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Lavó los platos, limpió el fregadero y metió la ropa sucia en la bolsa para la tintorería. Echó una ojeada para ver si faltaba hacer algo más. En realidad, no había nada. Sonrió cansado. Sólo pretendía pasar el rato. Miró la hora. Casi las siete. Dentro de muy poco saldría para la oficina. Aunque tenía un horario de trabajo, estaba allí casi todo el día. No era difícil de entender. Ser agente del FBI era prácticamente lo único que le quedaba. Siempre habría otro caso. ¿No era eso lo que le había dicho su esposa aquella noche? La noche en que se había deshecho su matrimonio. Ella había tenido toda la razón, siempre habría otro caso. Al final, ¿qué más podía él pedir o esperar? Aburrido de esperar, se puso el sombrero, metió el arma en la cartuchera y bajó las escaleras en busca del coche.

A unos cinco minutos en coche desde el apartamento de Sawyer se alzaba la sede central del FBI en la avenida Pensilvania, entre las calles Nueve y Diez, noroeste. Allí trabajaban unos siete mil quinientos de los veinticuatro mil empleados de la institución. De estos siete mil quinientos, sólo alrededor de mil eran agentes especiales, el resto eran técnicos y personal de apoyo. En una de las salas de conferencias estaba sentado un agente especial de alto rango. Otros miembros del FBI ocupaban la mesa, muy atareados en repasar documentos y archivos en sus ordenadores portátiles. Sawyer se tomó un momento para echar una ojeada y estirar los músculos.

Estaban en el Strategic Information Operationes Center [Centro de Operaciones de Informaciones Estratégicas] o SIOC. Se trataba de un sector de acceso restringido compuesto por un grupo de habitaciones separadas con tabiques de cristal y protegido contra todo tipo de espionaje electrónico; se utilizaba como puesto de mando para las operaciones más importantes del FBI. En una pared había un grupo de relojes que marcaban las diferentes zonas horarias. En otra había una batería de monitores de televisión. El SIOC contaba con líneas de comunicación directas con la sala de situación de la Casa Blanca, la CIA y una multitud de agencias federales de seguridad. Carecía de ventanas y era un lugar muy tranquilo, donde se planeaban las grandes investigaciones. Una pequeña cocina suministraba alimentos y bebidas para el personal durante las largas jornadas de trabajo. En estos momentos, preparaban café. Al parecer, la cafeína y la actividad cerebral iban de la mano.

Sawyer miró a David Long, un veterano de la división de explosivos del FBI que estudiaba ensimismado un archivo. A la izquierda de Long, se encontraba Herb Barracks, de la delegación de Charlottesville, la oficina del FBI más cercana al lugar del accidente. Junto a él estaba un agente de la oficina de Richmond, la oficina más próxima al escenario de la catástrofe. Frente a ellos, se encontraban dos agentes de la oficina del área metropolitana de Washington, instalada en Buzzard Point, que, hasta finales de los años ochenta, sólo había sido la oficina de la capital, aunque después le habían incorporado la oficina de Alexandria, Virginia.

Lawrence Malone, director del FBI, se había marchado una hora antes después de recibir toda la información sobre el asesinato de Robert Sinclair, hasta hacía poco uno de los gasolineros de Vector Fueling Systems y ahora ocupante del depósito de cadáveres. Sawyer estaba convencido de que el Sistema de Identificación Automática de Huellas Digitales les diría que el difunto señor Sinclair tenía otro nombre. Los conspiradores, en un plan tan grande como parecía ser éste, nunca utilizaban los nombres verdaderos para conseguir un trabajo que más tarde les permitiría derribar a un avión.

Habían asignado más de doscientos cincuenta agentes a la investigación del atentado contra el vuelo 3223. Seguían todas las pistas, interrogaban a los familiares de las víctimas y realizaban las averiguaciones más minuciosas de todas las personas que pudieran tener un motivo y la oportunidad para sabotear al reactor de Western Airlines. Sawyer suponía que Sinclair había hecho el trabajo sucio, pero no quería correr el riesgo de pasar por alto a un cómplice en el aeropuerto.

