– Hmm. -Sawyer revolvió los papeles que tenía delante-. Es una suerte que yo todavía prefiera la tinta invisible.
– Eso es porque eres una reliquia, Lee, aunque al menos eres una reliquia agradable.
– Está bien, profesora Liz. Aquí tengo otra cosa para ti -dijo Sawyer, que a continuación le leyó la contraseña-. Es una contraseña bastante bonita, ¿no te parece, Liz?
– En realidad, no lo es.
– ¿Qué?
Esa era, en cualquier caso, la última respuesta que Sawyer hubiera esperado escuchar.
– No pasaría mucho tiempo antes de que alguien olvidara una parte de la misma, o la captara de modo incorrecto. Si te comunicaras oralmente con alguien, podría escucharla fácilmente de modo erróneo en la transmisión, transponer uno de los números y esa clase de cosas.
– Pero, al ser tan larga, nadie sería capaz de descifrarla, ¿verdad? Creía que esa era la intención.
– Desde luego. Pero no tienes por qué utilizar todos esos números para conseguir ese objetivo. Diez cifras serían más que suficientes para la mayoría de propósitos. Con quince cifras eres casi invulnerable.
– En estos tiempos que corren, sin embargo, dispones de ordenadores capaces de revisar todas esas combinaciones con rapidez.
– Con quince cifras tendrías que buscar en más de un billón de combinaciones, y la mayoría de los programas de cifrado van acompañados de una característica de interrupción en el caso de que se prueben demasiadas combinaciones al mismo tiempo. Aunque no tuviera esa característica de interrupción, hasta el ordenador más rápido del mundo que efectuara una serie de búsquedas no lograría descifrar esta contraseña debido a que la presencia y colocación de todos esos puntos decimales hacen que el número de combinaciones posibles sea tan elevado que no funcionaría un asalto tradicional por la fuerza bruta.
– ¿Me estás diciendo…?
– Lo que quiero decir es que quien creó esa contraseña se pasó con creces de la raya. Los aspectos negativos de la misma sobrepasan con mucho la necesidad imperiosa de que pueda ser descifrada. No tenía por qué ser tan compleja para evitar que alguien lo hiciera. Quizá quien la preparó era un novato en cuestiones de ordenadores.
– Creo que esa persona sabía exactamente lo que estaba haciendo -dijo Sawyer con un movimiento negativo de la cabeza.
– Pues en ese caso no lo hizo sólo por motivos de protección.
– ¿Por qué otra razón podría ser?
– No lo sé, Lee. Hasta ahora nunca había visto una cosa así. -Sawyer guardó silencio-. ¿Alguna otra cosa?
– ¿Eh? Ah, no Liz. Creo que eso es todo -contestó Sawyer, que parecía muy deprimido.
– Siento mucho no haberte sido de gran ayuda.
– No, lo has sido. Me has dado muchas cosas en qué pensar. Gracias, Liz. -El tono de su voz se animó al añadir-: Eh, te debo un almuerzo, ¿vale?
– Te lo voy a recordar, pero en esta ocasión seré yo la que elija el lugar.
– Muy bien, sólo procura que acepten la tarjeta Exxon. Es prácticamente el único plástico que me queda.
– Realmente, sabes cómo conseguir que una chica se lo pase bien, Lee.
Sawyer colgó y contempló de nuevo la contraseña. Si era cierto la mitad de lo que había oído contar sobre la inteligencia de Jason, la complejidad de la contraseña no había sido ninguna casualidad. Miró de nuevo los números. Le estaban volviendo loco, pero no podía desprenderse de la sensación de que le parecían de algún modo familiares. Se sirvió otra taza de café, tomó una hoja de papel y empezó a trazar dibujos, un hábito que le ayudaba a pensar. Tenía la impresión de llevar años enfrascado en este caso. Observó con un sobresalto la fecha del mensaje electrónico que Archer le había enviado a su esposa: 95-11-19. Anotó los números sobre la hoja de papel: 95-11-19. Sonrió. Cifras que un ordenador emitiría así, más confusas que ninguna otra cosa. Entonces miró los números más intensamente y su sonrisa se desvaneció. Rápidamente, escribió los números de otro modo: 95/11/19 y luego, finalmente, como 951119. Los garabateó de nuevo, cometió un error, los tachó y continuó. Luego contempló el producto final: 599111.
