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El llamador de la puerta y el teléfono sonaron al mismo tiempo. Atendí primero el teléfono porque el llamador sólo significaba que alguien había entrado en la diminuta sala de espera.

– ¿Habla el señor Marlowe? El señor Endicott quiere hablar con usted. Un momento, por favor.

Endicott se puso al aparato.

– Habla Sewell Endicott -dijo como si no supiera que la secretaria ya me había adelantado su nombre.

– Buenos días, señor Endicott.

– Me alegra ver que lo pusieron en libertad. Pienso que posiblemente usted tuvo una buena idea al no ofrecer ninguna resistencia.

– No fue una idea. Simplemente obstinación.

– Dudo que vuelva a oír algo más sobre todo este asunto. Pero si no fuera así y necesita ayuda, no deje de llamarme.

– ¿Por qué tendría que pasar algo? El hombre está muerto. Les resultaría endemoniadamente difícil probar que estuvo conmigo. Y aun entonces tendrían que probar que soy culpable de haber tenido conocimiento del asunto. Y después tendrían que probar que cometió el crimen o que era un fugitivo.

Endicott carraspeó.

– Quizá no esté usted enterado de que Lennox dejó una confesión completa -dijo con cautela.

– Me lo dijeron, señor Endicott, pero me estoy dirigiendo a un abogado. ¿Hablaría de más si sugiriera que la confesión también tendría que ser probada, tanto en lo referente a su autenticidad como a su veracidad?

– Temo no disponer de tiempo para una discusión legal -dijo Endicott bruscamente-. Tengo que ir en avión a México para cumplir con un deber bastante triste. Probablemente adivine de qué se trata.

– Ajá. Depende de quién sea la persona a quien representa. No me lo dijo, ¿recuerda?

– Lo recuerdo muy bien. Bueno, adiós, Marlowe. Mantengo mi ofrecimiento de ayuda, pero permítame que también le dé un pequeño consejo. No crea que su posición está perfectamente aclarada y usted esté a salvo. Aún se encuentra metido en un asunto peliagudo.

Endicott cortó la comunicación y yo hice lo mismo. Permanecí un momento sentado, con el ceño fruncido, pero en seguida hice desaparecer de mi rostro este gesto de preocupación y me levanté para abrir la puerta de comunicación con la sala de espera.

Había un hombre sentado al lado de la ventana, hojeando una revista. Usaba traje gris azulado a cuadros color azul pálido casi invisibles. Tenía zapatos negros, de tipo mocasín con dos cordones, que son casi tan confortables como las sandalias pero que no arruinan los calcetines cada vez que uno camina una calle con ellos. En el bolsillo tenía un pañuelo blanco doblado en cuadro y detrás asomaba un par de anteojos para el sol. El cabello era abundante, oscuro y ondulado, la tez muy morena, la mirada viva y brillante, y se sonrió al mirarme. Sobre la camisa de un blanco inmaculado lucía una corbata color castaño oscuro anudada en forma de moño.

Dejó a un lado la revista y dijo:

– ¡Las cosas que se publican! He estado leyendo un artículo sobre Costello. Claro, ellos conocen todo sobre Costello. Lo mismo que yo conozco todo sobre Helena de Troya.

– ¿En qué puedo servirle?

Me contempló sin ninguna prisa y dijo de pronto:

– Un Tarzán en un gran monopatín rojo.

– ¿Qué?

– Usted, Marlowe. Es un Tarzán en un gran monopatín rojo. ¿Lo maltrataron mucho?

– Más o menos. Pero no creo que sea asunto suyo.

– ¿Después de que Allbright habló con Gregorius?

– No, después de eso, no.

Hizo un breve gesto de asentimiento.

– Usted recibió algún mendrugo cuando se le pidió a Allbright que frenara a ese infeliz.

– Ya le dije que no creo que sea asunto suyo. Y a propósito, no conozco al comisionado Allbright y no le pedí que hiciera nada. ¿Por qué habría de hacer algo por mí?

El tipo me miró malhumorado y se levantó lentamente, grácil como una pantera. Atravesó la habitación y se asomó a mi oficina, me hizo una señal con la cabeza y entró. Era uno de esos tipos que parecen ser los dueños del lugar donde se encuentran. Lo seguí y cerré la puerta. El hombre se detuvo al lado del escritorio y miró alrededor con expresión divertida.

– Usted es un tipo pequeño -dijo-. Muy pequeño.

Me paré detrás del escritorio y esperé.

– ¿Cuánto gana al mes, Marlowe?

Hice oídos sordos y encendí la pipa.

