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– Escucha, maldita sea, tengo que tomar un medicamento y necesito algo con qué tragarlo.

– Prueba con la saliva. -Era la misma voz. Jason oyó una carcajada.

– Las píldoras son demasiado grandes -gritó Jason, con la esperanza de que alguien más pudiera oírle.

– Jódete.

Jason oyó cómo su interlocutor pasaba las páginas de una revista.

– Fantástico, no me las tomo y me muero aquí mismo. Son para la presión alta y ahora mismo la mía está al máximo.

Se oyó el ruido de una silla y el tintineo de unas llaves.

– Apártate de la puerta.

Jason lo hizo, pero no se alejó mucho. Se abrió la puerta. El hombre tenía las llaves en una mano y en la otra empuñaba una pistola.

– ¿Dónde tienes las píldoras? -preguntó con una mirada de desconfianza.

– En la mano.

– Muéstramelas.

Jason meneó la cabeza.

– No me lo creo.

Mientras avanzaba, abrió la mano y la extendió. El hombre desvió la mirada y Jason aprovechó el descuido para descargar un puntapié contra la mano del hombre y la pistola voló por los aires.

– ¡Mierda! -chilló el pistolero.

Se lanzó sobre Jason, que lo recibió con un gancho perfecto. El fragmento de cristal alcanzó al hombre en la mejilla. Soltó un aullido de dolor y retrocedió tambaleándose, con el rostro lleno de sangre que manaba de la herida con los bordes desgarrados.

El hombre era grande, pero hacía mucho que los músculos habían comenzado a convertirse en grasa. Jason lo atacó con la fuerza de un martinete, y lo arrinconó contra la pared. La pelea duró hasta que Jason consiguió hacerlo girar y estrellarle la cara contra el muro. Otro golpe idéntico y dos tremendos puñetazos en los riñones bastaron para que el hombre cayera al suelo inconsciente.

Jason recogió la pistola y se lanzó al otro cuarto. Con la mano libre recogió el ordenador y el teléfono móvil. Se detuvo un segundo para orientarse, vio otra puerta y se apresuró.

Hizo una pausa para habituar los ojos a la oscuridad. Masculló una palabrota. Estaba en la misma nave, o en otra idéntica. Quizás el viaje en coche sólo había consistido en dar vueltas a la manzana. Bajó la escalera con mucho cuidado. La limusina no estaba a la vista. De pronto, oyó un ruido procedente del lugar de donde había venido. Corrió hacia la puerta levadiza y buscó desesperado el botón para abrirla. Volvió la cabeza al oír que alguien corría. Él también corrió hacia el extremo opuesto de la nave. Se ocultó detrás de una pila de bidones, dejó la pistola en el suelo y abrió el ordenador.

Su ordenador era un último modelo con módem incorporado. Encendió el aparato y conectó el teléfono móvil al módem. Sudaba a mares mientras esperaba que el ordenador realizara las operaciones de arranque. Utilizó el ratón para dar las órdenes y luego, en la oscuridad -tenía tanta práctica que no le hacía falta mirar el teclado- escribió el mensaje. Estaba tan absorto en su trabajo que no oyó las pisadas detrás de él. Tecleó la dirección del correo electrónico del destinatario. Enviaba el mensaje a su propio buzón de America Online. Desgraciadamente, como aquellas personas que no recuerdan su número de teléfono porque nunca lo marcan, Jason, que no se enviaba correo electrónico a sí mismo, no tenía programada la dirección de su correo electrónico en el ordenador portátil. Lo recordaba, pero teclearlo significó la pérdida de unos segundos preciosos. Mientras sus dedos volaban sobre el teclado, un brazo le rodeó el cuello.

Jason alcanzó a dar la orden de envío. El mensaje desapareció de la pantalla. Sólo por un instante. Vio pasar una mano por delante de su rostro que le arrebató el ordenador, con el teléfono móvil colgado del cable. Jason vio los dedos gruesos que apretaban las teclas para cancelar el mensaje.

Descargó un puñetazo brutal contra la mandíbula del atacante. La mano que sujetaba el ordenador se aflojó y Jason consiguió recuperarlo junto con el teléfono. Lanzó un puntapié contra la barriga del hombre y echó a correr mientras el agresor caía de bruces al suelo. Con las prisas se olvidó de recoger la pistola.

