– Estoy casado y tengo cuatro hijos.
– Felicidades.
Carraspeó brevemente, se dio vuelta y se alejó caminando con paso apresurado. Terminé la bebida que quedaba en mi vaso, saqué un cigarrillo del paquete, me lo llevé a la boca y lo encendí. El mozo se acercó y miró el dinero.
– ¿Desea que le sirva algo, señor?
– No. El dinero es para usted.
Lo recogió lentamente.
– Es un billete de veinte dólares, señor. El señor se debe haber equivocado.
– El señor sabe leer. Le dije que el dinero es suyo.
– Le estoy muy agradecido. Si es que está completamente seguro, señor…
– Completamente seguro.
Inclinó la cabeza y se alejó con aire preocupado. El bar se estaba llenando. Una pareja de semivírgenes aerodinámicas pasó gorjeando y balanceándose. Conocían a los dos tipos que estaban en el reservado de adelante. Comenzaron a esparcirse en el ambiente los encantos y las uñas esmaltadas en rojo.
Fumé medio cigarrillo sin pensar en nada y me puse de pie para irme. Me volví para alcanzar el paquete de cigarrillos, y en aquel momento alguien me golpeó con fuerza desde atrás. Era precisamente lo que yo necesitaba. Giré sobre mis talones y me encontré con el perfil de uno de esos tipos grandotes, que gustan a la multitud, con un Oxford de franela demasiado flamante. Tenía los brazos separados del cuerpo y la sonrisa de dos por seis del tipo que nunca pierde una venta.
Lo agarré por el brazo extendido y le hice dar media vuelta.
– ¿Qué le pasa, Jack? ¿No hacen los pasillos suficientemente anchos para su personalidad?
Se soltó con una sacudida y se hizo el guapo:
– No se ponga caprichoso, amiguito. Puedo aflojarle la mandíbula. -Me mostró su puño fornido.
– Querido, piense en su manicura -le dije.
El tipo se contuvo.
– ¡Al diablo con usted, muchacho! -dijo despreciativo-. Será para otra vez, cuando tenga menos en qué pensar.
– ¿Puede tener algo menos?
– Lárguese -gruñó-. Una broma más y tendrá que hacerse cirugía estética en la nariz.
Le sonreí.
– Llámeme algún día de éstos, Jack. Pero con un diálogo mejor.
Cambió de expresión y se rió.
– ¿Usted figura en las fotos, amigo?
– Sólo en las que se cuelgan en el correo.
– Lo veré en las del archivo policial -dijo, prosiguiendo su camino sin perder la sonrisa.
Todo aquello era muy tonto, pero hizo desaparecer mi malestar.
Me dirigí hacia el anexo, atravesé el hall y llegué a la puerta principal. Hice una pausa para ponerme los anteojos oscuros. Cuando llegué al coche me acordé de mirar la tarjeta que me había dado Eileen Wade. Era una tarjeta impresa en relieve, pero no de visita formal, porque tenía la dirección y el número de teléfono. Señora Roger Stearns Wade, 1247 Idle Valley Road. Tel. Idle Valley 5-6324.
Conocía mucho de Idle Valley y sabía que había cambiado mucho desde los días en que había a la entrada una caseta de guardia y fuerza policial privada y un casino de juego sobre el lago y muchachas alegres de cincuenta dólares. Gente rica y reposada tomó posesión de la región cuando cerraron el casino. Gente rica y reposada hizo de aquello un sueño subdividido. Un club se había convertido en propietario del lago y de toda la extensión de sus playas, y si ellos no querían que usted estuviera en el club, usted no conseguía ni siquiera jugar en el agua. Era exclusivo, en el único sentido de la palabra que no significa simplemente costoso.
Yo pertenecía al ambiente de Idle Valley como una cabeza de cebolla a un banana split.
Howard Spencer me llamó por la tarde, a última hora. Me dijo que se le había pasado aquel momento de enojo y que quería asegurarme que sentía mucho lo sucedido, que no había manejado muy bien la situación y que quizá yo hubiera cambiado mi decisión.
– Iré a verlo si él me lo pide. No de otra manera.
