– Sí, me preguntaba por qué los habían llamado. Pero al parecer es el procedimiento normal cuando ocurre algo así.
Sidney había llegado al lado derecho de la puerta, y acercaba la mano al pomo.
– Sidney, tengo algunas cosas de Jason en mi puesto de trabajo. Fotografías, un suéter que me prestó una vez, algunos libros. Intentó que me interesara por la literatura del siglo XVIII y XIX, aunque me temo que no lo consiguió.
– Quiso hacer lo mismo con Amy hasta que le advertí que era mejor enseñarle el abecedario antes de sumergirla en Voltaire.
Las dos mujeres rieron juntas, algo que a Sidney le sentó muy bien en esas circunstancias.
– Puedes pasar cuando quieras a recogerlas.
– Lo haré, Kay, quizá podamos comer juntas y charlar un poco más.
– Me encantaría, de verdad.
– Te agradezco mucho lo que me has dicho, Kay. Ha sido una gran ayuda.
– Apreciaba mucho a Jason. Era un hombre bueno, honrado.
Sidney notó que las lágrimas amenazaban con desbordarse, pero miró a la sombra debajo de la puerta y se dominó.
– Sí, lo era. -Recalcó la última palabra con un tono definitivo.
– Sidney, si necesitas cualquier cosa, y te lo digo de todo corazón, llámame, ¿me oyes?
– Gracias, Kay, quizá te tome la palabra -respondió Sidney sonriente.
En cuanto cortó la comunicación y dejó el teléfono, abrió la puerta de un tirón.
Philip Goldman no pareció sorprenderse. Permaneció allí mirando tranquilamente a Sidney con sus ojos saltones. Tenía una calva incipiente, un rostro expresivo, hombros redondeados y un poco de barriga. Vestía con elegancia. Sidney, calzada, le sacaba cinco centímetros de estatura.
– Sidney, pasaba por aquí y vi la luz encendida. No sabía que estuvieras aquí.
– Hola, Philip -respondió ella sin quitarle el ojo de encima.
Goldman estaba un poquitín más abajo que Henry Wharton en el orden de socios de Tylery Stone. Tenía una buena cartera de clientes y su vida estaba enfocada en la mejora de su propia carrera profesional.
– Reconozco que me sorprende verte por aquí, Sidney.
– Irse ahora a casa no es una idea muy apetecible, Philip.
– Sí, sí, lo comprendo -asintió él mientras espiaba por encima del hombro de Sidney el teléfono colocado sobre un estante de la librería-. ¿Hablabas con alguien?
– Una llamada personal. Hay montones de detalles por arreglar.
– Desde luego. Ya es bastante duro enfrentarse a la muerte, y cuando es inesperada todavía más -comentó sin dejar de mirarla con cierta malicia.
Sidney sintió que se ruborizaba. Dio media vuelta, recogió el bolso del sofá y cogió el abrigo colgado detrás de la puerta. Para hacerlo tuvo que cerrarla y Goldman se apartó para no recibir un golpe. Ella se puso el abrigo y apoyó una mano sobre el interruptor de la luz.
– Tengo una cita y ya llego tarde.
Goldman salió al vestíbulo y Sidney cerró la puerta con llave.
– Quizás éste no es el momento más propicio, Sidney, pero quiero felicitarte por cómo llevas las negociaciones con CyberCom.
– Estoy segura de que no deberíamos tocar ese tema, Philip -dijo Sidney, tajante.
– Lo sé, Sidney. Pero, de todas maneras, leo el Wall Street Journal y tu nombre ha aparecido varias veces. Nathan Gamble debe estar muy complacido.
– Gracias, Philip. Ahora tengo que irme.
– Avísame si puedo hacer cualquier cosa por ti.
Sidney respondió con un gesto mientras pasaba junto al hombre para dirigirse por el pasillo hacia la salida principal de la firma, y desapareció en una esquina.
Goldman la siguió a tiempo para verla entrar en el ascensor. Después regresó por el pasillo hasta la oficina de Sidney. Miró a ambos lados para asegurarse de que estaba solo, sacó una llave del bolsillo, abrió la puerta y entró. Se oyó el chasquido del pestillo y, después, silencio.
