– Ya veo.
– Voy a encargarle el asunto a Roger Egert.
– Es un experto en adquisiciones de primera fila.
– Hasta ahora ha complementado muy bien tu trabajo en el tema. Creo que sus palabras exactas fueron: «Estoy en la posición perfecta». -Wharton hizo una pausa-. Me desagrada tener que pedírtelo, Sidney, de verdad.
– ¿Qué, Henry? -Sidney oyó el suspiro.
– Verás, me había prometido a mí mismo que no lo haría, pero resulta que eres indispensable. -Volvió a interrumpirse.
– Henry, por favor, ¿qué es?
– ¿Podrías tomarte un momento para hablar con Egert? Lo tiene casi todo controlado, pero unos minutos de charla contigo sobre los aspectos estratégicos y prácticos serían valiosísimos. No te lo pediría, Sidney, si no fuera de vital importancia. De todos modos, tendrías que hablar con él para darle el código de acceso al archivo del ordenador central.
Sidney cubrió el micrófono del teléfono con la mano y suspiró. Henry no lo hacía con mala intención, pero el negocio estaba por encima de todo lo demás.
– Le llamaré hoy mismo, Henry.
– No me olvidaré de este favor, Sidney.
Sidney salió del café porque había muchas descargas estáticas que dificultaban la comunicación. En el exterior, el tono de Wharton había cambiado un poco.
– Esta mañana recibí la visita de Nathan Gamble.
Sidney dejó de caminar y se apoyó contra la pared de ladrillos del café. Cerró los ojos y apretó los dientes hasta que le dolieron.
– Me sorprende que haya esperado tanto, Henry.
– Digamos que estaba un poco inquieto, Sid. Está firmemente convencido de que le mentiste.
– Henry, sé que esto pinta mal. -Sidney vaciló y entonces decidió decir la verdad-. Jason me dijo que tenía una entrevista para un nuevo trabajo en Los Ángeles. Era obvio que no quería que Tritón se enterara. Me hizo jurar que guardaría el secreto. Por eso no se lo dije a Gamble.
– Sid, tú eres la abogada de Tritón. No hay secretos…
– Venga, Henry, estamos hablando de mi marido. Que quisiera cambiar de trabajo no iba a perjudicar a Tritón. Y no tenía un contrato vinculante.
– En cualquier caso, Sidney, y me duele decirlo, pero no creo que hayas ejercido tu mejor juicio en el asunto. Gamble me insinuó con mucha insistencia sus sospechas de que Jason estaba robando secretos de la empresa.
– ¡Jason jamás haría eso!
– Ésa no es la cuestión. Es como lo ve el cliente. Mentirle a Gamble no ayuda al asunto. ¿Sabes lo que le pasaría a la firma si retira la cuenta de Tritón? Y no creas que no lo haría. -La voz de Wharton sonaba cada vez más alta.
– Henry, cuando Gamble quiso llamar a Jason, no tuve más de dos segundos para decidir.
– Entonces, por Dios bendito, ¿por qué no le dijiste a Gamble la verdad? Como has dicho, a él no le hubiera importado.
– ¡Porque unos segundos más tarde descubrí que mi marido había muerto!
Ninguno de los dos dijo nada, pero la tensión era evidente.
– Ahora ha pasado algún tiempo -le recordó Wharton-. Si no querías decírselo a ellos, podrías haber confiado en mí. Me hubiera hecho cargo del tema por ti. En cualquier caso, creo que todavía podré arreglar las cosas. Gamble no puede acusarnos a nosotros porque tu marido quisiera cambiar de trabajo. No estoy muy seguro de que Gamble quiera que lleves sus asuntos en el futuro. Quizá resulte beneficioso que te tomes unos días. Ya se calmará. Lo llamaré ahora mismo.
– No puedes contarle a Gamble lo de la entrevista de trabajo, Henry -dijo Sidney con una voz apenas audible. Notaba como si un puño gigantesco le estuviese oprimiendo el pecho.
– ¿Qué has dicho?
– No puedes contárselo.
– ¿Te importaría decirme por qué?
– Porque descubrí que Jason no tenía ninguna entrevista con otra compañía. Al parecer… -hizo una pausa para contener un sollozo-… me mintió.
Cuando Wharton volvió a hablar, su tono apenas disimulaba el enojo.