La prensa había divulgado algunos rumores sobre la posibilidad de que el avión hubiese sido saboteado, pero el primer reconocimiento oficial sobre el atentado contra el aparato de Western Airlines se publicaría en la edición del día siguiente del Washington Post. El público exigiría respuestas y las reclamaría ya. A Sawyer le parecía muy bien, sólo que los resultados nunca se conseguían tan rápido como uno deseaba; de hecho, casi nunca era así.

El FBI había seguido la pista de Vector en cuanto los hombres del NTSB encontraron aquella inusitada prueba en el cráter. Después fue sencillo confirmar que Sinclair había sido el gasolinero del vuelo 3223. Ahora, Sinclair también estaba muerto. Alguien se había asegurado de que no tuviera la oportunidad de decirles por qué había saboteado el avión.

David Long miró a Sawyer.

– Tenías razón, Lee. Era una versión muy modificada de uno de esos elementos de calefacción portátiles. La última moda en encendedores para cigarrillos. Nada de llamas, sólo un calor muy intenso suministrado por un alambre de platino, algo bastante invisible.

– Sabía que lo había visto antes. ¿Recuerdas el incendio en el edificio de Hacienda el año pasado? -respondió Sawyer.

– Eso es. De todos modos, esta cosa es capaz de suministrar unos mil grados centígrados. Y no le afecta el viento ni el frío, incluso si está empapado de combustible. Un suministro de combustible para cinco horas, preparado de tal forma que, si por algún motivo se apagara, volvería a encenderse automáticamente. Estaba sujeto por un lado con un imán. Es la forma más sencilla y eficaz de hacerlo. El combustible sale cuando se perfora el tanque. Tarde o temprano acabará por ponerse al alcance de la llama, y entonces estalla. -Meneó la cabeza-. Muy ingenioso. Lo llevas en el bolsillo; incluso si lo detectan, por fuera parece un maldito mechero. -Long buscó entre los papeles mientras los otros agentes le miraban con atención. Arriesgó otra opinión-: No les hizo falta un reloj ni un altímetro. Calcularon el tiempo por la acción corrosiva del ácido. Sabían que estaría en el aire cuando estallase. Un vuelo de cinco horas les daba tiempo más que suficiente.

– Kaplan y su equipo encontraron las cajas negras. La funda estaba rota, pero la cinta se conservaba en bastantes buenas condiciones. Las conclusiones preliminares indican que la turbina de estribor, y los controles que pasan por esa sección del ala, se separaron del avión segundos después de que la caja negra registrara un sonido extraño. Ahora están haciendo los análisis de sonido. No hubo ningún cambio drástico de presión en la cabina, así que la explosión no se produjo en el interior del fuselaje, algo lógico porque ahora sabemos que el sabotaje se cometió en el ala. Antes de eso, todo funcionaba bien: ningún problema en los motores, altitud de vuelo correcta, control de movimientos de superficie normales. Pero en cuanto las cosas comenzaron a ir mal, no tuvieron ninguna oportunidad.

– ¿Las conversaciones de los pilotos dan alguna pista? -preguntó Long.

– Ninguna. Los gritos, la llamada de socorro. El avión cayó a plomo diez mil metros con la turbina izquierda funcionando a toda potencia. ¿Quién sabe si en esas condiciones permanecieron conscientes? -Hizo una pausa y después añadió con un tono solemne-: Esperemos que no.

Ahora que estaba claro que el aparato había sido derribado por un acto de sabotaje, el FBI se hizo cargo oficialmente de la investigación. Debido a las complejidades del caso y el enorme desafío logístico que planteaba, el cuartel general del FBI sería la base de operaciones y Sawyer, que se había destacado por su trabajo en el atentado de Lockerbie, estaría a cargo de la investigación. Pero este atentado era distinto: había ocurrido en el espacio aéreo norteamericano, había abierto un cráter en territorio nacional. Dejaría que otros se encargaran de las conferencias de prensa y de los comunicados. Él prefería hacer su trabajo en la sombra.

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