– Sid, por favor, tranquilízate. -De pronto la voz de Rowe tenía una nota de pánico-. Escucha, no pretendía inquietarte todavía más. Lo siento. -Hizo una pausa y después añadió deprisa-: ¿Puedo hacer algo por ti?
– Sí, puedes decirles a todos los de Tritón que se vayan a tomar por el culo. Tú, el primero.
Desconectó el teléfono y lo arrojó sobre el asiento. Lloraba tanto que tuvo que detenerse a un lado del camino. Temblaba como si estuviera sumergida en hielo. Por fin, se desabrochó el cinturón de seguridad y se tendió en el asiento con un brazo sobre el rostro durante unos minutos. Después arrancó otra vez el coche y continuó el viaje. A pesar del cansancio, pensaba a la misma velocidad que el motor del Explorer. Jason se había inquietado al saber que ella tenía una reunión en Nueva York. Probablemente tenía preparada la historia de la entrevista para un nuevo trabajo por si surgía una emergencia. Su encuentro con Nathan Gamble y compañía lo había calificado como tal. Pero ¿por qué? ¿En qué estaba metido? ¿Y todas aquellas noches de trabajar hasta la madrugada? ¿Las reticencias? ¿Qué había estado haciendo?
Miró el reloj del salpicadero y vio que casi eran las cuatro. Su mente funcionaba a toda velocidad, pero no pasaba lo mismo con el resto. Apenas podía mantener los ojos abiertos y había llegado el momento de enfrentarse al problema de dónde pasar el resto de la noche. Se aproximaba a la ruta 29. Entró en la autopista y siguió hacia el sur en lugar de regresar al norte. Media hora más tarde, Sidney atravesó las calles desiertas de Charlottesville. Pasó por delante del Holiday Inn y otros alojamientos, y finalmente abandonó la ruta 29 para seguir por Ivy Road. No tardó mucho en llegar al Boar's Head Inn, uno de los mejores hoteles de la zona.
En menos de veinte minutos, estaba acostada en una cómoda habitación con hermosas vistas que en esos momentos no le interesaban lo más mínimo. Qué día de pesadillas, todas ellas absolutamente reales, pensó antes de cerrar los ojos. Sidney Archer se quedó dormida cuando sólo faltaban dos horas para el amanecer.
Capítulo 16
A las tres de la mañana, hora de Seattle, comenzó a llover una vez más. El guardia refugiado en la pequeña garita acercó las manos y los pies al calefactor. En un rincón de la garita había una gotera; el agua se deslizaba por la pared y formaba un charco en la raída moqueta verde. El guardia miró la hora. Le faltaban cuatro horas para acabar el turno. Se sirvió el resto de café caliente que le quedaba en el termo y deseó estar bien abrigado en su cama. Las naves estaban alquiladas a diferentes compañías. Algunas de ellas estaban vacías, pero todas eran vigiladas por guardias armados las veinticuatro horas del día. La cerca metálica estaba coronada con alambre de espino, pero no era el alambre afilado como una navaja que instalaban en las prisiones. Había cámaras de vídeo ubicadas a intervalos regulares por todo el lugar. Era un lugar difícil de asaltar.
Difícil pero no imposible.
La figura estaba vestida de negro de la cabeza a los pies. Tardó menos de un minuto en escalar la cerca en la parte de atrás, y evitó sin problemas el alambre de espino. Después corrió al amparo de las sombras. El ruido de la lluvia borraba por completo los sonidos de su carrera. En la mano izquierda llevaba sujeto un artilugio electrónico en miniatura que provocaba interferencias. En el camino pasó por delante de tres cámaras de vídeo pero ninguna registró su imagen.
Llegó a la puerta lateral de la nave 22, sacó una ganzúa de la mochila y la metió en la cerradura del candado. Tardó diez segundos en abrirlo.
