Sidney hizo girar su cuatro por cuatro y luego miró fijamente, con incredulidad. Su repentino ataque se había ocupado de quien quiera que siguiera a sus padres. Pero también había tenido otro resultado. Observó consternada cómo el Cadillac de sus padres giraba por Beach Street y regresaba a gran velocidad hacia la carretera 1. Sidney apretó de nuevo el acelerador y se lanzó tras ellos.
El hombre salió con dificultades del coche y contempló fijamente, conmocionado, el vehículo que desaparecía rápidamente de su vista.
Sidney vio las luces de posición del Cadillac justo delante de ella. En este tramo, la carretera 1 sólo tenía dos carriles. Se situó detrás de sus padres e hizo sonar el claxon varias veces. El Cadillac aceleró inmediatamente. Probablemente, sus padres estaban ahora tan asustados que no se detendrían ni siquiera en el caso de que vieran a un coche patrulla de la policía, y mucho menos ante un lunático que hacía sonar el claxon de un vehículo abollado. Sidney contuvo momentáneamente la respiración y luego giró hacia el carril contrario de la carretera, apretó a fondo el acelerador y se situó junto al coche de sus padres. Vio reaccionar a su padre al darse cuenta de que el Land Rover aparecía a su izquierda. El Cadillac patinó de un lado al otro a medida que cobraba velocidad, y Sidney tuvo que mantener el acelerador pisado a fondo para no perder terreno, ya que el dañado Land Rover respondía con lentitud. A medida que Sidney ganaba terreno con firmeza, Bill Patterson situó el voluminoso Cadillac en medio de la calzada de dos carriles, para impedir que su perseguidor le adelantara. Sidney bajó la ventanilla y tuvo que introducir casi la mitad de su vehículo en el arcén de tierra y gravilla. Menos mal que no habían limpiado todavía las carreteras, pues en tal caso no habría tenido arcén en el que encontrar apoyo. En el momento en que se inclinaba hacia el asiento del pasajero del Cadillac, su padre efectuó un nuevo giro a la derecha, para obligar a Sidney a salirse por completo de la carretera. Mientras el Land Rover rebotaba y se balanceaba sobre el escabroso terreno, Sidney miró el velocímetro; marcaba casi ciento treinta kilómetros por hora. El temor le recorrió cada uno de los nervios de su cuerpo. Estaba a punto de salirse de la carretera. Miró hacia delante. Llegaban a una pronunciada curva. Apretó el acelerador a fondo. Sólo le quedaban unos pocos segundos.
– ¡Mamá! -gritó, inclinándose todo lo que pudo por la ventanilla del conductor, al mismo tiempo que trataba de controlar el Land Rover. Respiró profundamente y volvió a gritar con toda la fuerza de sus pulmones, como si en ello le fuera la vida-: ¡Mamá!
Vio cómo su madre miraba a través de la nieve que azotaba el coche, con los ojos abiertos y aterrorizados, y Sidney observó finalmente una expresión de reconocimiento y alivio en ellos. Su madre se volvió rápidamente hacia su padre. El Cadillac redujo inmediatamente la velocidad y permitió que Sidney regresara a la calzada, por delante de ellos. Con el rostro y el cabello cubiertos de nieve, Sidney les hizo señas con una mano para que la siguieran. Envueltos en un torbellino blanco casi cegador, los dos vehículos avanzaron rápidamente por la carretera.
Después de aproximadamente una hora, se alejaron de la carretera por una salida. Diez minutos más tarde el Land Rover y el Cadillac se detuvieron en el aparcamiento de un motel. Lo primero que hizo Sidney Archer en cuanto se detuvo fue saltar de la furgoneta, echar a correr hacia el coche de sus padres, abrir la portezuela de atrás y tomar a su hija entre sus brazos. Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Sidney, tan ferozmente como la nieve. Tomó los dedos de su dormida hija como si quisiera transmitirle la promesa de no volver a abandonarla nunca más. Amy no tenía forma de saber lo cerca que había estado de perder esta noche a su madre. ¿Y si la hoja se hubiera desviado un par de centímetros en la otra dirección? Pero eso era algo que la pequeña nunca sabría. Sidney Archer, sin embargo, lo sabía muy bien y el solo hecho de pensarlo la indujo a apretarse a su hija contra el pecho con todas las fuerzas de su cuerpo dolorosamente convulso. Bill Patterson rodeó el coche y le dio un fuerte abrazo de oso. Su cuerpo corpulento también temblaba después de esta última pesadilla. Su esposa se les unió y formaron un pequeño círculo, abrazados estrechamente, permaneciendo todos en silencio. Aunque la nieve pronto les cubrió las ropas, no se amilanaron por ello; simplemente, se sostenían los unos a los otros.
