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– Como ya te he dicho, hay una prueba clara de una explosión. Cuando revisé el ala por primera vez, pensaba en algún tipo de artefacto explosivo improvisado. Podría ser Semtex conectado a un temporizador o a un altímetro. El avión llega a una altura determinada y la bomba estalla. La explosión rompe la cubierta, de inmediato se produce la rotura de los remaches. Con un viento de centenares de kilómetros por hora, el ala se rompe por el punto más débil, con la misma facilidad con que te bajas la cremallera de la bragueta. Cede el larguero, y adiós. Caray, el peso de la turbina en esta sección del ala garantiza el resultado. -Hizo una pausa, al parecer con el propósito de estudiar más a fondo la parte interior del ala-. La cuestión es que tengo la impresión de que no utilizaron el detonante típico.

– ¿Por qué? -preguntó Sawyer.

Kaplan señaló en el interior del ala la parte visible del depósito de combustible cerca del panel de control. Iluminó el punto con la linterna.

– Mira esto.

Se veía con toda claridad un agujero bastante grande. Alrededor de la perforación había unas manchas marrón claro y el metal aparecía ondulado y con burbujas.

– Ya las vi antes -dijo Sawyer.

– No hay manera de que un agujero como éste se pudiera hacer solo. Y en cualquier caso, lo hubiesen visto en la revisión previa antes de que despegara el avión -señaló Kaplan.

Sawyer se calzó los guantes antes de tocar el metal.

– Quizá se produjo durante la explosión.

– Si fue así, es el único lugar donde ocurrió. No hay otras marcas como éstas en esta sección del ala, aunque hay combustible por todas partes. Eso excluye la explosión como causa. Pero creo que pusieron algo en la pared del tanque de combustible. -Kaplan hizo una pausa y se frotó las manos, nervioso-. Creo que pusieron algo con toda intención para hacer el agujero.

– ¿Un ácido corrosivo? -preguntó el agente especial.

– Te apuesto una cena a que eso será lo que encontraremos, Lee. Los depósitos de combustible están hechos con una estructura de aleación de aluminio consistente en los largueros de delante y atrás y las partes superior e inferior del ala. El grosor de las paredes varía alrededor de la estructura. Hay varios ácidos capaces de corroer sin problemas una aleación blanda como ésta.

– Vale, es ácido; pero tuvo que ser un ácido de acción lenta, y depende de la hora en que lo pusieran, para que el avión tuviera tiempo de elevarse.

– Eso es -respondió Kaplan-. El radiofaro de respuesta envía continuamente la altitud del avión al control de tráfico aéreo. Sabemos que el aparato había alcanzado la altitud de crucero unos minutos antes de la explosión.

– El tanque se perfora en algún punto durante el vuelo -añadió Sawyer, que continuaba con su razonamiento-. El combustible se derrama. Muy inflamable y explosivo. Entonces, ¿qué lo encendió? Quizá la turbina no estaba en llamas, pero ¿qué me dices del calor que desprende?

– Ni hablar. ¿Sabes el frío que hace a doce mil metros de altura? Ríete de Alaska. Además, la cubierta del motor y los sistemas de refrigeración disipan casi todo el calor que sale de la turbina. Y puedes estar bien seguro de que el calor que genera no irá a parar al interior del ala. Recuerda que tienes metido allí dentro un maldito tanque de combustible. Está muy bien aislado. Además, si se produce una fuga, el combustible volará hacia atrás, y no hacia delante, y por debajo del ala donde está la turbina. No, si yo quisiera derribar un avión de esta manera, no me fiaría ni un pelo de utilizar el calor de la turbina como detonador. Me buscaría algo más seguro.

– En el caso de producirse una fuga, ¿no se sellaría automáticamente? -preguntó Sawyer.

– En algunas secciones del tanque la respuesta sería sí. Pero no es así en otras, incluida ésta donde tenemos el agujero.

