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Jason Archer se había enviado el disquete a sí mismo.

Capítulo 35

En la acera opuesta al Lafitte Guest House, Lee Sawyer observaba el viejo hotel a través del cristal oscuro de la ventana de una habitación. El FBI había instalado su centro de vigilancia en un edificio de ladrillos abandonado cuyo propietario pensaba rehabilitar al cabo de un par de años. El agente bebió un trago de café y miró la hora: las seis y media de la mañana. La lluvia repiqueteaba contra el cristal. El día había amanecido desapacible.

Junto a la ventana había una cámara fotográfica con trípode. El teleobjetivo medía casi treinta centímetros de largo. Las únicas fotos hechas hasta ahora correspondían a la entrada del hotel, y las había sacado sólo para medir el foco, la distancia y la luz. Sawyer se acercó a la mesa y miró las fotos que no hacían justicia al rostro ni a los ojos verdes. Los agentes del FBI en Nueva Orleans habían fotografiado a Sidney Archer cuando salía del aeropuerto. A pesar de su ignorancia, la mujer parecía estar posando para la cámara. El rostro y el pelo eran hermosos. Sawyer siguió con el dedo el perfil de la nariz hasta los labios carnosos. Sobresaltado, apartó la mano de la foto y miró a su alrededor, un tanto avergonzado. Por fortuna, ninguno de los otros agentes había prestado atención a lo que hacía.

Echó una ojeada a la habitación. La mesa ocupaba el centro del espacio grande y casi vacío con las paredes de ladrillos desnudas, el techo de vigas de madera oscura y el suelo sucio. Dos ordenadores y un magnetófono ocupaban gran parte de la mesa. Agentes de la oficina local del FBI manejaban los equipos. Uno de ellos miró a Sawyer y se quitó los auriculares.

– Toda nuestra gente está en posición. Por los sonidos que capto, la mujer está dormida.

Sawyer asintió y se volvió para mirar otra vez por la ventana. Sus hombres habían averiguado que había otras cinco habitaciones ocupadas en el pequeño hotel. Todas parejas. Ninguno de los varones correspondía a la descripción de Jason Archer.

Las horas siguientes pasaron sin novedad. Sawyer, habituado a las largas vigilancias que muchas veces sólo daban acidez de estómago y dolor de espalda, no se aburría.

El agente que tenía puesto los auriculares escuchaba con atención.

– Acaba de salir de la habitación -anunció.

Sawyer se puso de pie, estiró los músculos y miró la hora.

– Las once. Quizá vaya a desayunar, aunque es un poco tarde.

– ¿Cómo quieres llevar el seguimiento?

– Como habíamos planeado. Dos equipos. Utiliza la mujer del cuarto vecino para el primero y a una pareja para el segundo. Se pueden alternar. Avísales de que estén muy alertas. Archer puede estar en guardia. Que mantengan la comunicación por radio continuamente. Recuerda que no tiene equipaje en el hotel. Por lo tanto, que estén preparados para cualquier medio de transporte, incluido el avión. Asegúrate de tener vehículos disponibles en todo momento.

– De acuerdo.

Sawyer volvió a mirar por la ventana mientras comunicaban sus instrucciones a los equipos. Tenía una sensación extraña que no acababa de definir. ¿Por qué Nueva Orleans? ¿Por qué el mismo día en que el FBI la había interrogado, ella corría el riesgo de hacer esto? Se olvidó de todo lo demás cuando Sidney Archer apareció en la puerta del hotel. La mujer miró por encima del hombre, con el miedo reflejado en los ojos; el agente ya conocía esa mirada. Un estremecimiento le recorrió la columna vertebral cuando de pronto recordó dónde había visto antes a Sidney Archer: en el lugar de la catástrofe. Cruzó la habitación y cogió el teléfono.