El hombre logró sacar su vehículo del terraplén y luego corrió hacia la casa de los Patterson, donde todo estaba en silencio. Un minuto más tarde la casa ya no estuvo en silencio, mientras la cómoda parecía alzarse lentamente del suelo y luego era arrojada violentamente hacia un lado, con ruido y astillamiento de la madera. Scales se incorporó dolorido, ayudado por su colega. El aspecto de su rostro maltrecho dejaba ver bien a las claras que Sidney Archer había tenido mucha suerte de no hallarse ahora al alcance de sus manos asesinas. Al retroceder para recuperar su cuchillo, observó el trozo de papel que Sidney había dejado caer: el mensaje de Jason por correo electrónico. Scales lo recogió y lo estudió durante un momento. Cinco minutos más tarde, él y su compañero se dirigían hacia el coche dañado. Scales tomó el teléfono celular y marcó un número de marcación rápida. Había llegado el momento de pedir refuerzos.
Capítulo 54
A las dos y media de la madrugada, un Lee Sawyer muy agitado condujo hasta la oficina a través de una tormenta de nieve que amenazaba con convertirse en una verdadera ventisca en el término de unas pocas horas. Toda la costa Este era asaltada por un gran frente tormentoso invernal, que amenazaba con permanecer hasta la Navidad.
Sawyer se dirigió directamente a la sala de conferencias, donde se pasó las cinco horas siguientes repasando cada uno de los aspectos del caso, desde los expedientes, hasta las notas y lo que guardaba en su memoria. El problema era que nada de todo aquello tenía mucho sentido, debido principalmente a que no estaba seguro de saber si se encontraba ante un caso o dos: Lieberman y Archer juntos, o Lieberman y Archer por separado. Realmente, a eso se reducía todo. Anotó algunos nuevos ángulos del problema que se le ocurrieron, aunque ninguno de ellos le pareció muy prometedor. Luego descolgó el teléfono y pidió hablar con Liz Martin, la técnica que había llevado a cabo el examen del Luma-lite en la limusina.
– Liz, te debo una disculpa. He permitido que este caso se me escapara un poco de las manos y te repercutiera a ti. Estaba desorientado y lo siento.
– Disculpas aceptadas -dijo Liz con voz animada-. Todos nos encontramos bajo presión. ¿Qué hay de nuevo?
– Necesito de tu experiencia con los ordenadores. ¿Qué sabes sobre sistemas de grabación en cinta de copias de seguridad?
– Qué extraño que me lo preguntes. Mi novio es abogado y el otro día me decía que en estos precisos momentos es uno de los temas más candentes en el sector legal.
– ¿Y eso por qué?
– Bueno, las copias de seguridad en cinta pueden descubrirse potencialmente en caso de litigio. Por ejemplo, un empleado escribe un memorándum de circulación interna en la oficina donde trabaja, o envía un mensaje electrónico que contiene información perjudicial para su empresa. Más tarde, el empleado borra el mensaje electrónico y destruye todas las copias del memorándum que haya en el disco duro. Podría parecer que todo ha desaparecido, ¿verdad? Pues nada de eso, porque con las copias de seguridad grabadas, el sistema puede haberlas salvado antes de que alguien las borre. Y, según las reglas de descubrimiento, puede que terminen en manos de la otra parte litigante. La empresa de mi novio aconseja a sus clientes que, con documentos creados mediante ordenador, si no se quiere que nadie jamás lea algo, lo mejor es no escribirlo.