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– Usted y mi esposa.

– ¿Puedo pedirle un favor?

– Inténtelo.

– ¿Le importa que uno de sus técnicos tome muestras de residuos de pólvora de cada uno de los tres muertos? Nos queda poco tiempo. Haré que mi gente analice las muestras.

– ¿Cree que alguno de ellos pudo disparar el arma?

– No lo sé. Pero así saldremos de dudas.

Royce se encogió de hombros y llamó a uno de los técnicos. Después de explicarle lo que querían, miraron cómo la mujer cargaba con una pesada maleta. La abrió y comenzó los preparativos para realizar la prueba de residuos de pólvora. Disponían de poco tiempo: en una situación ideal las muestras había que recogerlas dentro de las seis horas posteriores al disparo, y Sawyer tenía miedo de no cumplir el plazo.

La técnica mojó varios bastoncillos con algodón en la punta en una solución de ácido nítrico diluido. Pasó un bastoncillo por la palma y el dorso de las manos de cada uno de los cadáveres. Si alguno de ellos había disparado un arma, las muestras revelarían la presencia de depósitos de bario y antimonio, dos componentes básicos en la fabricación de casi todo tipo de municiones. No era algo concluyente. El hecho de conseguir un resultado positivo no significaba que alguno de ellos hubiera disparado el arma homicida, sino en las últimas seis horas. Además, podían sencillamente haber tocado el arma después de haber sido disparado -quizás en el transcurso de una pelea- y ensuciarse las manos con los residuos depositados en el exterior del arma. Pero un resultado positivo sin duda ayudaría a la causa de Sidney. Aunque todas las pruebas señalaban su presencia en la escena del crimen, Sawyer estaba seguro de que ella no había apretado el gatillo.

– ¿Un favor más? -le preguntó Sawyer a Royce, que enarcó las cejas-. ¿Me puede facilitar una copia de la cinta?

– Faltaría más.

Sawyer subió en el ascensor hasta el vestíbulo, caminó hasta su coche y llamó a un equipo forense del FBI. Mientras esperaba que llegaran, un pensamiento machacaba la mente de Sawyer. ¿Dónde demonios estaba Sidney Archer?

Capítulo 50

Sidney, que apenas se maquillaba, dedicó esta vez mucho tiempo a hacerlo con todo detalle. Se había encerrado en uno de los reservados del lavabo de señoras en Penn Station y sostenía en una mano la caja de pinturas. Había llegado a la conclusión de que el asesino no pensaría que había regresado aquí. Se encasquetó un sombrero tejano de cuero y bajó el ala sobre la frente. Después recogió la bolsa donde había guardado las prendas manchadas de sangre -que irían a parar a un contenedor de basuras- y salió del lavabo. Ahora iba vestida con una variedad de prendas que había tardado casi todo el día en comprar: pantalones tejanos muy ceñidos, botas vaqueras puntiagudas de color beige, una camisa de algodón blanca y una cazadora bomber negra. Pintarrajeada como una puta y con aquel atuendo, no se parecía en nada a la abogada de aspecto conservador que había sido hasta hacía poco, y a la que la policía no tardaría en buscar bajo acusación de asesinato. Se aseguró de que el revólver estuviera bien oculto en un bolsillo interior. Las leyes sobre armas en Nueva York eran de las más estrictas del país.

Cogió un tren de cercanías y al cabo de media hora se apeó en Stamford Connecticut, en una de las muchas urbanizaciones que satisfacían el deseo de los trabajadores neoyorquinos de vivir fuera del torbellino metropolitano. Otros veinte minutos de viaje en taxi la dejaron delante de una encantadora casa de ladrillos blancos y persianas negras en una zona residencial de lujo. En el buzón estaba pintado el nombre PATTERSON. Sidney le pagó al taxista, pero en lugar de ir hacia la puerta principal rodeó la casa para dirigirse al garaje. Junto a la puerta de éste había un comedero de madera para pájaros. Sidney miró en derredor antes de meter la mano en el comedero y comenzar a revolver entre los granos hasta que llegó al fondo. Cogió el juego de llaves que había allí, fue hasta la puerta trasera de la casa y entró. Su hermano, Kenny, y su familia estaban en Francia. Era un joven brillante, que dirigía una editorial independiente de mucho prestigio, pero tenía muy mala memoria. En muchísimas ocasiones no había podido entrar en ninguna de las casas que había tenido por haberse olvidado las llaves. Por este motivo, guardaba unas de repuesto en el comedero, algo conocido por el resto de la familia.

