Las cosas no siempre habían sido así para Rocky Conwell. Durante su etapa en el instituto de Westfield había llegado a jugar como defensa lateral de la selección del estado. La Universidad Estatal de Pensilvania -mediante Joe Paterno en persona- lo había reclutado y convertido en un brioso jugador de segunda línea. Con su metro noventa y cinco y sus ciento veinte kilos, y agresivo por naturaleza, Rocky había destacado durante cuatro años, llegando a situarse entre los diez mejores jugadores universitarios en dos ocasiones. Los Rams de San Luis lo contrataron en la octava ronda.
Durante un tiempo pareció que el mismísimo Dios había planeado su vida desde el principio. Rocky era su verdadero nombre, pues sus padres lo llamaron así cuando su madre, en verano de 1976, se puso de parto mientras veían la película Rocky. Si uno va a llamarse Rocky, más le vale ser grande y fuerte. Más le vale estar dispuesto a hacer ruido. Y allí estaba él, un jugador de fútbol incorporado a un equipo profesional y con ganas de jugar. Conoció a Lorraine -una mujer despampanante que no sólo podía detener el tráfico sino incluso hacerlo retroceder- durante su tercer curso de carrera. Se enamoraron perdidamente. La vida era maravillosa.
Hasta que dejó de serlo.
Rocky fue un excelente jugador universitario, pero existía una diferencia abismal entre el fútbol amateur y la liga profesional. A los técnicos que entrenaban a los novatos de los Rams les encantaba su empuje. Les encantaba su ética de trabajo. Les encantaba cómo se jugaba el físico en cada jugada. Pero no así su velocidad, y en el fútbol de hoy, con la vital importancia del pase y la cobertura, Rocky simplemente no daba la talla. O eso dijeron. Rocky no se dio por vencido. Empezó a tomar más esteroides. Aumentó de tamaño pero no lo suficiente para ocupar un puesto en la delantera. Consiguió seguir otra temporada jugando en los equipos especiales de los Rams. Al año siguiente se quedó en la calle.
Pero el sueño no murió. Rocky no lo permitió. Se dedicó a levantar pesas. Pasó a consumir esteroides en serio. Siempre había tomado algún tipo de suplemento anabólico. Lo hacen todos los atletas. Pero la desesperación lo había vuelto menos cauto. Dejó de atenerse a los ciclos y las dosis recomendados. Su única obsesión era conseguir más masa. Se le agrió el carácter, ya fuera por los fármacos o por la decepción, o más probablemente por la poderosa mezcla de ambas cosas.
Para llegar a fin de mes, Rocky empezó a trabajar para la Federación de Lucha Extrema. Muchos recuerdan sus encarnizados combates en los cuadriláteros. Durante un tiempo causaron furor en la televisión de pago: auténticas peleas sangrientas, sin limitación alguna. Rocky era grande y fuerte, con dotes naturales para la lucha. Tenía aguante y sabía agotar al adversario.
Con el tiempo, la violencia en el cuadrilátero acabó siendo excesiva para la sensibilidad del público. Algunos estados prohibieron la lucha extrema. Algunos púgiles empezaron a pelear en Japón, donde seguía siendo legal -Rocky supuso que allí debían de tener una sensibilidad distinta-, pero él no fue. Rocky creía que la Liga Nacional de Fútbol todavía estaba a su alcance. Sólo tenía que trabajar con mayor ahínco. Aumentar un poco más de volumen, estar un poco más fuerte, ser un poco más rápido.
El monovolumen de Jack Lawson tomó la Carretera 17. Rocky tenía instrucciones claras: seguir a Lawson; anotar adónde iba, con quién hablaba, todos sus pasos hasta el último detalle, pero nunca -nunca- hablar con él. Debía observarlo. Nada más.
Ningún problema. Dinero fácil.
Dos años atrás, Rocky se enzarzó en una pelea en un bar. Lo típico. Un tipo miró a Lorraine más de la cuenta. Rocky le preguntó qué miraba y el otro contestó: «Nada del otro mundo». En fin, lo de siempre. Sólo que Rocky iba muy acelerado por los esteroides. Hizo picadillo a aquel fulano -lo dejó realmente hecho puré- y lo trincaron por una denuncia de agresión. Pasó tres meses en la cárcel y ahora estaba en libertad condicional. Para Lorraine, eso fue la gota que colmó el vaso. Lo llamó perdedor y se marchó de casa.