El rostro de Sawyer se puso más pálido que el papel sobre el que había estado escribiendo. Al revés. Leyó de nuevo el correo electrónico de Jason Archer. «Todo al revés», había dicho Archer. Pero ¿por qué? Si Archer se encontraba bajo tanta presión como para haber tecleado mal la dirección y no haber terminado el mensaje, ¿por qué se había tomado la molestia de teclear dos frases, «todo equivocado» y «todo al revés», si significaban lo mismo? De repente, la verdad se abrió paso en la mente de Sawyer: a menos que las dos frases tuvieran significados totalmente diferentes, y ambas fueran literales. Miró una vez más los números que componían la contraseña y luego empezó a escribir furiosamente. Después de cometer varios errores, terminó su tarea. Sin darse cuenta de lo que hacía, se terminó de tomar el café que quedaba y leyó los números en su verdadero orden (no hacia atrás): 12-19-20, 2-28-91, 9-26-92, 11-15-92 y 4-16-93. Archer había sido muy exacto en su elección de contraseñas. Se había tratado realmente de una clave incluida dentro de la propia contraseña. Sawyer ni siquiera necesitó consultar ahora sus notas. Sabía lo que representaban aquellos números. Respiró profundamente.
Las fechas del calendario correspondientes a las cinco ocasiones en que Arthur Lieberman había cambiado las tasas de interés por su propia cuenta. Las cinco veces en las que alguien había ganado tanto dinero como para comprar un país.
La pregunta de Sawyer había quedado finalmente contestada. Ahora sólo tenía un caso, no dos. Existía una conexión entre Jason y Lieberman. Pero ¿de qué se trataba? Se le ocurrió entonces otra idea. Edward Page le había dicho a Sídney que no había seguido a Jason Archer al aeropuerto. La única otra persona a la que podía haber estado siguiendo era a Lieberman. Page podría haber seguido al presidente de la Reserva Federal y encontrarse de repente con Archer. Pero entonces, ¿por qué seguir a Lieberman? Con el ceño fruncido, Sawyer dejó el mensaje a un lado y observó el vídeo que registraba la entrevista de Archer en el almacén, y que estaba sobre la mesa. Si Sidney tenía razón acerca de que Brophy sabía muchas más cosas que Jason Archer, ¿qué demonios había transmitido éste en el almacén? ¿Podía ser esa la conexión con Arthur Lieberman? No había visto la cinta desde hacía algún tiempo. Decidió solucionar ese descuido de inmediato.
Introdujo la cinta en el vídeo situado bajo una gran pantalla de televisión, en uno de los rincones de la estancia. Se sirvió más café y apretó el mando; la cinta empezó a emitirse. Observó toda la escena dos veces. Luego la vio una tercera vez, pero en esta ocasión a cámara lenta. Una mueca se extendió sobre sus rasgos. Cuando vio la cinta por primera vez, en la oficina de Hardy, algo le hizo fruncir también el ceño. ¿Qué demonios era? Rebobinó otra vez la cinta y apretó el botón para que empezara a proyectarse. Jason y el otro hombre estaban esperando; el maletín de Jason estaba a la vista. Se oía entonces la llamada en la puerta y entraban los otros hombres. El más viejo y los otros dos, con gafas de sol. Realmente astuto. Sawyer miró de nuevo a los dos hombres corpulentos. Le parecían extrañamente familiares, pero no podía… Sacudió la cabeza y siguió observando. Se produjo entonces el intercambio, en el que Jason parecía mostrarse extremadamente nervioso. Luego llegó el paso del avión. Por lo que sabía, el almacén se encontraba en la trayectoria de aproximación de los aviones al aeropuerto. Todos los presentes en la estancia levantaron las miradas hacia el sonido atronador. Sawyer dio entonces un salto que casi estuvo a punto de derramarle el café sobre la camisa. Pero en esta ocasión no fue a causa del sonido del avión.
– ¡Santo cielo! -exclamó. Congeló la imagen de la cinta y situó la cara a muy pocos centímetros de la pantalla. Luego, tomó el teléfono-. Liz, necesito de tu magia, y esta vez, profesora, será toda una cena.