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– Cram es un amigo de la familia -dijo Grace-. Va a echarme una mano.

A Emma eso no le gustó.

– ¿A echarte una mano en qué? -Miró a Cram con cara de asco, cosa que, en esas circunstancias, era comprensible a la vez que grosero, pero no era el mejor momento para corregir modales-. ¿Dónde está papá?

– Se ha ido de viaje por trabajo -contestó Grace.

Emma no dijo nada más. Entró en la casa y corrió escalera arriba.

Max miró a Cram entrecerrando los ojos.

– ¿Puedo preguntarte algo?

– Claro -contestó Cram.

– ¿Todos tus amigos te llaman Cram?

– Sí.

– ¿Sólo Cram?

– Una sola palabra. -Movió las cejas-. Como Cher o Fabio.

– ¿Quién?

Cram se rió.

– ¿Por qué te llaman así? -preguntó Max.

– ¿Por qué me llaman Cram?

– Sí.

– Por mis dientes. -Abrió la boca. Cuando Grace se armó de valor para mirar, se le ofreció a la vista una imagen que parecía el delirante experimento de un ortodoncista trastornado. Tenía todos los dientes apretujados en el lado izquierdo, casi apilados. Parecía haber demasiados. Por el contrario, en el lado derecho, se sucedían las cavidades vacías y rosadas allí donde debían estar los dientes-. Cram * -dijo-. ¿Lo ves?

– ¡Hala! -exclamó Max-. Cómo mola.

– ¿Quieres saber cómo se me pusieron los dientes así?

A eso respondió Grace.

– No, gracias.

Cram la miró.

– Buena respuesta.

Cram. Grace echó otro vistazo a aquellos diminutos dientes. Tictac habría sido un apodo más adecuado.

– Max, ¿tienes deberes?

– Va, mamá.

– Ahora mismo -ordenó ella.

Max miró a Cram.

– Me voy -dijo-. Luego seguimos hablando.

Compartieron otro saludo con los puños y los nudillos antes de que Max se fuera corriendo con el abandono propio de un niño de seis años. Sonó el teléfono. Grace miró el visor para ver quién llamaba. Era Scott Duncan. Decidió dejar que saltara el contestador: era más importante hablar con Cram. Pasaron a la cocina. Había dos hombres sentados a la mesa. Grace se paró en seco. Ninguno de los dos la miró. Hablaban en susurros. Grace estuvo a punto de decir algo, pero Cram le hizo una seña para que saliera al jardín.

– ¿Quiénes son?

– Trabajan para mí.

– ¿En qué?

– Por eso no se preocupe.

Sí le preocupaba, pero en ese momento había otros asuntos más urgentes.

– Recibí una llamada de un hombre -dijo-. Por el móvil. -Le contó lo que había oído por teléfono. Cram no cambió de expresión. Cuando Grace acabó, Cram sacó un cigarrillo.

– ¿Le importa si fumo?

Ella le contestó que no.

– No lo haré en la casa.

Grace miró alrededor.

– ¿Por eso estamos aquí fuera?

Cram no respondió. Encendió el cigarrillo, respiró hondo y dejó que escapara el humo por los orificios de la nariz. Grace miró hacia el jardín del vecino. No había nadie. Ladró un perro. El ruido de un cortacésped rasgó el aire como un helicóptero.

Grace lo miró.

– Usted ha amenazado a gente, ¿verdad?

– Sí.

– Así que si hago lo que me dice, si paro, ¿cree que nos dejará en paz?

– Probablemente. -Cram aspiró una calada tan profunda que parecía fumar un porro-. Pero aquí en realidad la cuestión es por qué quieren que pare.

– ¿A qué se refiere?

– Me refiero a que debe de estar acercándose a algo. Debe de haber tocado un punto débil.

– No sé cómo.

– Ha llamado el señor Vespa. Quiere verla esta noche.

– ¿Por qué?

Cram se encogió de hombros.

Ella volvió a desviar la mirada.

– ¿Está lista para recibir más malas noticias? -preguntó Cram.

Ella se volvió hacia él.

– Su cuarto del ordenador. El del fondo.

– ¿Qué pasa con él?

– Han puesto un micrófono oculto. Y una cámara.

– ¿Una cámara? -Grace no podía creérselo-. ¿En mi casa?