Así que ahora Rocky intentaba compensarla.
Rocky había dejado los esteroides. Los sueños no se desvanecen fácilmente, pero esta vez tomó conciencia de que la Liga Nacional de Fútbol no iba a poder ser. Pero Rocky tenía talento para otras cosas. Podía ser entrenador. Sabía motivar. Un amigo suyo tenía un contacto en su antiguo instituto, el Westfield. Si Rocky conseguía que le limpiaran los antecedentes, lo nombrarían coordinador de la defensa del equipo preuniversitario. Lorraine quizás encontrase allí un empleo como orientadora vocacional. Entonces estarían bien encaminados.
Sólo necesitaban un poco de dinero para empezar.
Rocky, al volante del Celica, se mantenía a una distancia prudencial del monovolumen. No le preocupaba demasiado la discreción. Jack Lawson era un aficionado. No estaría pendiente de si lo seguían. Eso le había dicho su jefa.
Lawson cruzó la frontera de Nueva York y cogió la autopista hacia el norte. Eran las diez de la noche. Rocky se preguntó si no debía dejarlo ya, pero no, todavía no. De momento no tenía nada de qué informar. El hombre había salido a dar una vuelta. Rocky lo seguía. Ése era su trabajo.
Rocky sintió que se le acalambraba la pantorrilla. ¡Cómo deseaba que aquel trasto tuviese más espacio para las piernas!
Al cabo de media hora, Lawson se detuvo junto a Woodbury Commons, uno de esos enormes centros comerciales donde en principio todas las tiendas vendían restos de serie de grandes marcas. Estaban todas cerradas. El monovolumen se desvió por una carretera oscura. Rocky disminuyó la velocidad. Si lo seguía allí, Lawson lo vería sin duda.
Rocky encontró un lugar a la derecha, aparcó, apagó los faros y cogió los prismáticos.
Jack Lawson detuvo el monovolumen, y Rocky lo observó bajar. Había otro coche no muy lejos. Debía de ser la amiguita de Lawson. Un lugar extraño para una cita romántica, pero nunca se sabía. Jack miró a ambos lados y luego se dirigió hacia la zona boscosa. Maldición. Rocky tendría que seguirlo a pie.
Dejó los prismáticos y bajó del coche. Todavía estaba a setenta, ochenta metros de Lawson. Rocky no quería acercarse más. Se agachó y volvió a mirar con los prismáticos. Lawson dejó de caminar. Se volvió y…
Pero ¿qué ocurría?
Rocky dirigió los prismáticos hacia la derecha. Había un hombre a la izquierda de Lawson. Rocky lo miró más detenidamente. Llevaba un uniforme de faena de los excedentes del ejército. Era bajo y recio, como un cuadrado perfecto. Se notaba que hacía ejercicio, pensó Rocky. El hombre -parecía chino o algo así- estaba inmóvil, como una estatua.
Al menos lo estuvo durante unos segundos.
Suavemente, casi como si tocara a un amante, el chino tendió la mano y la apoyó en el hombro de Lawson. Por un momento Rocky pensó que había sorprendido a dos gays en una cita. Pero no era eso. No era eso en absoluto.
Jack Lawson se desplomó como un títere con los hilos cortados.
Rocky ahogó una exclamación. El chino miró el cuerpo caído. Se agachó y cogió a Lawson por… demonios, parecía que lo cogía por el cuello. Como si fuera un cachorro o algo así. Por el pescuezo.
«Maldita sea -pensó Rocky-. Más vale que intervenga.»
Sin el menor esfuerzo, el chino llevó a Lawson hacia el coche. Con una mano. Como si fuera un maletín o algo así. Rocky hizo ademán de coger el móvil.
Mierda, se lo había dejado en el coche.
«Vale, piensa, Rocky», se dijo. El coche del chino era un Honda Accord, con matrícula de Nueva Jersey. Rocky intentó memorizar el número. Vio al chino abrir el maletero. Metió a Lawson dentro como si fuera un fardo de ropa sucia.
«Joder, ¿y ahora qué?», se preguntó Rocky.
Las órdenes que había recibido eran categóricas: «no hables». ¿Cuántas veces lo había oído? «Hagas lo que hagas, sólo debes observar. No hables.»