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Sidney abrió los ojos y se irguió bruscamente. La imagen del correo electrónico en la pantalla del ordenador de Jason como un fantasma electrónico pasó por su mente. Había desaparecido en una fracción de segundo. ¿La clave? ¿Era la clave? ¿Él se la había enviado? Cogió a Fisher del brazo.

– Jeff, ¿es posible que una carta electrónica aparezca en tu pantalla y después desaparezca? No está en el buzón. No aparece en el sistema. ¿Cómo es posible?

– Muy fácil. El remitente tiene una ventana de oportunidad para cancelar la transmisión. No puede hacerlo después de que el correo huya sido abierto y leído. Pero en algunos sistemas, depende de la configuración, puedes retener un mensaje hasta que lo abre el destinatario. En ese aspecto es mejor que el correo público. -Fisher sonrió-. Venís, te cabreas con alguien, le escribes una carta donde lo pones verde y la envías, pero entonces te arrepientes. Una vez que está dentro de la saca, no la puedes recuperar. De ninguna manera. En cambio, con el correo electrónico sí que puedes. Hasta cierto punto.

– ¿Qué me dices si está fuera de la red? ¿O metida en Internet?

– Es más difícil de hacer por la cadena de transmisión que sigue el mensaje. -Fisher se rascó la barbilla-. Son como las barras en los parques infantiles. -Sidney le miró confusa-. Ya sabes, trepas por un lado, pasas por encima de la barra superior y bajas por el otro lado. Así más o menos es como viaja la correspondencia por Internet. Las partes son fluidas per se, pero no necesariamente forman una sola unidad coherente. El resultado es que, a veces, la información enviada no se puede recuperar.

– ¿Pero es posible?

– Si la carta electrónica se envió utilizando el mismo servidor en toda la ruta, digamos, America Online, puedes recuperarlo.

Sidney pensó deprisa. Estaban abonados a America Online. Pero ¿por qué Jason le iba a enviar la clave y después retirarla? Se estremeció. A menos que él no hubiese sido el que canceló la transmisión.

– Jeff, si estás enviando una carta electrónica y quieres transmitirla, pero otro no quiere, ¿te lo pueden impedir? ¿Cancelar la transmisión como tú dijiste, aunque el remitente quiera enviarla?

– Esa es una pregunta muy rara. Pero la respuesta es sí. Lo único que necesitas es tener acceso al teclado. ¿Por qué lo preguntas?

– Sólo pensaba en voz alta.

Fisher la miró con curiosidad.

– ¿Pasa algo, Sidney?

– ¿Es posible leer el mensaje sin la clave? -replicó Sidney sin hacer caso a la pregunta.

Fisher miró a la pantalla y después se volvió para mirar a Sidney, pensativo.

– Se pueden emplear algunos métodos. -Lo dijo vacilante, con un tono mucho más formal.

– ¿Podrías intentarlo, Jeff?

– Escucha, Sidney, inmediatamente después de tu llamada de esta mañana, llamé a la oficina para preguntar sobre unos trabajos en marcha. Me dijeron… -Fischer hizo una pausa y se enfrentó a la mirada de preocupación de su amiga-. Me hablaron de ti.

Sidney se puso de pie con la cabeza gacha.

– También leí el periódico antes de que llegaras. ¿De qué va todo esto? No quiero meterme en líos.

Sidney volvió a sentarse y miró directamente a la cara de Fisher mientras le estrechaba una mano entre las suyas.

– Jeff, un mensaje electrónico apareció en el ordenador de mi casa. Creí que era de mi marido. Pero entonces desapareció. Creo que quizá contenga la clave de este mensaje porque Jason se envió el disquete a sí mismo. Necesito leer lo que está escrito en el disquete. No he hecho nada malo a pesar de lo que digan en la firma o en el periódico. Todavía no tengo ninguna prueba para demostrarlo. Tendrás que confiar en mi palabra.

Fisher la miró durante un buen rato y por fin asintió.

– Vale, te creo. Eres una de los pocos abogados de la firma que me cae bien. -Se enfrentó a la pantalla con aire decidido-. Tomaría un poco más de café. Si tienes hambre, busca algo en el frigorífico. Esto puede tardar un rato.

