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El FBI dedicaba grandes recursos humanos y financieros a infiltrarse en las organizaciones terroristas que funcionaban en Estados Unidos, y de esta manera descubrir y abortar los planes de destrucción en nombre de alguna causa política o religiosa. El atentado contra el vuelo 3223 había sido una absoluta sorpresa. La inmensa red del FBI no había tenido ni la más mínima información de que se estuviese preparando algo así. Ocurrido el desastre, Sawyer tendría que dedicarse en cuerpo y alma a la búsqueda de los culpables para llevarlos ante la justicia.

– Bueno, ya sabemos lo que pasó en el avión -dijo el agente. Ahora sólo tenemos que encontrar el motivo y quienes estén involucrados. Comenzaremos por el motivo. ¿Qué has podido averiguar de Arthur Lieberman, Ray?

Raymond Jackson era el compañero de Sawyer. Había jugado al fútbol en el equipo de la universidad de Michigan antes de colgar las botas y renunciar a una carrera en la NFL para ingresar en el FBI. El joven negro de un metro ochenta de estatura, hombros anchos, mirada inteligente y voz suave, abrió su libreta.

– Tengo muchísima información. Para empezar, el tipo era un enfermo terminal. Cáncer de páncreas. En la última fase. Le quedaban quizá seis meses. Sólo quizá. Habían interrumpido todo el tratamiento. Al tipo lo tenían sometido a dosis masivas de calmantes. Utilizaba la solución de Schlesinger, una combinación de morfina y estimulantes, probablemente cocaína. Le habían instalado una de esas unidades portátiles que suministran las drogas directamente al torrente sanguíneo.

En el rostro de Sawyer apareció una expresión de asombro. Walter Burns y sus secretos.

– ¿Al presidente de la Reserva le quedaban seis meses de vida y nadie lo sabía? ¿De dónde has sacado la información?

– Encontré un frasco de drogas de quimioterapia en el botiquín del apartamento. Entonces fui directamente a la fuente. Su médico personal. Le dije que estábamos haciendo una investigación de rutina. En la agenda de Lieberman aparecían muchas visitas al médico. Algunas en el Johns Hopkins y otra en la clínica Mayo. Mencioné la medicación que había encontrado. El médico se puso nervioso. Le sugerí sutilmente que si no le decía toda la verdad al FBI se vería con la mierda hasta el cuello. Cuando mencioné una citación judicial, se vino abajo. Pensó que si el paciente estaba muerto, no se quejaría.

– ¿Qué me dices de la Casa Blanca? Tenían que saberlo.

– Si están jugando limpio con nosotros, ellos tampoco sabían nada. Hablé con el jefe de gabinete sobre el pequeño secreto de Lieberman. Me dio la impresión de que al principio no me creía. Tuve que recordarle que FBI son las siglas de fidelidad, bravura e integridad. También le envié una copia del historial clínico. Dicen que el presidente se subía por las paredes.

– No deja de ser interesante -opinó Sawyer-. Me imaginaba a Lieberman como a un dios de las finanzas. Firme como una roca. Sin embargo, se olvida de mencionar que está a punto de palmarla de cáncer y dejar al país colgado. Eso no tiene mucho sentido.

– Sólo te informo de los hechos. -Jackson sonrió-. Tienes razón respecto a la capacidad de ese tipo. Era una leyenda. Sin embargo, en lo personal, estaba casi arruinado.

– ¿Qué quieres decir?

Jackson pasó unas cuantas hojas de la libreta hasta dar con la que buscaba. Después se la pasó a Sawyer y continuó con el informe.

– Lieberman se divorció hace unos cinco años después de veinticinco de matrimonio. Al parecer, era un chico malo que le hacía el salto a su mujer. El momento no podía ser peor. Estaba a punto de presentarse en la audiencia del Senado para el cargo en la Reserva. La esposa le amenazó con divulgarlo a la prensa. Según me han dicho, Lieberman ambicionaba el puesto, y si no hacía algo lo perdería. Para quitarse el problema, Lieberman le dio todo lo que tenía a su ex. Ella murió hace un par de años. Para complicar todavía más las cosas, dicen por ahí que su amante tenía gustos caros. El cargo en la Reserva da mucho prestigio, pero no pagan lo que en Wall Street, ni de lejos. La cuestión es que Lieberman estaba de deudas hasta las orejas. Vivía en un apartamento miserable en Capítol Hill mientras intentaba salir de un agujero del tamaño del cañón del Colorado. El montón de cartas de amor que encontramos en el apartamento al parecer son de ella.