La casa era antigua, bien construida y mejor decorada, con grandes habitaciones y muebles cómodos. Sin perder un segundo, Sidney entró en un pequeño estudio y se acercó a un armario de roble que abrió con otra llave. Se tomó un momento para contemplar la impresionante variedad de escopetas, rifles y pistolas guardadas en el mueble. Por fin se decidió por una escopeta de repetición Winchester 1300 Defender del calibre doce. El arma era relativamente ligera -pesaba unos tres kilos- y utilizaba proyectiles Magnum de tres pulgadas capaces de detener cualquier cosa de dos piernas. Metió varias cajas de proyectiles en una bolsa de municiones que sacó de un cajón del armario. Después miró la colección de pistolas. No confiaba mucho en la potencia de un 32. Probó varias pistolas para ver cuál le resultaba más cómoda. Entonces sonrió complacida cuando empuñó a su vieja conocida: la Smith amp; Wesson Slim Nine. Cogió la pistola y una caja de balas del nueve, las metió en la misma bolsa de municiones y cerró el armario. Se hizo con unos prismáticos que había en un estante y salió del estudio.

Corrió escaleras arriba para ir al dormitorio principal, donde pasó varios minutos escogiendo prendas de su cuñada. No tardó mucho en llenar una maleta con ropa de abrigo y zapatos. De pronto recordó una cosa. Encendió el televisor del dormitorio y cambió de canales hasta encontrar una emisora de noticias. Ofrecían el resumen de las principales noticias, y aunque lo esperaba, se le cayó el alma a los pies cuando vio aparecer su rostro junto a una imagen de la limusina. La crónica era breve pero terrible, porque la pintaba como a una asesina. Se llevó otra sorpresa en el momento en que la pantalla se dividió en dos y junto a su cara apareció una foto de Jason. Parecía cansado, y ella se dio cuenta de que era la foto de la tarjeta de seguridad de Tritón. Al parecer, los medios encontraban muy atractivo el enfoque de la pareja criminal. Sidney contempló su rostro en la pantalla. Ella también parecía cansada, con el pelo peinado con raya en medio y aplastado contra la cabeza. Llegó a la conclusión de que Jason y ella tenían aspecto de culpables aunque no lo fueran. Pero en aquel momento, la mayoría del país los tomaría por criminales, una versión actualizada de Bonnie y Clyde.

Se levantó con las piernas temblorosas y llevada por un impulso repentino entró en el baño, donde se quitó la ropa y se metió en la ducha. La visión de la limusina le había hecho recordar que todavía llevaba encima restos de aquellos horribles momentos. Había cerrado la puerta con llave y dejado la cortina de la bañera abierta. Se duchó con el revólver al alcance de la mano. El agua caliente le quitó el frío de los huesos. Por casualidad se vio en el pequeño espejo sujeto en la pared de la ducha y se estremeció ante la visión de su rostro macilento. Se sentía cansada y vieja. Agotada física y mentalmente, y el cuerpo sufría las consecuencias. Entonces apretó los dientes y se abofeteó. No podía renunciar. Ella formaba un ejército de uno, pero osado y valiente. Tenía a Amy. Su hija era algo que nunca nadie le podría arrebatar.

Acabó de ducharse, se vistió con prendas abrigadas y fue al trastero para coger una linterna. De pronto se le había ocurrido que la policía visitaría a todos sus familiares y amigos. Llevó la maleta, las armas y las municiones hasta el garaje, donde estaba el Land Rover Discovery azul oscuro de su hermano, uno de los vehículos más resistentes del mercado. Metió la mano debajo del guardabarros izquierdo y sacó un juego de llaves del coche. Su hermano era algo increíble. Desconectó el complejo sistema de alarma; hizo una mueca ante el sonido discordante de la alarma al desactivarse. Dejó la escopeta en la parte trasera y la tapó con una manta. Las pistolas estaban en la bolsa que ocultó debajo del asiento delantero. No había cargado ninguna de las armas, pero lo haría en cuanto llegara a su destino.

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