– ¿De qué hablasteis?
– Esta tarde tenemos una presentación. Sobre los estudios del Fenomitol.
– ¿De algo más?
– ¿Cómo que «de algo más»? ¿A qué te refieres?
– ¿De qué más hablasteis?
– De nada. Quería preguntarle por una diapositiva de PowerPoint. ¿Por qué? ¿Qué pasa, Grace?
– Después de eso, salió.
– ¿Y?
– No he vuelto a verlo.
– Un momento, cuando dices que no lo has visto…
– O sea, que no ha vuelto a casa, no ha llamado, no tengo ni idea de dónde está.
– Vaya, ¿y has llamado a la policía?
– Sí.
– ¿Y?
– Y nada.
– Dios mío. Oye, voy para allá. Enseguida estoy allí.
– No -dijo ella-. Estoy bien.
– ¿Seguro?
– Sí. Tengo cosas que hacer -dijo de manera poco convincente. Se pasó el teléfono al otro oído, sin saber muy bien cómo decirlo-. ¿Jack se ha comportado normalmente en los últimos tiempos?
– ¿En el trabajo, quieres decir?
– En el trabajo, o en cualquier sitio.
– Sí, claro. Jack es Jack, ya lo conoces.
– ¿No has notado ningún cambio?
– Los dos hemos andado muy estresados con los ensayos de este medicamento, si lo dices por eso. Pero nada fuera de lo habitual. Grace, ¿seguro que no debería acercarme?
Se oyó un pitido en el teléfono. Una llamada en espera.
– Tengo que colgar, Dan. Me llaman por la otra línea.
– Será Jack. Telefonéame si necesitas algo.
Colgó y miró el número en el identificador. No era Jack. O al menos no era su móvil. Era un número anónimo.
– ¿Diga?
– Señora Lawson, soy el agente Daley. ¿Ha sabido algo de su marido?
– No.
– La hemos llamado a su casa.
– Ya, he salido.
Se produjo una pausa.
– ¿Dónde está?
– En el centro.
– En el centro, ¿dónde?
– En la tienda de Photomat.
Una pausa más larga.
– No pretendo entrometerme, pero ¿no le parece un lugar extraño para ir si tan preocupada está por su marido?
– ¿Agente Daley?
– ¿Sí?
– Hay un invento nuevo. Se llama teléfono móvil. De hecho, usted está hablando conmigo por uno de esos aparatos.
– No quería…
– ¿Ha averiguado algo sobre mi marido?
– Por eso la llamo. Mi capitán está aquí y le gustaría verla para hacerle unas preguntas de seguimiento.
– ¿De seguimiento?
– Sí.
– ¿Eso es normal?
– Claro. -Lo dijo como si fuera cualquier cosa menos eso.
– ¿Ha encontrado algo?
– No, o sea, nada que pueda ser motivo de alarma.
– ¿Y eso qué significa?
– Sólo que el capitán Perlmutter y yo necesitamos más información, señora Lawson.
Otra clienta de Photomat, una rubia con mechas recientes de aproximadamente la misma edad que Grace, se acercó a la tienda vacía. Ahuecó las manos en torno a los ojos y miró adentro. También ella frunció el entrecejo y se marchó malhumorada.
– ¿Están los dos en la comisaría? -preguntó Grace.
– Sí.
– Pasaré por allí dentro de tres minutos.
– ¿Cuánto tiempo hace que su marido y usted viven aquí? -preguntó el capitán Perlmutter.
Estaban apretujados en un despacho más propio del portero de la escuela que del capitán de policía del pueblo. La comisaría de Kasselton había sido trasladada a la antigua biblioteca, un edificio con historia y tradición pero con escasas comodidades. Al hacer la primera pregunta, el capitán Stu Perlmutter, sentado tras su escritorio, se reclinó en la butaca y cruzó las manos sobre la pulcra barriga. El agente Daley permanecía apoyado en el marco de la puerta, haciendo ver que estaba cómodo.
– Cuatro años -contestó Grace.
– ¿Le gusta esto?
– Bastante.
– Bien. -Perlmutter le sonrió, como un profesor dando su aprobación a la respuesta-. Y tiene hijos, ¿no?
– Sí.
– ¿De qué edad?
– Ocho y seis.
– Ocho y seis -repitió con una sonrisa nostálgica-. Son unas edades maravillosas. No son bebés, y todavía no son adolescentes.
Grace decidió tomárselo con paciencia.