– Sí, una cámara oculta. Está en un libro de la estantería. Es muy fácil encontrarla si uno busca. Esos chismes se compran en cualquier tienda de espías. Seguro que ya los ha visto en Internet. Se esconden en un reloj, en un detector de humos, cosas así.

Grace intentó asimilarlo.

– ¿Alguien nos está espiando?

– Eso parece.

– ¿Quién?

– Ni idea. No creo que sea la policía. Es demasiado poco profesional para eso. Mis hombres han dado un repaso al resto de la casa. De momento no hay nada más.

– ¿Cuánto tiempo…? -Grace intentaba entender lo que estaba diciéndole-. ¿Cuánto lleva aquí la cámara? Y también hay un micrófono, ¿no?

– Imposible saberlo. Por eso la he hecho salir. Para poder hablar tranquilamente. Sé que ha tenido que aguantar mucho, pero ¿está preparada para enfrentarse a esto?

Ella asintió, aunque la cabeza le daba vueltas.

– Bien, pues lo primero: el equipo. No es nada del otro mundo. Tiene un alcance sólo de unos trescientos metros. Para ver las imágenes en directo, tienen que recibirlas desde una furgoneta o algo así. ¿Ha visto alguna furgoneta aparcada en la calle durante largos periodos de tiempo?

– No.

– Lo suponía. Es probable que se grabe en un aparato de vídeo.

– ¿En un aparato de vídeo corriente?

– Exacto.

– ¿Y tiene que estar a menos de trescientos metros de la casa?

– Sí.

Grace miró alrededor como si pudiera estar en el jardín.

– ¿Cada cuánto tiempo tendrían que cambiar la cinta?

– Como mucho, cada veinticuatro horas.

– ¿Se le ocurre dónde puede estar?

– Todavía no. A veces ponen el aparato de vídeo en el sótano o el garaje. Deben de tener acceso a la casa, para poder retirar la cinta y poner otra nueva.

– Un momento. ¿Cómo que tienen acceso a la casa?

Él se encogió de hombros.

– Metieron la cámara y el micrófono en la casa de alguna manera, ¿no?

La rabia había vuelto, creciendo y abrasándola tras los ojos. Grace empezó a recorrer las viviendas vecinas con la mirada. Acceso a la casa. ¿Quién tenía acceso a la casa?, se preguntó. Y una vocecilla contestó…

«Cora.»

Pero no, imposible. Grace lo descartó.

– Así que tenemos que encontrar ese aparato.

– Sí.

– Y luego tendremos que esperar a ver qué pasa -dijo ella-. A ver quién recoge la cinta.

– Ésa es una manera de hacerlo -señaló Cram.

– ¿Se le ocurre otra mejor?

– En realidad, no.

– Y luego ¿qué? ¿Lo seguimos, a ver adónde nos lleva?

– Es una posibilidad.

– ¿Pero…?

– Es arriesgado -contestó Cram-. Podríamos perderlo.

– ¿Y usted qué haría?

– Si dependiera de mí, lo cogería y le haría unas cuantas preguntas difíciles.

– ¿Y si se niega a responder?

Cram mantenía la sonrisa de depredador marino. La cara de ese hombre era siempre una visión horrenda, pero Grace comenzaba a acostumbrarse. Además, era consciente de que no la asustaba a propósito; la suya era una expresión natural y permanente, fruto de lo que le habían hecho en la boca. Esa cara hablaba por sí sola, y viéndola quedaba claro que la pregunta de Grace era retórica.

Grace quiso protestar, decirle que ella era una persona con sentido cívico, y que se ocuparían del asunto de una manera legal y ética. Pero en lugar de eso dijo:

– Han amenazado a mi hija.

– Eso parece.

Ella lo miró.

– No tengo otra opción, ¿no? Tengo que enfrentarme a ellos.

– No veo otro camino.

– Usted lo sabía desde el principio -dijo Grace.

Cram ladeó la cabeza hacia la derecha.

– Y usted también.

Sonó el móvil de Cram. Lo abrió pero no habló, ni siquiera para saludar. Pocos segundos después lo cerró y dijo:

– Llega un coche.

Grace se volvió. Un Ford Taurus se detuvo en el camino de entrada. Salió Scott Duncan y se acercó a la casa.

– ¿Lo conoce? -preguntó Cram.

– Es Scott Duncan -contestó ella.

– ¿El que mintió y dijo que trabajaba en la fiscalía?

Grace asintió.

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* En inglés, «apretujado». (N. de los T.)

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