Gamble la miraba con tanta severidad que Sidney sintió que se ruborizaba. Descruzó las piernas y le miró.
– Sé que sospecha…
– ¡Claro que sospecho! -le interrumpió Gamble, acalorado-. Con la RTG soplándome en el cuello. Todos me dicen que mi compañía se hundirá si no cierro el trato con CyberCom. ¿Cómo se sentiría usted? -No le dio tiempo a responder. Se sentó a su lado y le cogió de la mano-. De verdad lamento que su marido esté muerto y, en ninguna otra circunstancia, el hecho de que estuviera en el avión hubiera sido asunto mío. Pero cuando todos comienzan a mentirme y el futuro de la compañía está en juego, entonces sí que es asunto mío. -Le soltó la mano.
Sidney estaba a punto de echarse a llorar cuando se levantó de un salto y recogió el abrigo.
– Ahora mismo, usted y su compañía me importan un pimiento, pero le diré una cosa: ni mi marido ni yo hemos hecho nada malo. ¿Está claro? -Le miró furiosa, jadeante-. Y ahora quiero marcharme.
Nathan Gamble la observó durante unos instantes, después fue hasta una mesa situada en un rincón y cogió el teléfono. Ella no oyó lo que decía, pero casi de inmediato se abrió la puerta y apareció Lucas.
– Por aquí, señora Archer.
Al salir, Sidney volvió la cabeza para mirar a Gamble. Él levantó la copa en señal de despedida.
– Mantengámonos en contacto -dijo el hombre en voz baja.
La forma en que pronunció esas palabras hizo que Sidney se estremeciera.
La limusina emprendió el viaje de regreso y en menos de cuarenta y cinco minutos, Sidney estaba otra vez junto al Ford Explorer. Subió sin perder ni un segundo y arrancó. Mientras conducía marcó un número en el teléfono móvil. Le respondió una voz somnolienta.
– Henry, soy Sidney. Perdona que te haya despertado.
– Sid, ¿qué hora…? ¿Dónde estás?
– Quería avisarte de que acabo de reunirme con Nathan Gamble.
Henry Wharton se despertó del todo en un santiamén.
– ¿Cómo es eso?
– Digamos que fue una sugerencia de Nathan.
– He intentado cubrirte.
– Lo sé, Henry, y te lo agradezco.
– ¿Cómo ha ido?
– Mejor de lo que se podía esperar dadas las circunstancias. En realidad se comportó bastante educadamente.
– Bueno, eso no está mal.
– Quizá no dure, pero quería que lo supieras. Acabo de dejarlo.
– Tal vez todo este asunto se quede en nada -dijo Wharton, que se apresuró a añadir-: Desde luego, no me refiero a la muerte de Jason. De ninguna manera pretendo minimizar esa horrible tragedia…
– Lo sé, lo sé -le interrumpió Sidney-. No te preocupes.
– ¿Cómo has quedado con Nathan?
– Quedamos en mantenernos en contacto.
El hotel Hay-Adams estaba a unas pocas manzanas de las oficinas de Tylery Stone. Sidney se despertó temprano. Eran las cinco de la mañana. Hizo una rápida valoración de los progresos de la noche anterior. No había conseguido nada en la visita a la oficina de su marido, y la reunión con Nathan Gamble le había dado un susto de muerte. Esperaba que al menos sirviera para tranquilizar a Henry Wharton, al menos por ahora. Se dio una ducha rápida y llamó al servicio de habitaciones para pedir una cafetera llena. Tenía que estar en la carretera a las siete para recoger a Amy. Entonces discutiría con sus padres los detalles del funeral.
Eran las seis y medía cuando acabó de vestirse y hacer la maleta. Sus padres eran madrugadores y Amy se despertaba sobre las seis. Su padre atendió el teléfono.
– ¿Cómo está?
– Ahora está con tu madre. Acaba de darse un baño. Esta mañana apareció en nuestro dormitorio, preciosa como ella sola y como si fuese la dueña de todo. -Sidney captó el tono de orgullo en la voz de su padre-. ¿Cómo estás, cariño? Pareces más tranquila.
– Aguanto, papá, aguanto. Por fin he podido dormir un poco. No sé cómo.
– Tu madre y yo volveremos contigo y es inútil que digas que no. Nos ocuparemos de las cosas de la casa, atenderemos las llamadas, haremos los recados y te ayudaremos con Amy.
– Gracias, papá. Estaré en casa dentro de un par de horas.
– Aquí viene Amy con pinta de pollo mojado. Te la paso.
Sidney oyó los ruidos mientras las manitas cogían el auricular.
– Amy, cariñito, soy mamá. -En el fondo sonaban las voces de los abuelos que animaban a la pequeña.
– Hola, ¿mami?
– Eso es, cariño, soy mamá.
– ¿Hablas conmigo?
