Mientras Kay digería la noticia, Sidney arriesgó otra pregunta.
– Kay, ¿hay alguna razón para que Jason mintiera? ¿Se comportaba como siempre en el trabajo?
Esta vez la pausa fue bastante larga. Sidney se movió inquieta en los escalones. El frío de los ladrillos comenzaba a entumecerle las nalgas. Se levantó bruscamente.
– Sid, tenemos unas normas muy estrictas respecto a hablar sobre asuntos de la compañía. No quiero meterme en líos.
– Lo sé, Kay. Soy una de las abogadas de Tritón, no lo olvides.
– Verás, esto es un poco diferente. -De pronto, la voz de Kay desapareció de la línea. Sidney se preguntó si habría cortado, pero entonces reapareció la voz-. ¿Puedes llamarme esta noche? No quiero hablar de esto en horas de trabajo. Estaré en casa alrededor de las ocho. ¿Tienes el número?
– Lo tengo, Kay. Gracias.
Kay Vincent colgó sin decir nada más.
Jason casi nunca hablaba con Sidney de su trabajo en Tritón, aunque ella, como abogada de Tylery Stone, estaba inmersa en numerosos temas relacionados con la compañía. Su marido se tomaba muy en serio las responsabilidades éticas de su posición. Siempre había tenido mucha trabajo en no poner a Sidney en una situación comprometida. Al menos hasta ahora. La joven caminó a paso lento hasta el aparcamiento.
Pagó al encargado y se encaminó hacia el coche. Se volvió de pronto pero el hombre ya había desaparecido a la vuelta de la esquina. Sin perder ni un segundo se dirigió a la calle paralela al garaje y echó una ojeada. No había nadie a la vista. Sin embargo, había numerosas tiendas y podía haber entrado en cualquiera.
Lo había sorprendido mirándola mientras ella estaba sentada en los escalones del Rotunda. El hombre estaba detrás de uno de los árboles. Atenta a su conversación con Kate, lo había descartado como un tipo que la observaba por las razones más obvias. Era alto, alrededor del metro ochenta, delgado y vestido con un abrigo azul. Las gafas oscuras y el cuello del abrigo levantado ocultaban sus facciones. Llevaba un sombrero marrón, aunque Sidney alcanzó a ver que tenía el pelo claro, quizá rubio rojizo. Por un momento, se había preguntado si la paranoia acababa de sumarse a su cada vez más larga lista de problemas. Ahora no tenía tiempo para preocuparse del desconocido. Tenía que volver a casa. Al día siguiente iría a buscar a su hija. Entonces recordó que su madre había mencionado el funeral de Jason. Ya se habrían ocupado de todos los detalles. Entre todo el misterio que rodeaba el último día de su marido, el recuerdo del funeral le hizo sentir otra vez la terrible realidad: Jason estaba muerto. No tenía importancia cómo la había engañado, o las razones por las que lo había hecho. Él ya no estaba. Sidney emprendió el regreso a casa.
Capítulo 18
Un viento helado azotaba el lugar del desastre mientras los nubarrones comenzaban a tapar el cielo azul brillante. Una legión de personas recorrían la zona marcando los restos con banderitas rojas, que formaban un mar carmesí en el campo de maíz. Cerca del cráter había una grúa con una cesta colgada del cable, con capacidad suficiente para dos hombres. Otra grúa situada en el borde había bajado una cesta idéntica hasta las profundidades del agujero. Del cráter salían más cables conectados a cabrestantes montados en camiones. Aparcada un poco más allá, había una flota de maquinaria pesada que esperaba la orden para la excavación final del cráter. Todavía no habían dado con la pieza más importante: las cajas negras.
Fuera del límite marcado por las vallas amarillas, habían instalado unas cuantas tiendas de campaña. Servían de depósito para las partes recogidas y que eran sometidas a un análisis in situ. En una de las tiendas, George Kaplan servía dos tazas de café caliente. Echó un vistazo a la zona. Por fortuna, había dejado de nevar. Pero la temperatura seguía baja y el pronóstico del tiempo anunciaba nuevas precipitaciones. No era muy alentador. La nieve convertiría la pesadilla logística en algo dantesco.
Kaplan le alcanzó una de las tazas de café a Lee Sawyer, que seguía contemplando el lugar de la catástrofe.