Capítulo 43

Eran las ocho cuando Sawyer aparcó delante de su casa después de cenar con Frank Hardy. Se apeó del coche con una sensación muy agradable en el estómago. Sin embargo, su mente no compartía la misma sensación. Este caso tenía tantos interrogantes que no sabía por dónde empezar.

En el momento en que cerraba la puerta del coche, vio un Rolls-Royce Silver Cloud que circulaba en su dirección. En su barrio la presencia de un lujo tan espectacular era algo inusitado. A través del parabrisas vio al chófer con gorra negra. Sawyer tuvo que mirar dos veces untes de descubrir lo que le parecía extraño. El chófer estaba sentado en el lado derecho; era un coche de fabricación inglesa. El vehículo aminoró la marcha y se detuvo junto a su coche. Sawyer no alcanzaba a ver el asiento trasero porque el cristal era oscuro. Se preguntó si vendría así de fábrica o era algo opcional. No tuvo tiempo para pensar nada más. El ocupante del asiento trasero bajó la ventanilla y Sawyer se encontró delante de Nathan Gamble. Mientras tanto, el chófer había bajado del Rolls y esperaba junto a la puerta del pasajero.

La mirada de Sawyer recorrió todo el largo del impresionante vehículo antes de fijarse otra vez en el presidente de Tritón.

– No está mal el trasto. ¿Qué tal el consumo?

– A mí qué más me da. ¿Le gusta el baloncesto? -Gamble cortó la punta de un puro y se tomó un momento para encenderlo.

– ¿Perdón?

– La NBA. Unos negros muy altos que corren en pantalones cortos a cambio de montañas de dinero.

– A veces los veo por la tele cuando tengo tiempo.

– Bueno, entonces, suba.

– ¿Para qué?

– Espere. Le prometo que no se aburrirá.

Sawyer miró a un lado y otro de la calle y se encogió de hombros. Guardó las llaves de su coche en el bolsillo y miró al chófer. El mismo abrió la puerta y subió. En el momento de sentarse vio a Richard Lucas en el asiento opuesto. Sawyer le saludó con un gesto y el jefe de seguridad de Tritón le correspondió de la misma manera. El Rolls se puso en marcha.

– ¿Quiere uno? -Gamble le ofreció un puro-. Cubano. Va contra la ley importarlos en este país. Creo que por eso me gustan tanto.

Sawyer cogió el habano y le cortó la punta con el cortapuros que le alcanzó Gamble. El agente se sorprendió cuando Lucas le ofreció fuego pero aceptó el servicio. Dio unas cuantas chupadas rápidas y después una larga para encenderlo bien.

– No está mal. Creo que no le acusaré por contrabando.

– Muchísimas gracias.

– Por cierto, ¿cómo sabe dónde vivo? Espero que no me haya estado siguiendo. Me pongo muy nervioso cuando lo hacen.

– Tengo cosas mejores que hacer, se lo aseguro.

– ¿Y?

– ¿Y qué? -Gamble lo miró.

– ¿Cómo sabe dónde vivo?

– ¿A usted que más le da?

– Me da y mucho. En mi trabajo no se va por ahí divulgando el lugar que uno llama hogar.

– Vale. Déjeme que piense. ¿Cómo lo hicimos? ¿Miramos en la guía de teléfonos? -Gamble meneó la cabeza con fuerza y miró divertido al agente-. No, no miramos la guía.

– Perfecto, porque no aparezco en la guía.

– Eso es. Quizá lo adivinamos. -Gamble sopló un par de anillos de humo. Ya sabe, toda nuestra tecnología informática. Somos el Gran Hermano, lo sabemos todo. -Gamble se echó a reír mientras le daba una chupada al puro y miraba a Lucas.

– Nos lo dijo Frank Hardy -le informó Lucas-. En confianza, desde luego. No tenemos la intención de divulgar la noticia. Comprendo su preocupación. -Richard Lucas hizo una pausa-. Entre nosotros, estuve diez años en la CIA.

– Ah, Rich, le has descubierto el secreto. -El olor a alcohol en el aliento de Gamble llenaba el coche. El millonario abrió una puerta en el revestimiento de madera del Rolls y dejó a la vista un bar bien provisto.

– Usted parece de los hombres que beben whisky con sifón.

– Ya he bebido bastante en la cena.

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