Se abrió la puerta de la sala y una secretaria asomó la cabeza.
– Señora Archer, lamento interrumpir, pero ¿tiene algún problema con su billete de avión?
– No que yo sepa, Jan -respondió Sidney, intrigada-. ¿Por qué?
– Alguien de la compañía está al teléfono y quiere hablar con usted.
Sidney abrió el maletín, sacó el billete y le echó una ojeada. Miró a Jan.
– Es un billete abierto para el puente aéreo. ¿Por qué me llaman?
– ¿Podemos continuar con la reunión? -gritó Gamble.
Jan carraspeó, miró preocupada a Nathan Gamble y volvió a dirigirse a Sidney.
– La persona que llama insiste en hablar con usted. Quizá se han visto obligados a cancelar todos los vuelos. Nieva sin parar desde hace tres horas.
Sidney recogió otro mando a distancia y apretó un botón. Las cortinas automáticas que cubrían el ventanal se abrieron lentamente.
– ¡Vaya! -exclamó Sidney, desconsolada. Contempló cómo caían los gruesos copos de nieve. La nevada era tan fuerte que no se veían los edificios al otro lado de la calle.
– Todavía tenemos un apartamento en el Park, Sid, si tienes que quedarte y pasar la noche -dijo Paul Brophy, y añadió con una expresión ilusionada-: Quizá podríamos ir a cenar.
– No puedo -contestó ella sin mirarle.
Se sentó con un gesto de cansancio. Estuvo a punto de decir que Jason no se encontraba en la ciudad pero se contuvo. Sidney pensó deprisa. Era obvio que Gamble no lo dejaría pasar. Tendría que llamar a casa, confirmar lo que ya sabía: que Jason no estaba allí. Podrían irse todos a cenar y ella aprovechar la ocasión para llamar a Los Ángeles, empezando con las oficinas de AllegraPort. Ellos localizarían a Jason, él respondería a las preguntas de Gamble y, con un poco de suerte, ella y su marido se librarían con el orgullo un poco magullado y un principio de úlcera. Si los aeropuertos estaban cerrados, podía tomar el último tren expreso. Calculó rápidamente lo que tardaría en llegar. Tendría que llamar a la guardería. Karen podía llevarse a Amy a su casa. En el peor de los casos, Amy podía quedarse a dormir con la maestra. Esta pesadilla logística reforzó todavía más el anhelo de Sidney de disfrutar de una vida más sencilla.
– Señora Archer, ¿acepta la llamada?
La voz de la secretaria la devolvió a la realidad.
– Lo siento, Jan, pásamela aquí. Y, Jan, a ver si puedes conseguirme un pasaje en el último expreso, por si han cerrado La Guardia.
– Sí, señora.
Jan cerró la puerta, y un par de segundos después una luz roja se encendió en el teléfono que Sidney tenía delante.
Paul Brophy sacó la cinta de vídeo y volvió a encender la televisión. Las voces en la pantalla resonaron en la sala. El abogado apretó el botón de sonido mudo que tiene el mando a distancia y entonces se hizo el silencio.
Sidney se apoyó el auricular contra la oreja.
– Soy Sidney Archer. ¿En qué puedo ayudarle?
La voz de la mujer que llamaba era un poco vacilante, pero con una calma extraña.
– Me llamo Linda Freeman. Soy de Western Airlines, señora Archer. Su oficina en Washington me dio este número.
– ¿Western? Tiene que ser un error. Tengo billete en USAir. En elpuente aéreo de Nueva York a Washington. -Sidney meneó la cabeza. Un error estúpido. Como si ya no tuviera bastantes problemas.
– Señora Archer, necesito confirmar si es usted la esposa de Jason W. Archer, con domicilio en el 611 Morgan Lañe, Jefferson County, Virginia.
El tono de Sidney denunció su confusión; sin embargo, la respuesta fue automática.
– Sí.
En cuanto lo dijo, se le heló todo el cuerpo.
– ¡Oh, Dios mío! -La voz de Paul Brophy resonó en la sala.