– De acuerdo, si lo derribaron como tú dices, y ahora mismo creo que tienes razón, tendremos que buscar a todos los que tuvieron acceso al aparato al menos durante las veinticuatro horas anteriores a su último vuelo. Habrá que ir con pies de plomo. Parece un trabajo interno, así que no debemos espantarlo. Si hay alguien más involucrado, quiero pillar hasta el último hijo de puta.

Sawyer y Kaplan volvieron a sus coches. El hombre de la NTSB miró al agente especial.

– Te veo muy dispuesto a aceptar mi teoría del sabotaje, Lee.

Sawyer conocía un factor que hacía mucho más creíble la posibilidad de un atentado.

– Tendremos que conseguir las pruebas -replicó sin mirar a su amigo-. Pero, sí, creo que tienes razón. Pensé lo mismo en cuanto encontraron el ala.

– ¿Por qué diablos haría alguien algo así? Entiendo que los terroristas secuestren o atenten contra un vuelo internacional, pero éste era un maldito vuelo interior. No lo entiendo.

Sawyer le detuvo justo en el momento en que Kaplan iba a subir al coche.

– Quizá te parezca más lógico si quieres matar a un tipo determinado y de una manera espectacular.

– ¿Derribar todo un avión para matar a un tipo? -exclamó Kaplan, incrédulo-. ¿Quién coño estaba a bordo?

– ¿Te suena el nombre de Arthur Lieberman?

Kaplan pensó unos segundos sin resultado.

– Me suena como muy conocido, pero no sé de qué.

– Verás, si fueses un alto ejecutivo de un banco de inversiones, agente de Bolsa, o uno de los congresistas que forman parte del comité de economía y finanzas, lo sabrías. En realidad, era la persona más poderosa de Estados Unidos, quizá del mundo entero.

– Creía que la persona más poderosa de este país era el presidente.

– No -le corrigió Sawyer con una sonrisa severa-. Era Arthur Lieberman, el tipo con la S de Superman en el pecho.

– ¿Quién era?

– Arthur Lieberman era el presidente de la Reserva Federal. Ahora es una víctima de homicidio junto con otras ciento ochenta más. Y tengo la corazonada de que era él el único al que querían matar.

Capítulo 13

Jason Archer no sabía dónde estaba. El viaje en la limusina le había parecido eterno, y DePazza, o como se llamase de verdad, le había vendado los ojos. El cuarto donde se encontraba era pequeño. Había una gotera en un rincón y el aire olía a moho. Se sentó en una silla desvencijada delante de la única puerta. No había ventanas. La única luz provenía de una bombilla colgada del techo. Le había quitado el reloj, así que no sabía qué hora era. Los secuestradores le traían comida a intervalos muy irregulares, cosa que dificultaba hacer un cálculo aproximado del tiempo transcurrido.

Una de las veces, cuando le trajeron la comida, Jason había visto en la habitación contigua, que era idéntica a la que ocupaba, su ordenador portátil y el teléfono móvil sobre una mesita al lado de la puerta. Le habían quitado la maleta plateada. Ahora estaba convencido de que no había habido nada en ella. Comenzaba a ver claro lo que estaba pasando. ¡Caray, menudo gilipollas! Pensó en su esposa y en su hija, y deseó con desesperación estar con ellas otra vez. ¿Qué pensaría Sidney de lo que le había ocurrido? Apenas si conseguía comprender las emociones que debía sentir en estos momentos. Si él le hubiese dicho la verdad… Ahora podría ayudarle. Suspiró. El problema estaba en que decirle cualquier cosa la hubiese puesto en peligro. Eso era algo que él nunca haría, aunque significase no volver a verla nunca más. Se enjugó las lágrimas mientras aceptaba la idea de la separación eterna. Se levantó y estiró los músculos.

Todavía no estaba muerto, si bien la catadura de sus captores no daba pie a muchas esperanzas. No obstante, a pesar de las precauciones habían cometido un error. Jason se quitó las gafas, las dejó en el suelo y las aplastó con el tacón del zapato. Recogió uno de los trozos de cristal, lo sujetó entre los dedos, se acercó a la puerta y golpeó.

– Eh, ¿pueden darme algo de beber?

– Calla. -La voz sonó enojada. No era DePazza, sino el otro hombre.

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