– Señora Lawson, ¿su marido ya había desaparecido alguna vez?
– No.
– ¿Tienen problemas conyugales?
– Ninguno.
Perlmutter la miró con escepticismo. No guiñó un ojo, pero casi.
– Les va todo de maravilla, ¿eh?
Grace guardó silencio.
– ¿Cómo se conocieron su marido y usted?
– ¿Perdón?
– He preguntado…
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Sólo pretendo formarme una idea de la situación.
– ¿De qué situación? ¿Ha averiguado algo o no?
– Por favor. -Perlmutter intentó esbozar lo que debía de considerar una sonrisa irresistible-. Simplemente necesito un poco de información. Los antecedentes, ¿entiende? ¿Dónde se conocieron Jack Lawson y usted?
– En Francia.
Lo anotó.
– Usted es artista, ¿no es así, señora Lawson?
– Sí.
– ¿Estaba estudiando arte en el extranjero, pues?
– ¿Capitán Perlmutter?
– Sí.
– No quiero ofenderlo, pero estas preguntas son muy extrañas. Perlmutter dirigió una mirada a Daley. Se encogió de hombros para dar a entender que no albergaba malas intenciones.
– Tal vez tenga razón.
– ¿Ha averiguado algo o no? -repitió Grace.
– Creo que el agente Daley ya le ha explicado que su marido es mayor de edad y que no estamos obligados a decirle nada, ¿no es así?
– Sí.
– Bien, pues no creemos que haya sido víctima de ninguna acción delictiva, si es eso lo que la preocupa.
– ¿Por qué lo dice?
– No hay pruebas de ello.
– ¿Eso significa que no han encontrado manchas de sangre ni nada por el estilo? -preguntó ella.
– Exacto. Pero, más que eso -Perlmutter volvió a mirar a Daley-, el hecho es que sí encontramos algo que… bueno, tal vez no deberíamos contarle.
Grace se reacomodó en la silla. Intentó por todos los medios mirarlo a los ojos, pero él la eludía.
– Le agradecería mucho que me dijera lo que saben.
– No es gran cosa -dijo Perlmutter.
Grace esperó.
– El agente Daley ha telefoneado a la oficina de su marido. No ha ido por allí, claro. Seguramente ya está usted enterada de eso. Tampoco ha llamado para avisar que estaba enfermo. Así que hemos decidido investigar un poco más. De manera extraoficial, por supuesto.
– Ya.
– Usted ha tenido la amabilidad de facilitarnos el número del tac de su coche. Lo hemos introducido en el ordenador. ¿A qué hora dijo que salió su marido anoche?
– A eso de las diez.
– ¿Y pensó que tal vez había ido al supermercado?
– No lo sabía. No me dijo nada.
– ¿Simplemente cogió y se largó?
– Sí.
– ¿Y usted no le preguntó adónde iba?
– Yo estaba arriba. Oí el motor del coche.
– Bien, pues esto es lo que necesitamos saber. -Perlmutter apartó las manos de la barriga. La butaca crujió cuando se inclinó hacia delante-. Usted lo llamó al móvil. Casi enseguida. ¿No es así?
– Sí.
– Pues verá, ahí está el problema. ¿Por qué no le contestó? O sea, si quería hablar con usted…
Grace vio adonde quería ir a parar.
– ¿Cree que su marido… esto… sufrió un accidente en cuanto salió? ¿O tal vez alguien lo secuestró minutos después de marcharse de casa?
Grace no lo había pensado.
– No lo sé.
– ¿Alguna vez usa usted la autopista de Nueva York?
El cambio de tema la desconcertó.
– No mucho, pero sí, la he usado.
– ¿Ha ido alguna vez a Woodbury Commons?
– ¿El centro comercial de restos de serie?
– Sí.
– Sí, he estado allí.
– ¿Cuánto tiempo cree que se tarda en llegar?
– Media hora. ¿Fue allí?
– Lo dudo, no a esa hora. Las tiendas están cerradas. Pero usó su tac en el peaje de esa salida a las diez y veintiséis. Eso lleva a la Carretera Diecisiete y… diablos, es la que yo tomo para ir a los Poconos. Si calculamos diez minutos más o menos, cabe suponer que su marido fue derecho allí en cuanto salió de casa. Y de allí, en fin, ¿quién sabe adónde fue? La Interestatal Ochenta está a cincuenta kilómetros. Desde allí uno se puede ir a California.