La niña se echó a reír. Esta era ahora su frase favorita. Amy siempre se partía de risa cuando la decía. Cuando dejó de reír, la pequeña se embarcó en su propia versión de la vida, en un lenguaje que Sidney podía descifrar fácilmente. Esta mañana se trataba de bacón, tortitas calientes y un pájaro que ella había visto persiguiendo a un gato en el patio. Sidney sonrió, pero la sonrisa desapareció bruscamente con las siguientes palabras de Amy.
– Papá. Quiero a mi papá.
Sidney cerró los ojos. Se pasó una mano por la frente para apartar un mechón de pelo. Sintió el nudo que le aprisionaba la garganta. Puso una mano sobre el teléfono. Tardó unos segundos en recuperarse.
– Te quiero, Amy -dijo-. Mamá te quiere más que a nada en el mundo. Nos veremos dentro de un rato, ¿vale?
– Te quiero. ¿Mi papá? ¡Ven, ven!
Sidney oyó que su padre le decía a Amy que dijera adiós.
– Adiós, adiós, muñequita. Mamá llegará enseguida -se despidió llorando a moco tendido.
– ¿Cariño?
– Hola, mamá. -Sidney se enjugó las lágrimas con la manga, pero reaparecieron como una vieja capa de pintura que una nueva no consigue tapar.
– Lo siento, cariño. Supongo que no puede hablar contigo sin pensar en Jason.
– Lo sé.
– Por lo menos, duerme bien.
– Nos veremos dentro de un rato, mamá, adiós.
Sidney colgó el teléfono y permaneció sentada durante unos minutos con la cabeza entre las manos. Después se acercó a la ventana y descorrió unos centímetros las cortinas para mirar al exterior. La luna casi llena y las farolas iluminaban muy bien la zona. Pero así y todo, Sidney no vio al hombre apostado en un callejón en la acera de enfrente que apuntaba con sus binoculares la ventana donde estaba ella. Iba vestido con el mismo abrigo y sombrero que llevaba en Charlottesville. Vigiló a Sidney mientras ella miraba la calle con expresión ausente. Los años de práctica en esta clase de trabajo le permitían captar todos los detalles. El rostro, y sobre todo los ojos, se notaban agotados. El cuello era largo y grácil como el de una modelo, pero lo echaba hacia atrás lo mismo que los hombros, una señal evidente de tensión.
Cuando ella se apartó de la ventana, el hombre bajó los binoculares. Una mujer muy preocupada, pensó. Después de haber observado las acciones sospechosas de Jason Archer en el aeropuerto la mañana del accidente, creía que Sidney tenía sobrados motivos para estar preocupada, nerviosa, incluso con miedo. Se apoyó contra la pared de ladrillos y continuó la vigilancia.
Capítulo 23
Lee Sawyer miraba a través de la ventana de su pequeño apartamento en Washington Sureste. Durante el día, desde la ventana del dormitorio, se alcanzaba a ver la cúpula de Union Station. Pero todavía faltaba media hora para el amanecer. Sawyer había regresado a casa después de investigar la muerte del gasolinero sobre las cuatro y media de la mañana. Había estado diez minutos debajo del chorro de la ducha bien caliente para relajar los músculos tensos y despejarse. Después se había preparado una cafetera, además de un par de huevos fritos, una loncha de jamón que tendría que haber tirado hacía una semana y unas cuantas tostadas. Puso todo en una bandeja y se lo llevó a la sala, donde se sentó a comer. Sólo encendió la lámpara de mesa porque en la penumbra pensaba más tranquilo. Mientras el viento sacudía las ventanas, Sawyer contempló la disposición de su sencillo hogar. Hizo una mueca. ¿Hogar? Este no era su verdadero hogar, aunque llevaba aquí más de un año. Su hogar estaba en los suburbios de Virginia, en una calle arbolada; una casa de dos niveles, un garaje para dos coches y una barbacoa de ladrillos en el patio trasero. Este pequeño apartamento donde comía y, de vez en cuando, dormía, era el único lugar que podía permitirse después del divorcio. Pero no era ni nunca sería su hogar, a pesar de los pocos efectos personales que había traído, en su mayoría fotos de sus cuatro hijos que le miraban desde todas partes. Cogió una de las fotos, la de su hija Meg, o Meggie, como la llamaban todos. Rubia y bien parecida, había heredado de su padre la estatura, la nariz fina y los labios llenos. Su carrera como agente del FBI había despegado cuando ella era una niña, y él había estado en la carretera durante casi toda su adolescencia. Las consecuencias habían sido terribles. Ahora no se hablaban. Al menos, ella no le hablaba. Y él, mayor como era, y a pesar del trabajo que hacía, tenía demasiado miedo para volver a intentarlo. Además, ¿de cuántas maneras se podía decir «lo lamento»?