– No sé cómo decirte el daño irreparable que esta situación puede provocar y que quizá ya ha provocado.
– Henry, no sé lo que está pasando. Te he contado todo lo que sé, que no es mucho.
– ¿Qué se supone que debo decirle a Gamble? Espera una respuesta.
– Échame la culpa a mí, Henry. Dile que no estoy localizable. Que no devuelvo las llamadas. Que estás trabajando en el tema y que yo no volveré al despacho hasta que tú llegues al fondo del asunto.
Wharton consideró la propuesta durante unos segundos.
– Supongo que funcionaría. Al menos, de momento. Te agradezco que asumas la responsabilidad de la situación, Sidney. Sé que no es culpa tuya, pero la firma no debe sufrir. Esta es mi preocupación principal.
– Lo comprendo, Henry. Mientras tanto, haré todo lo posible por descubrir qué está pasando.
– ¿Crees que podrás? -Dadas las circunstancias, Wharton se sintió obligado a plantear la pregunta, aunque estaba seguro de la respuesta.
– ¿Tengo otra elección, Henry?
– Te deseamos toda la suerte del mundo, Sidney. Llama si necesitas cualquier cosa. En Tylery Stone somos una gran familia. Nos ayudamos los unos a los otros.
Sidney apagó el teléfono y lo guardó en el bolso. Las palabras de Wharton le habían hecho mucho daño, pero quizás ella se comportaba como una ingenua. Ella y Henry eran colegas y amigos hasta cierto punto. La conversación telefónica había resaltado la superficialidad de la mayoría de las relaciones profesionales. Mientras uno era productivo, no causaba problemas y engordaba la cuenta de resultados, no había ninguna pega. Ahora, convertida en viuda con una hija, debía procurar que su carrera de abogada no acabara bruscamente. Tendría que añadir este problema a todos los demás.
Siguió por la acera de ladrillos, atravesó Ivy Road y se dirigió hacia el famoso edificio Rotunda de la universidad. Cruzó también por los prados del campus, donde vivían los estudiantes de élite alojados en cuartos que habían cambiado muy poco desde los tiempos de Thomas Jefferson y que contaban con las chimeneas como única fuente de calefacción. La belleza del campus siempre la había encantado. Ahora, apenas se fijó. Tenía muchas preguntas, y era el momento de conseguir algunas respuestas. Se sentó en la escalera del Rotunda y una vez más sacó el teléfono del bolso. Marcó un número. El teléfono sonó dos veces.
– Tritón Global.
– ¿Kay? -preguntó Sidney.
– ¿Sid?
Kay Vincent era la secretaria de Jason. Una mujer cincuentona y regordeta, que había adorado a Jason y que incluso había hecho de canguro para Amy en varias ocasiones. A Sidney le había caído bien desde el principio. Ambas compartían opiniones comunes sobre la maternidad, el trabajo y los hombres.
– Kay, ¿cómo estás? Lamento no haberte llamado antes.
– ¿Cómo estoy? Oh, Dios, Sidney, lo siento mucho. Terriblemente.
Sidney oyó cómo el llanto comenzaba a ahogar la voz de la mujer mayor.
– Lo sé, Kay, lo sé. Ha sido todo tan repentino. Ha…
Se le quebró la voz, pero entonces se armó de valor. Tenía que averiguar varias cosas, y Kay Vincent era la fuente más honesta a la que podía recurrir.
– Kay, tú sabías que Jason se iba a tomar unos días libres.
– Así es. Dijo que pintaría la cocina y arreglaría el garaje. Llevaba una semana hablando de lo que haría.
– ¿Nunca te mencionó el viaje a Los Ángeles?
– No. Me quedé de piedra cuando oí que él estaba en el avión.
– ¿Alguien te ha hablado de Jason?
– Muchísima gente. Todo el mundo lo lamenta.
– ¿Qué me dices de Quentin Rowe?
– Ha estado aquí varias veces -Kay hizo una pausa y después preguntó-: Sid, ¿a qué vienen tantas preguntas?
– Kay, esto tiene que quedar entre tú y yo, ¿vale?
– De acuerdo -asintió Kay sin muchas ganas.
– Creía que Jason iba a Los Ángeles para una entrevista de trabajo con otra compañía porque eso fue lo que me dijo. Ahora acabo de descubrir que no era cierto.
– ¡Dios mío!