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Gamble llenó una copa con whisky. Sawyer miró a Lucas, que le devolvió la mirada. Al parecer esto era algo habitual.

– En realidad -prosiguió el agente-, no esperaba volver a verle después de nuestra charla del otro día.

– La respuesta a eso es que me bajó los humos y probablemente me lo merecía. Le puse a prueba con mi representación del gran jefe gilipollas y pasé el examen con sobresaliente. Como se puede imaginar, no conozco a mucha gente con cojones para hacer eso. Y cuando me encuentro con uno, intento conocerlo mejor. Además, a la vista de los últimos acontecimientos quería hablar con usted sobre el caso.

– ¿Últimos acontecimientos?

Gamble bebió un trago de whisky.

– Ya sabe. ¿Sidney Archer? ¿Nueva Orleans? ¿RTG? Hace un segundo que acabo de hablar con Hardy.

– Trabaja usted deprisa. Nos despedimos hace cosa de veinte minutos.

Gamble sacó un teléfono móvil muy pequeño de un receptáculo en el reposabrazos del Rolls.

– No lo olvide, Sawyer, trabajo en el sector privado. Si no te mueves deprisa, no te mueves en absoluto, ¿entendido?

Sawyer dio una larga chupada al puro antes de responder.

– Ya me doy cuenta. Por cierto, no me ha dicho adónde vamos.

– No. No se preocupe. Llegaremos dentro de muy poco. Y entonces usted y yo podremos conversar a gusto.

El USAir Arena era el estadio de los Washington Bullets y los Washington Capitals, al menos hasta que acabaran de construir el nuevo estadio. El recinto estaba a rebosar para el partido entre los Bullets y los Nicks. Nathan Gamble, Lucas y Sawyer subieron en el ascensor privado hasta el segundo piso del estadio, donde estaban ubicados los palcos de las empresas. El agente tuvo la sensación de encontrarse en un transatlántico de lujo cuando cruzó el pasillo y entró por una puerta con el cartel de Tritón Global. Estas no eran unas vulgares butacas para un partido; el palco era más grande que su apartamento.

Una joven atendía el bar y en una mesa había un bufé. Había un baño, un armario, sofás, sillones y una pantalla de televisión enorme donde transmitían el partido. Desde lo alto de la escalera que bajaba al ventanal, Sawyer escuchó los gritos de la multitud. Miró el televisor. Los Bullets ganaban por siete a los Nicks, que eran los favoritos.

Sawyer se quitó el sombrero y el abrigo y siguió a Gamble hasta el bar.

– Ahora sí que beberá algo -dijo Gamble-. No se puede mirar un partido sin una copa en la mano.

– Una Bud, si tiene -le pidió Sawyer a la camarera. La joven sacó una lata de Budweiser del frigorífico, la abrió y comenzó a servir la cerveza en un vaso. El agente la interrumpió-. En la lata me va bien, gracias.

Sawyer echó una ojeada al palco. No había nadie más. Se acercó al bufé. Todavía estaba lleno de la cena, pero no podía resistirse a la tentación de unas patatas fritas con salsa.

– ¿El lugar siempre está así de vacío? -le preguntó a Gamble mientras cogía un puñado de patatas fritas. Lucas se acomodó junto a una pared.

– Por lo general está abarrotado -contestó Gamble-. Es un magnífico aliciente para los empleados. Los mantiene felices y trabajadores. -La camarera le sirvió la bebida a Gamble, y él sacó un fajo de billetes de cien dólares, cogió un vaso del mostrador y metió los billetes en el vaso-. Ten, la camarera necesita un bote. Vete a comprar alguna cosilla. -La joven casi gritó de alegría mientras Gamble se unía a Sawyer.

– Están jugando muy bien -comentó el agente, que señaló el televisor con la lata de cerveza-. Me sorprende que esto no esté a rebosar.

– Más me sorprendería a mí porque ordené que no repartieran pases para el partido de esta noche.

– ¿Por qué hizo eso? -Sawyer bebió un trago de cerveza.

Gamble cogió al agente del brazo.

– Porque quería hablar con usted en privado.