Sidney llevaba puesto el abrigo blanco, un testimonio de la bajada de temperatura. Se las había arreglado para espiar el registro de huéspedes, sin que la viera el recepcionista. Sólo figuraba una entrada después de ella. Una pareja de Ames, Iowa, ocupaba la habitación contigua a la suya. La hora de ingreso era la medianoche o quizá más tarde. No le pareció muy normal que una pareja del Medio Oeste se alojara en un hotel a esa hora cuando lo lógico era que ya estuvieran durmiendo. El hecho de que tampoco les oyera moverse en la habitación aumentó todavía más sus sospechas. Los viajeros cansados que se presentaban a medianoche no solían mostrarse muy comprensivos con el descanso de los demás huéspedes. Lo lógico era suponer que el FBI era su vecino, y que probablemente controlaban toda la zona. A pesar de sus precauciones la habían encontrado. Tampoco tenía nada de extraño, se recordó a sí misma mientras caminaba por las calles casi desiertas. El FBI se ganaba la vida con estas cosas. Ella no. ¿Y si el FBI los cogía? Bueno, ella ya había decidido desde el momento en que se enteró de que su marido vivía que sus oportunidades de seguir vivo pasaban por entregarse cuanto antes a las autoridades.

Sawyer se paseó por la habitación con las manos en los bolsillos. Había bebido tanto café que ahora le molestaba la vejiga. Sonó el teléfono. El agente joven atendió la llamada. Era Ray Jackson. Le pasó el teléfono a Sawyer, que se quitó los auriculares.

– ¿Sí? -La voz de Sawyer vibró expectante. Se frotó los ojos inyectados en sangre; los veinticinco años de experiencia no aliviaban las penurias físicas.

– ¿Cómo van las cosas por allí? -La voz de Jackson era fresca y alerta.

Sawyer miró la habitación cochambrosa antes de contestar.

– Aquí donde estoy, todo parece necesitar un buen barrido y una mano de pintura.

– Consuélate -dijo Jackson-. Cómo pillaste a Sidney Archer en el aeropuerto es la comidilla del día. Todavía no sé cómo lo conseguiste.

– Mucho me temo que agoté la suerte de mi pata de conejo, Ray. Dime que tienes algo para mí. -Sawyer cambió el auricular a la oreja derecha y estiró el brazo izquierdo para aliviar el calambre.

– Sí, señor. ¿Quieres adivinar?

– Ray, tío, te quiero, de verdad que sí, pero anoche mi cama fue un saco de dormir sobre el suelo helado, y no hay ni una parte del cuerpo que no me duela. Para colmo, no tengo calzoncillos limpios, así que a menos que desees que te dispare cuando te vea, habla ya.

– Tranquilo, grandullón. Vale, tenías razón. Sidney Archer visitó el lugar de la catástrofe en mitad de la noche.

– ¿Estás seguro? -Sawyer estaba convencido de que tenía razón, pero por hábito quería una confirmación independiente.

– Uno de los agentes… -Sawyer escuchó el ruido de los papeles que hojeaba Jackson-, el agente Éugene McKenna, estaba de servicio la noche que apareció Sidney Archer. McKenna pensó que era un curioso y le dijo que se marchara, pero entonces ella le habló del marido que estaba en el avión. Sólo quería echar una ojeada; estaba hecha polvo. McKenna se compadeció. Ya sabes, eso de viajar toda la noche para llegar hasta allí y todo lo demás. Le pidió que se identificara, comprobó los datos y después la llevó hasta cerca del cráter para que echara una ojeada. -Jackson hizo una pausa.

– ¿Y de qué coño nos sirve todo eso? -exclamó Sawyer.

– Tío, sí que estás quisquilloso. Ya llego. Cuando iban hacia el cráter, Archer le preguntó por una bolsa con las iniciales del marido. La había visto en la televisión. Supongo que salió despedida en el momento del impacto, que la encontraron y la pusieron con los demás restos. Y ahora lo importante: ella quería recuperar la bolsa.

Sawyer se sentó, miró a través de la ventana y después volvió a prestar atención al teléfono.

– ¿Qué le dijo McKenna?

– Que se trataba de una prueba y que ni siquiera la tenían allí. Que se la devolverían cuando acabaran con la investigación, algo que podía lardar mucho tiempo.

Sawyer se levantó y, con un gesto mecánico, se sirvió otra taza de café mientras pensaba en la información recibida. Su vejiga tendría que aguantarse.

– Ray, ¿qué dijo exactamente McKenna del aspecto de Archer?

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