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– Digamos que Nathan Gamble no es la persona más enterada en informática del mundo -señaló Jason con una sonrisa que Rowe replicó con un bufido-. Sus operaciones de inversión generan un montón de papel, Quentin, y no puedes discutir con el éxito. El hombre ha ganado una fortuna a lo largo de los años.

– Así es, Jason. Esa es nuestra única esperanza, Gamble comprende el dinero. El trato con CyberCom convertirá en enanos a todos los demás. -Rowe miró a Jason con admiración-. Después de este trabajo te espera un gran futuro.

– Eso es exactamente lo que pensaba.

Jason Archer subió al asiento del acompañante del Ford Explorer, y se inclinó a un costado para besar a su esposa. Sidney Archer era alta y rubia. Las facciones muy marcadas se habían suavizado después del nacimiento de su hija. Señaló con la cabeza hacia el asiento trasero. Jason sonrió mientras posaba la mirada en Amy, su hija de dos años que dormía en el sillín con el osito Winnie bien agarrado a su puño.

– Ha sido un día muy largo para ella -dijo Jason mientras se desabrochaba la corbata.

– Para todos -replicó Sidney-. Creía que trabajar a tiempo parcial en un bufete sería un chollo, pero ahora me parece que encajo una semana laboral de cincuenta horas en tres días. -Sacudió la cabeza en un gesto de cansancio y puso el coche en marcha. Detrás de ellos se alzaba el edificio que albergaba las oficinas centrales de Tritón Global, el empleador de su marido y líder tecnológico indiscutible en ramos que iban desde las redes informáticas mundiales al software educativo para niños, y casi todo lo que caía en el medio.

Jason sujetó una de las manos de su esposa y la apretó con ternura.

– Lo sé, Sid. Sé que es duro, pero quizá dentro de poco consiga algo que te permitirá dejar el trabajo de una vez por todas.

– ¿Has diseñado un programa para acertar los números de la lotería? -preguntó ella con una sonrisa.

– Quizás algo mejor aún. -Jason correspondió a la sonrisa de Sid.

– Vale, has conseguido despertar mi atención. ¿De qué se trata?

– Ni hablar. -Jason meneó la cabeza-. No hasta que no esté seguro.

– Jason, no me hagas eso. -La súplica burlona hizo que él sonriera más todavía. Le palmeó la mano.

– Sabes que soy muy bueno guardando secretos, y sé que a ti te encantan las sorpresas.

Ella frenó el coche cuando el semáforo se puso en rojo y se volvió hacia su marido.

– También me gusta abrir los regalos en Nochebuena. Venga, habla.

– Esta vez no, lo siento, de ninguna manera. ¿Qué te parece si esta noche cenamos fuera?

– Soy una abogada muy tenaz, así que no intentes cambiar de tema. Además, cenar fuera no entra en el presupuesto de este mes. Quiero detalles. -Con un ademán juguetón le pinchó en las costillas con un dedo mientras ponía el coche en marcha.

– Pronto, muy pronto, Sid, te lo prometo. Pero ahora no, ¿vale? -De pronto, su tono se había vuelto más serio, como si lamentara haber sacado el tema. Ella le miró. Jason mantenía la mirada fija en la calle. Una sombra de preocupación apareció en el rostro de la joven. En aquel momento, él se volvió, vio la expresión preocupada, apoyó una mano en la mejilla de Sid y le guiñó un ojo-. Cuando nos casamos, te prometí el mundo, ¿no?

– Me has dado el mundo, Jason. -Ella miró a Amy por el espejo retrovisor-. Mucho más que el mundo.

– Te quiero, Sid, más que a nadie -dijo Jason mientras le acariciaba un hombro. Te mereces lo mejor. Algún día te lo daré.

Ella le sonrió; sin embargo, cuando él volvió a mirar a través de la ventanilla, la preocupación reapareció en su rostro.

El hombre estaba inclinado sobre el ordenador, con el rostro casi pegado a la pantalla. Sus dedos machacaban el teclado con tanta fuerza que parecían una batería de martillos en miniatura. Las teclas parecían a punto de desintegrarse ante el feroz ataque. Como un aguacero tropical, las imágenes digitales pasaban por la pantalla a una velocidad que el ojo no podía seguir. En el exterior la oscuridad era total. Una bombilla de poca potencia colgada del techo iluminaba el trabajo del hombre. El sudor le chorreaba por el rostro, aunque la temperatura de la habitación no superaba los veinte grados. Se enjugó el sudor cuando el líquido salado se coló detrás de las gafas y le escoció en los ojos, ya doloridos e inyectados en sangre.