Subió los escalones metálicos de dos en dos después de echar una ojeada al interior con las gafas de visión nocturna. Entró en un cuarto pequeño y encendió la linterna. Sin perder ni un segundo, abrió el archivador y sacó la cámara de vigilancia. Quitó la cinta de vídeo, la metió en un bolsillo de la mochila, cargó la cámara con otra cinta nueva y la colocó otra vez en el archivador. Cinco minutos más tarde, el intruso se había marchado. El guardia todavía no había acabado su última taza de café.
Amanecía cuando el Gulfstrean V despegó del aeropuerto de Seattle, y en unos minutos subió por encima de los nubarrones de tormenta. La figura vestida de negro llevaba ahora vaqueros y una sudadera, y dormía plácidamente en una de las lujosas butacas, con el pelo oscuro caído sobre el rostro juvenil. Al otro lado del pasillo, Frank Hardy, director de una empresa especializada en seguridad y contraespionaje industrial, leía con atención cada una de las páginas de un informe muy largo. Al alcance de la mano tenía un maletín de metal donde estaba guardada la cinta de vídeo de la cámara del archivador. Una azafata entró en la cabina y le sirvió otra taza de café. Hardy miró el maletín. Frunció el entrecejo y, en un gesto inconsciente, se pasó los dedos por las arrugas de la frente. Después, dejó a un lado el informe, se arrellanó en el asiento y miró a través de la ventanilla. Tenía mucho en qué pensar. En aquel momento no era un hombre feliz. Tensó y destensó los músculos de la barbilla y del vientre mientras el reactor volaba rumbo al este.
El Gulstream alcanzó la altitud de crucero en su vuelo que acabaría en Washington D.C. Los rayos del sol se reflejaron en el distintivo de la compañía pintado en la cola. El águila rampante representaba a una organización sin igual. Era más conocida en el mundo que la Coca-Cola, más temida que la mayoría de las grandes multinacionales que, comparadas con ella, eran viejos dinosaurios que esperaban la llegada inevitable de la extinción. Como un águila, avanzaba intrépida hacia el siglo XXI, extendiéndose por todos los rincones del mundo.
Tritón Global no se conformaba con menos.
Capítulo 17
Un guardia de seguridad escoltó a Lee Sawyer a través del enorme vestíbulo del Marriner Eccles Building, en Constitution Avenue, sede del consejo de administración de la Reserva Federal. Sawyer pensó que el lugar estaba a tono con el inmenso poder de su ocupante. Llegaron al segundo piso y caminaron por el pasillo hasta llegar a una puerta maciza. El escolta llamó y del interior les llegó una voz: «Adelante». El agente entró en el despacho. Las estanterías hasta el techo, los muebles oscuros y las molduras creaban un ambiente sombrío. Las pesadas cortinas estaban echadas. La luz de una lámpara de pantalla verde formaba un círculo sobre la mesa forrada de cuero. El olor a puro lo impregnaba todo. Sawyer casi veía las volutas de humo gris en el aire como apariciones fantasmales. Le recordaba los despachos académicos de algunos de sus viejos profesores universitarios. El fuego que chisporroteaba en el hogar proveía luz y calor a la habitación.
Sawyer se despreocupó de todos estos detalles y fijó su atención en el hombre corpulento sentado al otro lado de la mesa que se giró en el sillón para mirar al visitante. El rostro ancho y sanguíneo albergaba unos ojos azul claro ocultos detrás de los párpados casi cerrados por la piel floja y las cejas más gruesas que Sawyer hubiese visto. El pelo era blanco y abundante, la nariz ancha con la punta más roja que el resto de la cara. Por un momento, Sawyer pensó risueño que se encontraba delante de Santa Claus.
El hombretón se levantó y la voz sonora y educada flotó a través de la habitación para envolver a Lee Sawyer.
– Agente Sawyer, soy Walter Burns, vicepresidente del consejo de administración de la Reserva Federal.
Sawyer se acercó para estrechar la manaza. Burns era de su misma estatura pero pesaba como mínimo cincuenta kilos más. Se sentó en la silla que le señaló Burns. El agente se fijó que Burns se movía con una agilidad que era bastante frecuente en hombres tan corpulentos.
– Le agradezco la atención de recibirme, señor.
Burns observó al agente del FBI con una mirada penetrante.