poco soñador. Vive en un mundo de fantasía.

– Usted lo sabrá doctor. Tal como yo lo veo, fantasea mucho.

– Vamos, vamos, Marlowe. Con seguridad exagera. A Earl le gusta vestirse bien. Es aniñado a ese respecto.

– Quiere usted decir que es medio chiflado. ¿No es cierto? -pregunté y agregué en seguida-: Este lugar es una especie de sanatorio, ¿no? ¿O lo fue?

– De ninguna manera. Cuando funcionaba era una colonia para artistas. Yo les proporcionaba las comidas, el alojamiento, facilidades para practicar deportes y juegos, y sobre todo, aislamiento. Y todo por precios moderados. Los artistas, como usted debe saber, rara vez son gente rica. En el término artistas incluyo, por supuesto, a escritores músicos y demás. Para mí fue una ocupación remuneradora… mientras duró.

Parecía triste al decir eso. Las cejas caían en los extremos para hacer juego con la boca. Con dejarlas crecer un poco más las tendría en la boca.

– Eso ya lo sé -le dije-. Está en el fichero. Y también el suicidio que se produjo aquí hace un tiempo. Fue una cuestión de narcóticos, ¿no es cierto?

Enderezó las cejas y se puso tieso.

– ¿Qué fichero? -preguntó en tono incisivo.

– Tenemos un fichero sobre los que llamamos muchachos de las ventanas enrejadas. Son lugares de donde no se puede escapar cuando le agarra a uno un ataque; pequeños sanatorios privados o como se llamen, en donde se atiende a los alcohólicos, a los drogados y a los maniáticos pacíficos.

– Esos lugares deben tener permiso de la ley -dijo el doctor Verringer en tono severo.

– Sí, por lo menos en teoría. Pero a veces la gente se olvida de esos detalles.

El doctor Verringer se puso rígido. En verdad, el tipo tenía cierto aire de dignidad.

– Su insinuación es insultante, señor Marlowe. Ignoro por qué mi nombre figura en una lista como la que usted menciona. Debo pedirle que se retire.

– Volvamos a Wade. ¿Quizás esté aquí bajo otro nombre?

– Aquí no hay nadie más que Earl y yo. Estamos completamente solos. Si usted me perdona…

– Me gustaría echar un vistazo.

A veces uno consigue hacer enojar a la gente y sacarla de sus casillas. Pero no a un tipo como el doctor Verringer. Permaneció sereno y lleno de dignidad. Sólo sus cejas demostraban lo que sentía. Miré hacia la casa. Del interior llegaba el sonido de una música, una melodía bailable, y se oía muy débilmente el castañeteo de unos dedos.

– Apuesto a que está ahí bailando -dije-. Eso es un tango. Le apuesto a que está ahí dentro bailando solo. ¡Qué muchacho!

– ¿Piensa irse, señor Marlowe? ¿O tendré que pedirle a Earl que me ayude a sacarlo de mi propiedad?

– Muy bien. Me iré. No me guarde rencor, doctor. Había sólo tres nombres que empezaban con V y usted era el que prometía más. Es el único indicio que tenemos… doctor V. Wade lo escribió en un pedazo de papel antes de irse. Doctor V.

– Debe haber docenas así -dijo el hombre con suavidad.

– ¡Ah, claro! Pero no hay docenas en nuestro fichero. Muchas gracias, doctor. Earl me molesta un poco.

Me dirigí hacia el coche y me metí dentro. Cuando cerré la puerta el doctor Verringer ya se encontraba a mi lado. Se apoyó en la puerta con expresión amable.

– No tenemos por qué disgustarnos, señor Marlowe. Comprendo que en su profesión usted a veces no tiene más remedio que ser un poco entrometido. ¿Qué es lo que le molesta en Earl, concretamente?

– Es evidente que hay en él algo falso. Donde uno encuentra una cosa falsa se siente inclinado a esperar otras falsedades. El muchacho tiene manía depresiva, ¿no es así? En este instante está en un período de euforia.

El doctor Verringer me miró en silencio, con seriedad y cortesía.

– Muchas personas interesantes y talentosas han vivido conmigo, señor Marlowe. No todas eran tan equilibradas y sensatas como puede serlo usted. La gente de talento frecuentemente es neurótica. Pero carezco de comodidades para atender a lunáticos o alcohólicos aunque me gustara esa clase de trabajo. No tengo personal, excepto Earl, y no es el tipo más apropiado para cuidar enfermos.

– Según su opinión, ¿para qué es un tipo apropiado, doctor? Aparte de toda esa engañifa del baile y todo lo demás.

Se inclinó sobre la puerta y la voz se hizo baja y confidencial.

– Los padres de Earl eran muy amigos míos, señor Marlowe. No están ya en este mundo y alguien tenía que cuidar de Earl. Earl tiene que llevar una vida tranquila, lejos del ruido y las tentaciones de la ciudad. Es inestable, pero fundamentalmente inofensivo. Lo controlo con absoluta facilidad, como ha podido ver.

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