El millonario llevó a Sawyer hasta el ventanal. Desde allí la vista era casi vertical sobre la cancha. Sawyer miró con un poco de envidia a los equipos de hombres jóvenes, altos, musculosos y muy ricos que corrían arriba y abajo. El sector de butacas estaba cerrado por los tres lados con cristales. A cada lado estaban los ocupantes de los otros palcos, pero los cristales eran tan gruesos que se podía hablar en privado en medio de una multitud de quince mil personas.

Los dos hombres se sentaron. Sawyer señaló con un gesto la escalera.

– ¿A Rich no le gusta el baloncesto?

– Lucas está de servicio.

– ¿Alguna vez no lo está?

– Cuando duerme. Algunas veces le dejo que lo haga.

Sawyer echó una ojeada, curioso. Nunca había estado en uno de estos palcos, y después de la cena elegante con Hardy se sentía un poco fuera de su elemento. Al menos tendría algunas historias que contarle a Ray. Miró a Gamble y dejó de sonreír. Nada en la vida era gratis. Todo tenía un precio. Decidió que había llegado el momento de pedir la factura.

– ¿De qué quería hablarme?

Gamble contempló el partido durante unos segundos pero en realidad sin verlo, abstraído en sus problemas.

– La cuestión es que necesitamos CyberCom. La necesitamos más que nada en el mundo.

– Oiga, Gamble, no soy su asesor económico. Soy un poli. Me importa muy poco si consigue o no comprar CyberCom.

Gamble chupó un cubito de hielo. Al parecer no había escuchado las palabras de Sawyer.

– Uno se mata para construir una cosa, y nunca es bastante, ¿sabe? Siempre hay alguien que te lo quiere arrebatar. Siempre hay alguien que intenta joderte vivo.

– Si busca un hombro para llorar, busque en otra parte. Tiene más dinero del que podrá gastar en toda su vida. ¿Qué más le da?

– Porque uno se acostumbra, por eso -estalló Gamble, que se calmó de inmediato-. Uno se acostumbra a estar en la cumbre. Saber que todo el mundo intenta medirse con uno. Pero también el dinero tiene mucho que ver. -Miró al agente-. ¿Quiere saber cuánto gano al año?

A pesar de sí mismo, Sawyer sintió curiosidad.

– No sé por qué me da la impresión de que me lo dirá de todos modos.

– Mil millones de dólares. -Gamble escupió el cubito en la copa.

Sawyer bebió un trago de cerveza mientras pensaba en esta sorprendente información.

– Este año me tocará pagar cuatrocientos millones de dólares en impuestos. Con lo que pago ¿no cree que me merezco un poco de cariño de ustedes, los federales?

– Si lo que busca es cariño, pruebe con las putas de la calle Catorce -dijo Sawyer con una mirada de furia-. Son mucho más baratas.

– Coño, ustedes no captan el esquema general, ¿verdad?

– ¿Por qué no me lo explica?

– Ustedes tratan a todos de la misma manera -dijo Gamble con un tono de incredulidad.

– Perdón, ¿quiere decir que eso está mal?

– No sólo está mal, es una estupidez.

– Supongo que nunca se tomó la molestia de leer la Declaración de la Independencia; ya sabe, esa parte un poco tonta sobre que los hombres son todos iguales.

– Yo hablo de la realidad. Hablo de negocios.

– No hago distinciones.

– Va listo si cree que voy a tratar al presidente de Citicorp como trato al conserje del edificio. Un tipo me puede prestar miles de millones de dólares y el otro no va más allá de fregarme el baño.

– Mi trabajo consiste en perseguir a criminales, ricos, pobres y de los del medio. Para mí no hay ninguna diferencia.

– Sí, bueno, no soy un criminal. Soy un contribuyente, tal vez el mayor contribuyente de todo el país, y lo único que pido es un pequeño favor que en el sector privado me lo harían sin tener que pedirlo.

– Bien por el sector privado.

– Eso no tiene gracia.

– Tampoco pretendía que la tuviera. -Sawyer le miró a los ojos hasta que Gamble desvió la mirada. El agente se miró las manos y bebió otro trago. Cada vez que estaba con este tipo se le disparaba la presión.

En la cancha, un triple del equipo local hizo que la multitud se pusiera en pie, delirante.

– Por cierto -dijo Sawyer, ¿alguna vez ha pensado que no está bien que sea más rico que Dios?

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