Ser madre, pensó Grace, se parecía mucho a ser artista: una se sentía siempre insegura, falsa, sabía que las demás son mejores. Esas madres que prodigaban obsesivas atenciones a sus hijos, ésas que realizaban sus monótonas tareas con una sonrisa de mujer perfecta en los labios y una paciencia sobrenatural, en fin, esas madres que siempre, siempre, tenían a mano el material adecuado para la actividad extraescolar ideal… eran, sospechaba Grace, mujeres profundamente trastornadas.
Cora esperaba en el camino de entrada de su casa, pintada de un rosa chicle. Todos los vecinos de la calle detestaban el color. Una en particular, una cursi llamada muy apropiadamente Missy, se dedicó durante una época a recoger firmas para exigirle a Cora que cambiase de color. Grace encontró a Missy la Cursi pasando la hoja en un partido de fútbol del primer curso, le pidió que se lo enseñara y lo rompió, tras lo cual se dio media vuelta y se fue.
El color tampoco entusiasmaba a Grace, pero las Missys de este mundo debían tomar buena nota: más les valía enmendarse.
Cora se acercó tambaleándose con sus tacones de aguja. Iba vestida con un poco más de recato -una sudadera encima de unos leotardos- pero en realidad daba igual. Algunas mujeres rezumaban sexo aunque se vistieran con un saco de arpillera. Cora era una de ellas. Cuando se movía, se formaban curvas nuevas incluso mientras desaparecían las anteriores. Cada frase pronunciada con su voz ronca, por inofensiva que fuera, parecía tener doble sentido. Cada movimiento de la cabeza parecía una invitación.
Cora entró en el coche y se volvió hacia Max.
– Hola, guapetón.
Max gruñó, sin alzar la vista.
– Igual que mi ex. -Cora se dio la vuelta-. ¿Tienes la foto?
– Sí.
– He llamado a Gus. Lo hará.
– ¿Le has prometido algo a cambio?
– ¿Te acuerdas de lo que te dije sobre el síndrome de la quinta cita? Bien pues… ¿estás libre el sábado por la noche?
Grace la miró fijamente.
– Es broma.
– Ya lo sabía.
– En fin, la cuestión es que Gus me ha dicho que escanees la foto y se la envíes por e-mail. Puede abrirte una cuenta con una dirección de correo electrónico anónima para que recibas las respuestas. Nadie sabrá quién eres. Lo acompañaremos de un texto muy escueto; sólo diremos que un periodista está escribiendo un artículo y necesita conocer el origen de la foto. ¿Te parece bien?
– Sí, gracias.
Llegaron a la casa. Max subió al primer piso y luego gritó:
– ¿Puedo ver la tele?
Grace accedió. Como todos los padres, Grace imponía estrictas reglas respecto a la televisión, prohibiendo a sus hijos verla durante el día. Como todos los padres, sabía que las reglas estaban hechas para incumplirlas. Cora fue derecha al armario de la cocina y preparó café. Grace se preguntó qué fotografía podía enviar y decidió usar la ampliada de la derecha, la de la rubia con el aspa en la cara y la pelirroja a su izquierda. No incluyó la imagen de Jack (en el supuesto de que fuera realmente Jack). No quería involucrarlo todavía. Decidió que si había dos personas en la foto tenía más posibilidades de que las identificaran y su solicitud no parecería obra de un acosador demente.
Cora miró la foto original.
– ¿Me permites que haga una observación?
– Sí.
– Esto es muy raro.
– Ese hombre -Grace lo señaló-, el de la barba, ¿a quién se parece?
Cora entornó los ojos.
– Supongo que podría ser Jack.
– ¿Podría ser o es?
– Dímelo tú.
– Jack ha desaparecido.
– ¿Cómo dices?
Grace contó a Cora lo sucedido. Cora escuchó, tamborileando en el mantel con una uña demasiado larga pintada con laca Rouge Noir de Chanel, un color muy semejante al de la sangre. Cuando Grace acabó, Cora dijo:
– Ya sabes, claro, que tengo una mala opinión de los hombres.
– Lo sé.
– Creo que la gran mayoría está dos pisos por debajo de las cagadas de perro.
– Eso también lo sé.