Jason corrió hacia el rincón más apartado de la nave; las pisadas de los perseguidores se oían por todas partes. Estaba claro que no tenía escapatoria. Pero aún podía hacer algo más. Se ocultó detrás de una escalera metálica, se puso de rodillas y comenzó a teclear. Un grito que sonó muy cerca le hizo levantar la cabeza bruscamente, y el dedo índice apretó la tecla incorrecta mientras escribía la dirección del correo electrónico del destinatario. Comenzó a escribir el mensaje, casi sin ver porque el sudor le escocía en los ojos. Le costaba trabajo respirar; tenía el cuello dolorido de la llave que le había hecho el atacante. Estaba todo tan oscuro que no se veía el teclado. Su mirada pasaba alternativamente de la pantalla a la oscuridad de la nave, donde los gritos y pisadas sonaban cada vez más cerca.

No se daba cuenta de que la pequeña cantidad de luz que emitía la pantalla del ordenador era como un espectáculo de rayos láser en la oscuridad. El ruido de los hombres que corrían a unos tres metros más allá le obligó a interrumpir el mensaje. Apretó la tecla de envío y esperó la señal de confirmado. Después borró el archivo y el nombre del destinatario. No miró la dirección del correo electrónico mientras apretaba la tecla de borrar. A continuación, metió el ordenador y el teléfono debajo del último peldaño, y en un empujón, los lanzó contra la pared. No tuvo tiempo para hacer nada más porque los haces luminosos de varias linternas lo alumbraron de lleno. Se puso de pie lentamente, con la respiración entrecortada pero con una mirada desafiante.

Unos minutos más tarde, la limusina salió de la nave. Jason estaba tirado en el asiento trasero, con varios cortes y morados en el rostro; respiraba con dificultad. Kennet Scales tenía el ordenador abierto y maldecía en voz alta mientras contemplaba la pantalla, incapaz de invertir el proceso ocurrido un poco antes. En un ataque de furia, arrancó el teléfono móvil del cable y lo golpeó contra la puerta de la limusina hasta hacerlo pedazos. Después sacó un teléfono móvil del bolsillo y marcó un número. Scales transmitió su informe. Archer se había puesto en contacto con alguien, había enviado un mensaje. Había un cierto número de posibles destinatarios a los que había que controlar y ocuparse de ellos de la forma más adecuada. Pero este problema podía esperar. Había otros más urgentes. Scales cortó la comunicación y miró al prisionero. Un segundo después Jason vio que la pistola le apuntaba a la frente.

– ¿A quién, Jason? ¿A quién le enviaste el mensaje?

Jason consiguió normalizar la respiración mientras se apretaba las costillas doloridas.

– Ni lo sueñes, tío. Ya puedes esperar sentado.

Scales apoyó el cañón de la pistola en la cabeza de Jason.

– ¡Venga, gilipollas, aprieta el gatillo! -gritó Jason.

El dedo de Scales inició el movimiento, pero entonces el pistolero se contuvo y de un empujón lanzó a Jason contra el respaldo del asiento.

– Todavía no, Jason. ¿No te lo he dicho? Todavía tienes que hacer otro trabajito.

Jason lo miró indefenso mientras Scales sonreía con una expresión sardónica.

El agente especial Raymond Jackson echó un vistazo al entorno. Entró en la habitación y cerró la puerta. Meneó la cabeza, asombrado. Le habían descrito a Arthur Lieberman como un personaje de enorme influencia y una destacadísima carrera. Esta covacha no se ajustaba a la descripción. Miró la hora. El equipo del forense llegaría en cualquier momento para realizar una revisión a fondo. Aunque parecía poco probable que Arthur Lieberman conociera personalmente al que le había borrado del mapa en el cielo de Virginia, cuando se trataba de investigaciones de esta magnitud, había que explorar todas las posibilidades.

Jackson entró en la cocina diminuta y en seguida llegó a la conclusión de que Lieberman no cocinaba ni comía allí. No había platos ni ollas en ninguno de los armarios. El único ocupante visible de la nevera era la bombilla eléctrica. La cocina, aunque vieja, no mostraba ninguna señal de uso reciente. Jackson echó una ojeada al salón y después fue al baño. Con la mano enguantada abrió con cuidado la puerta del botiquín. Contenía los habituales artículos de tocador, nada importante. Se disponía a cerrar la puerta-espejo cuando vio una botellita metida entre el desodorante y el tubo de pasta dentífrica. La etiqueta indicaba la dosis y el nombre del médico que lo había recetado. El agente no conocía el nombre de la droga. Jackson tenía tres hijos y era un experto casero en medicamentos sin receta para una multitud de enfermedades. Anotó el nombre del medicamento y cerró la puerta.

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