– Fue todo un acierto eso del tanque de combustible, George. La muestra era muy pequeña, pero los análisis del laboratorio demostraron que se trataba de un viejo conocido: ácido clorhídrico. Las pruebas indican que tarda entre dos y cuatro horas en corroer la aleación de aluminio. Menos, si se calienta el ácido. No parece que fuera un accidente.
– ¡Mierda! -exclamó Kaplan-. Como si los mecánicos fueran por ahí con una botella de ácido y lo derramaran por accidente sobre los tanques de combustible.
– Nunca creí que fuera un accidente, George.
Kaplan levantó las manos en un gesto de disculpa.
– Y puedes llevar el ácido en un recipiente de plástico, incluso puedes emplear un pulverizador para medir la cantidad que usas. El plástico no dispara a los detectores de metales. Fue una buena elección.
Kaplan hizo un mueca de disgusto. Volvió a mirar hacia el cráter y después otra vez al agente.
– Fijar un margen de tiempo tan preciso no está mal. Elimina de la lista a una cantidad de posibles sospechosos que no pudieron tener acceso.
– Esa es la pista que estamos siguiendo ahora mismo -comentó Sawyer, y bebió un trago de café.
– ¿De verdad crees que alguien voló todo un avión sólo para cargarse a un tipo?
– Quizá.
– Joder, no quiero hacerme el duro, pero si quieres cargarte a un tío, ¿por qué no pillarlo en la calle y pegarle un tiro en la cabeza? ¿Por qué esto? -Señaló el cráter y después se dejó caer en la silla, con los ojos semicerrados mientras que con una mano se frotaba con fuerza la sien izquierda.
Sawyer se sentó en una de las sillas plegables.
– No estamos muy seguros de que sea éste el caso, pero Lieberman era el único pasajero del avión que podía recibir esa clase de atención especial.
– ¿Por qué demonios tomarse tanto trabajo para acabar con el presidente de la Reserva?
Sawyer se arrebujó en el abrigo cuando una ráfaga de viento helado se coló en el interior de la tienda.
– Verás, los mercados financieros recibieron un buen vapuleo cuando se divulgó la noticia de la muerte de Lieberman. El Dow Jones perdió casi mil doscientos puntos, o sea un veinticinco por cien del total. Los mercados extranjeros también lo están pasando mal. -Sawyer dirigió a Kaplan una mirada significativa-. Y espera a que se filtre la noticia de que el avión fue saboteado. Que la muerte de Lieberman fue algo intencionado. ¿Quién coño sabe lo que podrá pasar?
– ¡Caray! ¿Todo eso por un tipo? -preguntó Kaplan, asombrado.
– Como te dije, alguien mató a Superman.
– Así que tienes un montón de presuntos sospechosos: gobiernos extranjeros, terroristas internacionales y toda esa mierda, ¿no?
Kaplan meneó la cabeza mientras pensaba en el número cada vez mayor de gente malvada en la cada vez más pequeña esfera que llamaban hogar.
El agente del FBI encogió los hombros.
– Digamos que no será el típico asesino callejero.
Los dos hombres guardaron silencio y contemplaron una vez más el lugar donde se había enterrado el avión. Observaron cómo la grúa comenzaba a recoger el cable y, al cabo de dos minutos, la cesta con los dos hombres apareció por encima del pozo. La grúa giró para depositar la cesta en el suelo. Los ocupantes saltaron a tierra. Sawyer y Kaplan miraron, cada vez más ansiosos, a la pareja que corría hacia ellos.
El primero en llegar fue un joven con el pelo rubio ceniza cubriéndole parte de sus facciones angelicales. En la mano llevaba un bolsa de plástico que contenía un objeto metálico pequeño y rectangular ennegrecido por el fuego. El compañero llegó al cabo de unos segundos. Era mayor, y el rostro enrojecido y los jadeos indicaban que correr por el campo no era lo suyo.
– No me lo podía creer -les informó el joven-. El ala de estribor, o lo que queda de ella, estaba encima del fuselaje, bastante intacta. Supongo que el lado izquierdo soportó la mayor parte de la explosión. Por lo que se ve, cuando el morro chocó contra el suelo, abrió un agujero un poco más grande que el diámetro del fuselaje. Las alas golpearon contra los bordes del agujero, y se plegaron hacia atrás y por encima del fuselaje. Todo un milagro.