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– Continúe.

– Page y Lieberman se gustan. La tercera persona quizá cree que Lieberman llegará algún día a presidir la Reserva Federal. Así que Page y su patrocinador se toman su tiempo. El patrocinador le paga a Page para que mantenga el romance, y mientras tanto, se preocupan de documentar al máximo toda la relación.

– De modo que Steven Page fue parte de un montaje. Nunca llegó a interesarse de verdad por Arthur. No me lo puedo creer. -El tono del banquero reflejó su profunda tristeza.

– Entonces Page descubre que es seropositivo y al parecer se suicida.

– ¿Al parecer? ¿Tiene usted dudas sobre su muerte?

– Soy un poli, Charles, dudo hasta del Papa. Steven Page está muerto pero su cómplice sigue por allí. Lieberman se convierte en presidente de la Reserva, y abracadabra, comienza el chantaje.

– Pero ¿y la muerte de Arthur?

– Verá, su comentario sobre que parecía feliz aún teniendo cáncer me dio una pista.

– ¿Cuál?

– Que estaba a punto de decirle al chantajista que se largara con viento fresco y que iba a denunciar todo el asunto.

– Suena bastante lógico -comentó Tiedman, nervioso.

– No le ha mencionado a nadie lo que hemos hablado, ¿verdad? -le preguntó Sawyer en voz baja.

– No, a nadie.

– Siga así, y no baje la guardia.

– ¿Qué es lo que está insinuando? -De pronto la voz de Tiedman sonó un poco ahogada.

– Sólo le estoy recomendando que tenga muchísimo cuidado y que no hable con nadie, con ninguno de los miembros de la junta, incluidos Walter Burns, su secretaria, sus ayudantes, su esposa y sus amigos, de este asunto.

– ¿Me está diciendo que cree que estoy en peligro? Me resulta algo muy difícil de creer.

– Estoy seguro de que Arthur Lieberman pensaba lo mismo -replicó Sawyer con un tono grave.

Charles Tiedman cogió un lápiz de la mesa y lo apretó con tanta fuerza que lo partió en dos.

– Puede estar seguro de que seguiré su consejo al pie de la letra.

Muy asustado, Tiedman colgó el teléfono.

Sawyer se recostó en la silla y deseó poder fumarse otro cigarrillo mientras pensaba a toda máquina. Era obvio que alguien le había estado pagando a Steven Page. Pensó en un motivo: pescar a Lieberman. La pregunta que necesitaba responder ahora era: ¿quién? Y después estaba la más importante de todas: ¿quién había matado a Steven Page? Sawyer estaba convencido, a pesar de las pruebas en contra, de que Steven Page había sido asesinado. Cogió el teléfono.

– ¿Ray? Soy Lee. Quiero que llames otra vez al médico particular de Lieberman.

Capítulo 53

Bill Patterson miró el reloj del tablero de instrumentos y se desperezó. Viajaban hacia el sur, y se encontraban unas dos horas al norte de Bell Harbor. Junto a él, su esposa dormía plácidamente. Había sido un viaje mucho más largo de lo esperado hasta el mercado. Sidney Archer estaba equivocada. No se habían detenido durante el viaje a Bell Harbor, y llegaron a la casa de la playa apenas poco antes de la tormenta. Tras dejar el equipaje en la habitación del fondo, salieron a buscar comida antes de que empeorara la tormenta. Ya no quedaba nada en el mercado de Bell Harbor, de modo que se vieron obligados a dirigirse hacia el norte, a la tienda de comestibles mucho más grande de Port Vista. En el trayecto de regreso, vieron cortado su camino por un camión tanque accidentado. La noche anterior la habían pasado muy incómodamente en un motel.

Patterson se volvió a mirar hacia el asiento de atrás; Amy también dormitaba, con su pequeña boca formando un círculo perfecto. Patterson observó la fuerte nevada que caía ahora e hizo una mueca. Afortunadamente, no se había enterado de las últimas noticias en las que se proclamaba que su hija era una fugitiva de la justicia. Ya estaba lo bastante preocupado tal como estaban las cosas. En su ansiedad, se mordió las uñas hasta que le sangraron y tenía acidez de estómago. Desearía estar protegiendo ahora a Sidney, como había hecho fielmente cuando ella no era más que una niña. Por aquel entonces, los fantasmas y los duendes habían sido sus principales preocupaciones. Tenía que suponer que los actuales eran mucho más peligrosos. Pero Amy, al menos, estaba con él. Que Dios se apiadara de la persona que tratara de causarle algún daño a su nieta. «Y que Dios esté contigo, Sidney.»