– ¿Qué se ha hecho de la novia?

– No lo sé. No me sorprendería que se hubiera largado en cuanto se enteró de que el filón tenía cáncer.

– ¿Tienes alguna idea de su paradero?

– Por lo que se sabe, hace algún tiempo que desapareció del mapa. Hablé con algunos colegas de Lieberman en Nueva York. Me la describieron como una mujer hermosa pero tonta perdida.

– Quizá sea una pérdida de tiempo, pero averigua algo más de ella, Ray.

Jackson asintió.

– ¿Se comenta algo en el Congreso sobre quién sucederá a Lieberman? -le preguntó Sawyer a Barracks.

– La opinión es unánime: Walter Burns.

Sawyer se quedó de piedra al escuchar la respuesta. Miró a Barracks, y después escribió «Walter Burns» en la libreta. En el margen añadió: «Gilipollas» y a continuación la palabra «sospechoso» entre interrogantes.

– Al parecer -dijo cuando acabó de escribir-, nuestro amigo Lieberman pasaba por una mala racha. Entonces, ¿para qué matarle?

– Hay muchísimas razones -señaló Barracks-. El presidente de la Reserva es el símbolo de la política monetaria norteamericana. Es un bonito objetivo para cualquier mierda de país tercermundista con un monstruo verde a las espaldas. O puedes escoger entre una docena de grupos terroristas especializados en atentados contra aviones.

– Ningún grupo se ha adjudicado la responsabilidad de la acción.

– Dales tiempo -exclamó Barracks-. Ahora que hemos confirmado que fue un atentado, los que lo hicieron llamarán. Hacer estallar un avión en pleno vuelo como una declaración política es el sueño de todos esos gilipollas.

– ¡Maldita sea!

Sawyer descargó el puño como un martillazo contra la mesa, se levantó y comenzó a pasearse de una punta a la otra de la sala, con el rostro enrojecido. Parecía como si cada diez segundos pasara por su cabeza una imagen del cráter de impacto. Añadido a ello, estaba la todavía más terrible visión del zapatito chamuscado que había tenido en la mano. Había acunado a cada uno de sus hijos al nacer con su manaza. Podía haber sido cualquiera de ellos ¡Cualquiera de ellos! Sabía que la visión no desaparecería de su mente mientras viviera.

Los demás agentes le miraban preocupados. Sawyer tenía la reputación de ser uno de los agentes más brillantes del FBI. Después de veinticinco años de ver cómo otros seres humanos trazaban un camino rojo a través del país, él seguía enfocando cada caso con el mismo celo y rigor del primer día. Por lo general prefería el análisis sereno y objetivo a las grandes declaraciones; sin embargo, la mayoría de los agentes que habían trabajado con él a lo largo de los años tenían muy claro que su temperamento estaba sujeto por el canto de una uña. Dejó de caminar y miró a Barracks.

– Hay un problema con esa teoría, Herb -dijo con voz serena.

– ¿Cuál es?

Sawyer se apoyó en una de las paredes de cristal y cruzó los brazos.

– Si eres un terrorista que pretende conseguir publicidad, metes una bomba en un avión, cosa que, todo hay que decirlo, no es muy difícil en un vuelo interior, y haces volar el avión en mil pedazos. Cuerpos que caen, que atraviesan los techos de las casas interrumpiendo el desayuno de los norteamericanos. No hay ninguna duda de que fue una bomba. -Sawyer hizo una pausa y miró los rostros de los agentes-. Este no es el caso, caballeros.

Sawyer reanudó sus paseos. Todas las miradas siguieron sus movimientos.

– El avión estaba casi intacto en la caída. Si el ala derecha no se hubiera partido, también estaría en aquel cráter. No olviden el detalle. Al gasolinero de Vector le pagaron para que saboteara el avión. Un trabajo subrepticio realizado por un norteamericano que, por lo que sabemos, no estaba vinculado a ningún grupo terrorista. Me costaría mucho trabajo creer que los terroristas de Oriente Próximo admitan norteamericanos en sus filas para que hagan el trabajo sucio.

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