Tan absorto estaba en su trabajo que no se dio cuenta de que la puerta se abría lentamente. Tampoco oyó los pasos de los tres hombres que avanzaron por la mullida alfombra hasta casi tocarle la espalda. Los movimientos eran pausados; la superioridad numérica parecía inspirar una enorme confianza en los intrusos.

Por fin el hombre sentado ante el ordenador se volvió. Comenzó a temblar incontrolablemente, como si previera lo que estaba a punto de sucederle.

Ni siquiera tuvo tiempo de gritar.

Apretaron los gatillos al mismo tiempo y cuando los percutores golpearon las balas, las armas rugieron al unísono.

Jason Archer dio un brinco en el sillón donde se había quedado dormido. El sudor le empapó el rostro mientras la visión de la muerte violenta permanecía en su mente. La maldita pesadilla se negaba a desaparecer. Echó una ojeada a la sala. Sidney dormitaba en el sofá; el murmullo de las voces de la televisión sonaba al fondo. Jason se levantó para cubrir a su esposa con una manta. Después fue a la habitación de Amy. Era casi medianoche. Espió desde la puerta y oyó cómo la pequeña se movía en sueños. Se acercó al borde de la cama y contempló el pequeño cuerpo que se agitaba. Tendría una pesadilla, algo que su padre comprendía muy bien. Jason acarició suavemente la frente de su hija y luego la cogió en brazos para mecerla apretada contra el pecho. Esto normalmente alejaba los temores nocturnos, y al cabo de unos pocos minutos Amy había recuperado la tranquilidad. Jason la metió en la cama bien abrigada y le dio un beso en la mejilla. A continuación fue a la cocina, escribió una nota para su esposa, la dejó en la mesita junto al sofá donde Sidney continuaba dormitando y se dirigió al garaje donde tenía su viejo Cougar convertible.

Mientras salía marcha atrás del garaje, no advirtió que Sidney le miraba desde la ventana del salón con la nota apretada en una mano. En cuanto las luces traseras desaparecieron calle abajo, Sidney se apartó de la ventana y releyó la nota. Su marido regresaba a la oficina para hacer algún trabajo. Volvería a casa en cuanto pudiera. Ella miró el reloj colocado en la repisa de la chimenea. Medianoche. Fue a controlar el sueño de Amy y después puso agua a calentar. De pronto, le fallaron las piernas y se apoyó contra el mostrador de la cocina mientras salía a la superficie una sospecha que hasta ahora había permanecido enterrada. Esta no era la primera vez que se despertaba para ver a su marido sacar el coche del garaje después de dejarle una nota avisándole de que volvía al trabajo.

Preparó el té y entonces, llevada por un impulso, corrió escaleras arriba y entró en el baño. Contempló su rostro en el espejo. Un poco más lleno desde que se casaron. Con movimientos bruscos se quitó el camisón y las bragas. Se miró de frente, de perfil y por último de espaldas. Utilizó un espejo de mano para observar la parte menos favorecida. El embarazo le había dejado algunas huellas; el estómago se había recuperado bastante, pero el trasero había perdido firmeza. ¿Le colgaban los pechos? Las caderas parecían un poco más anchas que antes, algo bastante natural después de dar a luz. Nerviosa, se pellizcó el milímetro extra de piel de debajo de la barbilla, mientras la dominaba una fuerte sensación de angustia. El cuerpo de Jason seguía tan firme como el día que comenzaron a salir. El magnífico físico de su marido y su belleza varonil sólo eran parte de un muy atractivo lote que incluía una inteligencia de primer orden. Este lote resultaba inmensamente sugestivo para todas las mujeres que Sidney conocía y sin duda para muchas más que desconocía. Mientras seguía con el dedo el perfil de la mandíbula soltó una exclamación al darse cuenta de lo que hacía. Ella, una abogada inteligente y muy bien considerada, se estaba examinando a sí misma como un trozo de carne, lo mismo que generaciones enteras de hombres habían hecho con las mujeres. Se puso el camisón. Era atractiva. Jason la amaba. Él iba a la oficina para seguir prosperando. Su carrera avanzaba a pasos de gigante. Muy pronto, los sueños de ambos se convertirían en realidad. El dirigiría su propia empresa; ella se dedicaría por entero a cuidar de Amy y de los otros hijos que esperaban tener. Tenía todo el aspecto de una serie de televisión de los cincuenta, pero así era como lo querían los Archer. Sidney estaba firmemente convencida de que en estos momentos Jason trabajaba al máximo en su oficina para alcanzar esa meta.

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