Capítulo 20
Sidney entró con el Ford en el inmenso aparcamiento de Tritón. Se apeó y se abrochó el abrigo hasta el cuello para protegerse del viento helado. Una vez más miró en el bolso para asegurarse de que tenía la tarjeta de plástico y caminó, con toda la normalidad de que fue capaz, hacia el edificio de quince pisos que albergaba las oficinas centrales de Tritón. Dijo su nombre en el altavoz ubicado junto a la entrada. Una cámara de vídeo, montada sobre la puerta, apuntó a su cabeza. Después se abrió una tapa junto al altavoz y le indicaron que apoyara el dedo pulgar en el escáner de huellas digitales. Pensó que las medidas de seguridad de Tritón para las horas fuera del horario de trabajo eran equivalentes a las de la CIA. Las puertas de cristal y cromo se abrieron silenciosamente y Sidney entró en el vestíbulo, que tenía una cascada, unas columnas altísimas y mármoles por todas partes. Mientras caminaba hacia el ascensor, se encendían las luces para alumbrarle el camino. Sonaba una música suave y las puertas del ascensor se abrieron automáticamente. El edificio era una muestra del enorme poder tecnológico de la empresa. Entró en el ascensor y subió al piso octavo.
El agente de seguridad que estaba de guardia se acercó a ella y le estrechó la mano con una expresión de dolor.
– Hola, Charlie.
– Sidney, señora, lo siento mucho.
– Gracias, Charlie.
– Iba camino de la cumbre -dijo el guardia-. Trabajaba más que nadie de los que hay aquí. Muchas veces, él y yo éramos los únicos en todo el edificio. Me traía café y algo de comer del comedor. Nunca se lo pedía, lo hacía porque quería. No era como algunos de los jefazos de por aquí, que se creen mejores que uno.
– Tiene razón. Jason no era así.
– No, señora, no lo era. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Necesita alguna cosa? Por favor, dígamelo.
– Me preguntaba si Kay Vincent estaría aquí.
Charlie la miró desconcertado.
– ¿Kay? No lo creo. Entré de servicio a las nueve. Ella suele irse a eso de las siete, así que no sé si salió o no. Déjeme comprobarlo.
El hombre se acercó a la consola. El ruido que hacía la cartuchera al golpear contra la cadera y el tintineo del llavero sujeto al cinturón acompañaban sus movimientos. Charlie se colocó unos auriculares y apretó un botón de la consola. Después de unos segundos, meneó la cabeza.
– Sólo escucho el buzón de voz, Sidney.
– Oh, vaya, ella tenía algunas cosas… algunas cosas de Jason que quería recoger. -Sidney miró al suelo como si no pudiera continuar hablando.
Charlie se acercó a ella y le tocó el brazo.
– Quizá las tenga en la mesa.
– Sí, es lo más probable -respondió Sidney, que miró al guardia con una expresión doliente.
Charlie vaciló. Sabía que esto iba en contra de todas las reglas. Pero no había por qué aplicarlas en todos los casos. Volvió una vez más a la consola, apretó un par de botones y Sidney vio cómo la luz roja sobre la puerta que daba al pasillo de la oficina pasaba a verde. El guardia fue hasta la puerta, cogió el llavero y abrió la puerta.
– Ya sabe que la seguridad los lleva de cabeza, pero creo que esta situación es un poco diferente. De todos modos, no hay nadie. Por lo general, hay gente hasta eso de las diez, pero estamos en semana de fiestas. Tengo que hacer la ronda del cuarto piso. Sabe dónde se sienta ella, ¿no?
– Sí, Charlie. Se lo agradezco.
– Su marido era un buen hombre -repitió el guardia, y una vez más le estrechó la mano.
Sidney avanzó por el pasillo suavemente iluminado. El lugar de trabajo de Kay estaba a medio camino, en diagonal con la oficina de Jason. No dejaba de mirar de aquí para allá, atenta a la posibilidad de que hubiera alguien más; todo estaba en silencio. Dobló en una esquina y vio el puesto de Kay. En una caja junto a la silla había un suéter y unas cuantas fotos enmarcadas. Metió la mano y sacó un libro con filetes dorados en las tapas: David Copperfield. Era uno de los favoritos de Jason. Lo dejó otra vez en la caja.