– Comprendo. Habrá un cheque sustancial
– Oiga, señor Spencer -dije con impaciencia-. Usted no puede forzar al destino. Si la señora Wade tiene miedo del tipo, puede mudarse. Ese es su problema. Nadie podrá protegerla de su marido durante las veinticuatro horas del día. Tal protección no existe en el mundo entero. Pero eso no es todo lo que usted quiere. Usted quiere saber por qué y cómo y cuándo el hombre se salió de sus casillas, y entonces arreglar todo para que no vuelva a hacerlo…, al menos hasta que termine aquel libro. Y yo pienso que esto es cosa que sólo él puede decidir. Si tiene muchas ganas de escribir ese condenado libro, dejará de lado la bebida hasta terminarlo. Usted pretende demasiado.
– Todo esto va junto. No es más que un solo problema.
Pero creo comprender. Es demasiado sutil para el tipo de trabajo que usted acostumbra a realizar. Bueno, adiós. Salgo esta noche en avión para Nueva York.
– Le deseo buen viaje.
Me agradeció y colgó. Olvidé informarle que le había dado al mozo el billete de veinte dólares. Quise llamarlo para decírselo, pero después pensé que sin eso ya debía sentirse bastante desdichado.
Cerré la oficina y me dirigí al bar “Victor” para beber un gimlet en memoria de Terry, pero a mitad de camino cambié de idea. No tenía ánimo propicio para hacerlo. En cambio fui al “Lowry”, me tomé un martini y comí unas costillas y un budín Yorkshire.
Cuando regresé a casa conecté el TV y durante un rato observé las peleas de boxeo. No valían nada; no eran más que un manojo de maestros de danza que debían haber estado trabajando para Arthur Murray. Todo lo que hacían era menearse y darse pinchazos y hacer fintas. Ninguno de ellos podía golpear lo bastante fuerte como para despertar a su abuela de un sueño ligero. La multitud abucheaba de lo lindo y el árbitro no hacía más que golpear las manos para que se movieran, pero ellos seguían meciéndose y moviéndose nerviosamente y lanzándose largas izquierdas sin resultado alguno. Di vuelta al botón para buscar otro canal y me encontré con una pieza policial. La acción tenía lugar en un cuarto de vestir y las caras estaban cansadas y remanidas y no tenían nada de hermosas. El diálogo era tan pesado que ni siquiera Monogram lo hubiera usado. El detective tenía como criado a un muchacho de color, ése era el toque cómico, pero no lo necesitaba ya que él era bastante cómico de por sí. Y los anuncios hubieran enfermado a un chivo criado y alimentado con alambre de púa y botellas de cerveza rotas. Después de un tiempo lo cerré y comencé a fumar un cigarrillo largo, de tabaco fresco y bien apretado. Me resultó muy agradable pues se trataba de tabaco muy fino. No presté atención a la marca. Estaba a punto de empezar a cabecear cuando me llamó el sargento Green, de la Sección Homicidios.
– Pensé que le gustaría saber que enterraron a su amigo Lennox hace un par de días, en la misma ciudad mexicana donde murió. En representación de la familia fue allí un abogado y asistió al entierro. Esta vez tuvo mucha suerte, Marlowe. La próxima vez que piense en ayudar a un amigo a escapar del país, ¡no lo haga!
– ¿Cuántos balazos tenía encima?
– ¿Cómo dice? -vociferó. Se produjo un silencio. Entonces dijo, con demasiada cautela-: Yo diría que sólo uno. Por lo general es suficiente para hacerle saltar la cabeza a un tipo. El abogado trae de vuelta las impresiones digitales y lo que tenía en los bolsillos. ¿Quiere saber algo más?
– Sí, pero usted no me lo puede decir. Me gustaría saber quién mató a la mujer de Lennox.
– ¡Demonios! ¿No le dijo Grenz que el hombre dejó una confesión completa? Además salió en los diarios. ¿Ya no lee los periódicos?
– Gracias por haberme llamado, sargento. Fue muy amable de su parte.
– Oiga, Marlowe -dijo con voz irritada-, si usted tiene ideas raras sobre este caso, se llevará un buen dolor de cabeza si empieza a hablar de ellas. El caso está cerrado, terminado y archivado con naftalina. Y es una suerte para usted. Complicidad después del hecho podría significar hasta cinco años en este Estado. Y permítame que le diga algo más. Hace mucho tiempo que soy policía y una cosa segura he aprendido, y es que no siempre lo mandan a uno adentro por lo que ha hecho. Cuando se llega al tribunal a veces tienen más importancia las apariencias que la realidad. Buenas noches.