Sidney se volvió para mirarle. Todos tenían los ojos fijos en el televisor. Sidney se giró lentamente. No vio las palabras «Boletín especial de noticias» que se encendían y apagaban en la parte superior de la pantalla, o los subtítulos para sordos que aparecían en la parte inferior mientras el reportero narraba el trágico suceso desde el lugar de los hechos. Su mirada estaba clavada en la masa de chatarra ennegrecida y humeante que había sido uno de los aviones de la flota de Western Airlines. La cara de George Beard apareció en su mente. Volvió a escuchar la voz baja y confidencial. «Ha habido un accidente aéreo.»
La voz en el teléfono reclamó su atención.
– Señora Archer, lamento decirle que uno de nuestros aviones ha sufrido un accidente.
Sidney Archer no escuchó nada más. Bajó la mano muy despacio. Abrió los dedos sin darse cuenta y el auricular cayó sobre la alfombra.
En el exterior, la nieve continuaba cayendo con tanta fuerza que recordaba la lluvia de confeti en los famosos desfiles de la ciudad. El viento helado sacudió los cristales del ventanal mientras Sidney Archer contemplaba incrédula el cráter que contenía los restos del vuelo 3223.
Capítulo 8
Un hombre de pelo oscuro, con un hoyuelo en la barbilla y mejillas rubicundas, vestido con un traje elegante y que se presentó a sí mismo con el nombre de William, recibió a Jason Archer a la salida del aeropuerto de Seattle. Ambos intercambiaron un par de frases compuestas con palabras en apariencia arbitrarias. Intercambiado el santo y seña los dos hombres se alejaron juntos. Mientras William iba a buscar el coche, Jason aprovechó la oportunidad para echar un sobre acolchado en el buzón de correos instalado a la derecha de la salida. En el sobre iba la copia del disquete que él había hecho antes de salir de su casa.
Jason fue escoltado rápidamente hasta una limusina que había aparcada junto al bordillo a una señal de William. En el interior del coche, William le presentó las credenciales donde figuraba su nombre verdadero: Anthony DePazza. Charlaron unos momentos mientras se acomodaban en los mullidos asientos. Conducía el coche otro hombre vestido de marrón. Durante el viaje, DePazza le dijo a Jason que ya podía quitarse la peluca y el bigote, cosa que él hizo de inmediato.
Jason mantenía la cartera sobre las rodillas. De vez en cuando, DePazza le echaba una ojeada y después continuaba mirando a través de la ventanilla. Si Jason se hubiera fijado con un poco más de atención, habría visto el bulto y el ocasional destello metálico debajo de la chaqueta de DePazza. La pistola Glock M17 del calibre 9 mm era un arma terrible. El conductor llevaba la misma pistola. Sin embargo, aunque Jason hubiese visto las armas no se hubiera sorprendido; daba por hecho que irían armados.
La limusina dejó atrás Puget Sound y siguió en dirección al este. Jason miró a través de la ventanilla oscura. Estaba nublado, y las gotas de lluvia se estrellaban contra los cristales. Aunque sus conocimientos meteorológicos no eran muchos, Jason sabía que éste era el clima habitual de Seattle.
Media hora después, la limusina llegó a su destino: un grupo de naves al que se accedía por un portón eléctrico donde había apostado un guardia.
Jason miró intranquilo el lugar, pero no dijo nada. Le habían advertido de que el punto de encuentro podía ser poco habitual. Entraron con la limusina en una de las naves a través de una puerta metálica que se levantó automáticamente cuando se acercó el vehículo. Al bajarse del coche, Jason vio que la puerta se volvía a cerrar. La iluminación provenía de dos lámparas bastante sucias colgadas del techo. Había una escalera al fondo de la nave. Los hombres le indicaron con un gesto que los siguiera. Jason miró a su alrededor cada vez más inquieto. Dominó la inquietud, inspiró con fuerza y caminó hacia la escalera.
Una vez arriba, entraron en un cuarto pequeño sin ventanas. El conductor esperó fuera. DePazza encendió la luz. Jason, echó un vistazo al mobiliario, que consistía en una mesa plegable, un par de sillas y un archivador metálico destartalado y con agujeros causados por el óxido.
Jason no sabía que una cámara de vigilancia, activada en el momento en que se encendió la luz, filmaba todo lo que sucedía en el cuarto a través de uno de los agujeros del archivador.