– Así que la respuesta evidente es que sí, es una foto de Jack. Que sí, esa rubita, la que lo mira como si fuera el Mesías, es un viejo amor. Que sí, Jack y María Magdalena tienen una aventura. Que alguien, tal vez su marido actual, quería que te enteraras y por eso te envió la foto. Y que se lió todo cuando Jack se dio cuenta de que lo habías descubierto.
– ¿Y por eso se marchó?
– Exacto.
– Eso no tiene sentido, Cora.
– ¿Tienes una teoría mejor?
– Estoy en ello.
– Menos mal -dijo Cora-, porque a mí tampoco me convence. Sólo hablo por hablar. La regla es la siguiente: los hombres son todos unos cerdos. Sin embargo, siempre he creído que Jack era la excepción que confirmaba la regla.
– Te quiero, lo sabes.
Cora asintió.
– Todo el mundo me quiere.
Grace oyó un ruido y miró por la ventana. Una limusina negra y reluciente se detuvo en el camino de entrada con la suavidad de una corista de la Motown. El chófer, un hombre con cara de rata y la complexión de un galgo, se apresuró a abrir la puerta trasera.
Había llegado Carl Vespa.
Pese a su supuesta vocación, Carl Vespa no se vestía de terciopelo al estilo de la familia Soprano, ni con trajes tan relucientes como si llevasen encima una capa de sellador. Prefería los pantalones caquis, los abrigos deportivos de Joseph Abboud y mocasines sin calcetines. Contaba unos sesenta y cinco años pero parecía diez años más joven. El pelo le rozaba los hombros, y era de un tono rubio canoso. Tenía el rostro tostado por el sol, de una suavidad cérea en la que parecía adivinarse el uso de algún cosmético inyectable, como el Botox. Tan notable era la intervención del dentista en su boca que daba la impresión de que sus incisivos hubiesen tomado hormonas del crecimiento.
Con un gesto, dio una orden al conductor con aspecto de galgo y se acercó a la casa solo. Grace abrió la puerta para recibirlo. Carl Vespa le dedicó una radiante sonrisa. Grace se la devolvió, alegrándose de verlo. Él la saludó con un beso en la mejilla. No cruzaron una sola palabra. No hacía falta. Él le cogió las dos manos y la miró. Ella vio que se le humedecían los ojos.
Max apareció a la derecha de su madre. Vespa le soltó las manos y retrocedió un paso.
– Max -dijo Grace-, éste es el señor Vespa.
– Hola, Max.
– ¿Ese coche es tuyo?
– Sí.
Max miró el coche y luego a Vespa.
– ¿Tiene una tele?
– Sí.
– ¡Qué guay!
Cora se aclaró la garganta.
– Ah, y ésta es mi amiga Cora.
– Encantado -saludó Vespa.
Cora miró el coche y luego a Vespa.
– ¿Eres soltero?
– Sí.
– ¡Qué guay!
Grace repitió las instrucciones a Cora por sexta vez. Cora fingió escuchar. Grace le dio veinte dólares para que pidieran unas pizzas y ese pan con queso que a Max le gustaba tanto últimamente.
A Emma la llevaría a casa la madre de una compañera de clase al cabo de una hora.
Grace y Vespa se dirigieron a la limusina. El chófer con cara de rata ya tenía la puerta abierta y estaba esperando.
– Te presento a Cram -dijo Vespa, y señaló al conductor. Cuando Cram le estrechó la mano, Grace tuvo que contener un grito.
– Encantado -dijo Cram. Su sonrisa sugería imágenes de un documental de Discovery Channel sobre depredadores marinos. Grace entró en el coche y Carl Vespa la siguió.
Había vasos de Waterford y una licorera a juego medio llena de un líquido de color caramelo y aspecto caro. Tenía, efectivamente, un aparato de televisión. Encima del asiento de Grace estaban el DVD, un compact disc de carga múltiple, los mandos del climatizador y botones suficientes para confundir a un piloto de aviación. Todo ello -los vasos, la licorera, la electrónica- resultaba excesivo, pero tal vez eso era lo que se esperaba en una limusina.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Grace.
– Es un poco difícil de explicar. -Estaban sentados uno al lado del otro con la vista al frente-. Preferiría enseñártelo, si no te importa.