Ray Jackson permaneció de pie, en silencio, junto a la puerta del atestado despacho de Sawyer. Tras su mesa de despacho, Lee Sawyer se hallaba inmerso en el estudio de un expediente. Delante de él, sobre el calentador, había una jarra de café llena, y al lado una comida a medio consumir. Jackson no podía recordar la última ocasión en que aquel hombre había fallado en su trabajo. No obstante, Sawyer había estado recibiendo crecientes presiones, internamente, desde el director del FBI hacia abajo, de la prensa y desde la Casa Blanca hasta Capítol Hill. Demonios, si a todos les parecía tan condenadamente fácil, ¿por qué no se echaban a la calle y trataban de resolver el caso?

– Hola, Lee.

Sawyer se sobresaltó.

– Hola, Ray. Hay una jarra de café recién hecho en el calentador. Sírvete tú mismo.

Jackson se sirvió una taza y se sentó.

– Se dice por ahí que estás soportando presiones desde arriba por este caso.

– Eso va incluido en el sueldo -replicó Sawyer con un encogimiento de hombros.

– ¿Quieres hablar de ello? -preguntó Jackson, acomodado en una silla, junto a él.

– ¿De qué hay que hablar? Muy bien, todo el mundo quiere saber quién está detrás del avión que se estrelló. Yo también. Y también quiero saber un montón de cosas más. Deseo saber, por ejemplo, quién utilizó a Joe Riker como blanco, quién mató a Steve y a Ed Page. Quiero saber quién hizo saltar por los aires a esos tres tipos de la limusina. Quiero saber dónde está Jason Archer.

– ¿Y Sidney Archer?

– Sí, y también Sidney Archer. Y no voy a descubrir nada si me dedico a escuchar a toda la gente que se presenta con un montón de preguntas y ninguna respuesta. Y hablando de eso, ¿tienes alguna para mí? Me refiero a las respuestas.

Jackson se levantó y cerró la puerta del despacho de Sawyer.

– Según su médico, Arthur Lieberman no tenía el virus del sida.

– Eso es imposible -explotó Sawyer-. Ese tipo miente.

– No lo creo así, Lee.

– ¿Por qué demonios no lo crees?

– Porque me mostró el expediente médico de Lieberman. -Sawyer se reclinó en la silla, atónito, y Jackson continuó-: Cuando pregunté al tipo, pensé que todo iba a ser tal y como tú y yo hablamos, que su expresión nos lo diría todo, porque estaba convencido de que ese hombre no iba a enseñarme el expediente mientras no le presentara una orden judicial. Pero lo hizo, Lee. No es nada malo que su médico demuestre que Lieberman no tenía el virus. Lieberman era una especie de fanático de la salud. Se hacía exámenes médicos anuales, tomaba toda clase de medidas preventivas y se sometía a numerosos análisis. Como parte de los exámenes físicos, a Lieberman se le practicaron análisis rutinarios para detectar la presencia del sida. El médico me mostró los resultados desde 1990 hasta el pasado año. Todos ellos eran negativos, Lee. Yo mismo lo pude comprobar.

Sidney cerró por un momento los ojos inyectados en sangre, se tumbó en la cama de sus padres y respiró profundamente. Con gran esfuerzo, tomó una decisión. Sacó la tarjeta del bolso y la miró fijamente durante un rato. Experimentaba la abrumadora necesidad de hablar con alguien. Y, por una serie de razones, decidió que tenía que ser con él. Se dirigió hacia donde estaba el Land Rover y marcó cuidadosamente el número.

Sawyer acababa de abrir la puerta de su apartamento cuando oyó sonar el teléfono. Lo tomó, al mismo tiempo que se quitaba el abrigo.

– ¿Dígame?

La línea permaneció en silencio durante un momento, y Sawyer ya se disponía a colgar cuando escuchó una voz procedente del otro extremo. Sawyer sujetó el teléfono con las dos manos y dejó que el abrigo le cayera al suelo. Permaneció de pie, rígidamente, en medio del salón.

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