– Setenta y cinco será el máximo -calculó.

Dejé caer el fósforo apagado en el cenicero y exhalé el humo del tabaco.

– Usted es un fullero, un pobre engañabobos. Es tan pequeño que para verlo se necesita una lupa.

No dije nada.

– Tiene emociones baratas. Es ordinario en todo. Da unas vueltas con un tipo, bebe con él unos cuantos tragos, le hace algunas bromas, le da un poco de dinero cuando anda en la mala y se entrega a él en cuerpo y alma. Como cualquier escolar que lee a Frank Merriwell. Usted no tiene agallas, ni cerebro, ni buenos amigos, ni carácter; por eso adopta actitudes falsas y espera que la gente se ponga a llorar. Tarzán en un monopatín rojo.

Sonrió con lasitud:

– En mi libro usted no vale ni siquiera un centavo.

De pronto se inclinó sobre el escritorio y me abofeteó con el revés de la mano, en forma casual y despreciativa sin intención de lastimarme y con la misma sonrisa en los labios. Después, como yo ni siquiera me moví, se sentó lentamente, apoyó el codo sobre el escritorio y el mentón en su mano morena. Los ojos brillantes y escrutadores me seguían observando.

– ¿Sabe quién soy, pobre infeliz?

– Su nombre es Menéndez. Los muchachos lo llaman Mendy. Usted opera en Strip.

– ¿Sí? ¿Y cómo llegué tan alto?

– No sabría decirlo. Probablemente comenzó como alcahuete en algún prostíbulo mexicano.

Sacó del bolsillo una cigarrera de oro y con un encendedor de oro encendió un cigarrillo marrón. El humo despedía un olor acre. Colocó la cigarrera sobre el escritorio y la acarició con las puntas de los dedos.

– Soy un hombre malo y poderoso, Marlowe. Gano mucha plata. Tengo que ganar mucha plata para untar a los muchachos que necesito. Poseo una propiedad en Bel Air que costó noventa mil dólares y ya he gastado otro tanto y más para arreglarla y amueblarla. Mi mujer es una rubia platinada encantadora y tengo dos hijos en el Este que estudian en escuelas privadas. Mi mujer tiene cincuenta mil en alhajas, y otros setenta y cinco mil en pieles y ropa. Tengo un mayordomo, dos criadas, una cocinera y un chófer, sin contar el mono que me sigue los pasos. Soy un encanto en cualquier parte donde esté. Consigo lo mejor de todo: la mejor comida, las mejores bebidas, las mejores ropas, las mejores suites en los hoteles. Tengo una casa en Florida y un yate para navegación de ultramar con una tripulación de cinco hombres. Un Bentley, dos Cadillac, una camioneta Chrysler y un MG para mi chico. Dentro de un par de años la chica también tendrá uno. Y usted, ¿qué es lo que tiene?

– No mucho -contesté-. Este año conseguí una casa… para mí solo.

– ¿No está casado?

– Soy soltero. Además de eso tengo lo que usted ve aquí y mil doscientos dólares en el banco y algunos miles en bonos. ¿Esto satisface su pregunta?

– ¿Cuánto es lo más que ganó usted en un solo trabajo?

– Ocho cincuenta.

– Por Dios, ¿hasta dónde puede descender un tipo?

– Déjese de machacar y dígame lo que quiere.

Apagó el cigarrillo por la mitad y en seguida encendió otro. Se reclinó sobre la silla y frunció los labios.

– Eramos tres muchachos en un bodegón que parecía una ratonera. Hacía un frío de los mil diablos, la nieve nos rodeaba por todas partes. Comíamos de lata, comida fría. Un poco de bombardeo y mucho fuego de mortero. Estábamos azules de frío, azules de verdad, sin cuento, Randy Starr, yo y este Terry Lennox. Una granada cae justo en medio de nosotros y por alguna razón no estalla. Esos fritzes tienen una cantidad de trucos. Poseen un sentido del humor muy particular. A veces uno cree que se trata de una de esas bombas falsas y tres segundos más tarde se da cuenta de que se ha equivocado y que no hay más bomba. Terry la agarra y sale de la ratonera antes que Randy y yo tengamos tiempo de empezar a movernos. Bien rápido, hermano. Como un buen jugador de fútbol. Se tira al suelo con la cara hacia abajo y arroja la cosa lejos y ahí va por el aire. La mayor parte pasa por encima de su cabeza, pero un trozo le alcanza en un lado de la cara. En aquel preciso instante los fritzes lanzan un ataque, y de lo único de que nos damos cuenta en seguida es que ya no estamos en ese lugar.

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