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– Así pues, ¿este lugar ha sido siempre una guarida de malhechores?

Ríe sin responder.

– Cada vez que se restablecía la paz, la población aumentaba con nuevos recién llegados. Se dice en los libros de historia que el rey Ping de Zhou recopiló aquí canciones folclóricas, lo cual viene a demostrar que debían de ser florecientes más de setecientos años antes de nuestra era.

– Esto es demasiado antiguo -le digo-. ¿Podría hablarme de hechos que haya vivido usted mismo? Por ejemplo, ¿qué clase de desórdenes causaban esos bandidos en la época de la República?

– Por lo que se refiere a los bandidos mandarines, puedo ponerle un ejemplo. Una división de unos dos mil hombres se amotinó. Violaron a varios centenares de mujeres y se llevaron consigo a más de doscientos rehenes, entre niños y adultos, con el fin de intercambiarlos por fusiles, municiones, algodón y lámparas. Entregada a su debido tiempo, una cabeza humana reportaba cada vez unos mil o dos mil yuanes de plata, pagaderos antes de determinado plazo. Había sido designada una persona para llevar el dinero a un lugar convenido. En caso de retraso, aunque sólo fuera de medio día, los niños apresados como rehenes eran ejecutados. Y, a veces, los que pagaban el rescate no recibían a cambio más que una oreja cortada. En cuanto a los facinerosos que no estaban organizados en bandas, se limitaban a coger el dinero y algunos objetos, dando muerte a quienes trataban de presentarles resistencia.

– ¿Y ha conocido períodos de paz y de prosperidad?

– ¿De paz y de prosperidad?… -Sacude la cabeza, reflexiona un poco-. Sí, los ha habido. En esa época, yo iba a la cabeza de distrito, para la feria del templo, el tercer día del tercer mes: calculo que debía de haber nueve escenarios de teatro con vigas pintadas y esculpidas, y una decena de compañías que se sucedían día y noche. Tras la revolución de 1911, durante el quinto año de la República, las escuelas de la cabeza de distrito pasaron a ser mixtas y se organizaba en ellas grandes encuentros deportivos, las deportistas femeninas corrían en pantalón corto. Tras el año 26 de la República, las costumbres volvieron a cambiar y, cada año, desde el primer día del año hasta el dieciséis del mes, se instalaban en el cruce de las calles vanas decenas de mesas de juego. En una noche, un gran hacendado perdió ciento ocho templos dedicados a las divinidades locales. ¡Imagínese lo que ello significa en campos y bosques! De burdeles había más de veinte. No tenían ningún letrero, pero lo eran realmente. La gente venía a ellos día y noche de varios cientos de lis a la redonda. A continuación, hubo la lucha entre los tres señores de la guerra, Chiang Kaichek, Feng Yuxiang y Yan Xishan, luego la guerra de resistencia durante la cual los japoneses lo volvieron a saquear todo. Por último, hubo el poder de las sociedades secretas que conoció su apogeo hasta que el Gobierno Popular tomó cartas en el asunto. A la sazón, de las ochocientas personas de la cabeza de distrito, la Banda Verde contaba con cuatrocientos adeptos. Su poder se infiltraba incluso en las clases altas, los secretarios de gobierno del distrito formaban parte de ella, y al nivel inferior controlaba también a los indigentes. Se entregaban a todo tipo de desmanes: raptar a mujeres, robar, vender a las viudas. También los ladrones debían prosternarse delante del Viejo Quinto. En las bodas y entierros de la gente rica, se presentaban a menudo ante la puerta cientos de mendigos mandados por el jefe, el Viejo Quinto. Y si no se les concedía algunos favores, no habrían podido desalojarlos ni a tiro limpio. Los miembros de la Banda Verde tenían una veintena de años, mientras que los de la Banda Roja eran algo mayores en edad, y eran por lo general ellos quienes mandaban a los bandidos.

– ¿Qué signos de reconocimiento tenían los miembros de las sociedades secretas para comunicarse entre sí?

Yo comenzaba a sentir interés por el asunto.

– Entre ellos, los miembros de la Banda Verde se hacían llamar Li, y con los demás Pan. Cuando se encontraban, se llamaban «hermano» y decían haciéndose un signo con la mano: «La boca está cerca de Pan, los dedos son unos tres».

Hace un círculo con el pulgar y el índice y abre los otros tres dedos.

– Éste era su signo de reconocimiento. Se llamaban unos a otros Viejo Quinto, Viejo Noveno, y las mujeres Cuarta Hermana, Séptima Hermana. Los que no eran de la misma generación se llamaban Padre e Hijo, Maestro o Maestra. Los de la Banda Roja se llamaban Señor entre ellos, los de la Banda Verde, Hermano Mayor. En las casas de té, les bastaba con sentarse y poner sobre la mesa su sombrero con el reborde vuelto para que de inmediato se les invitara a té y cigarrillos.

– ¿Fue también usted miembro de alguna banda? -pregunto prudentemente.

Toma un sorbo de té mientras ríe levemente.

– En aquella época, sin tener algunos contactos, era imposible convertirse en jefe de distrito.

Luego añade meneando la cabeza:

– Todo esto son cosas del pasado.

– ¿Cree usted que, durante la Revolución Cultural, las facciones se asemejaban un poco a esto?

– Se trataba de relaciones entre camaradas revolucionarios, no es comparable -replica con firmeza.

Se hace un frío silencio. Se levanta y vuelve a deshacerse en atenciones conmigo ofreciéndome té y pipas de sandía.

– A mí el Gobierno no me trató mal. Si no hubiera sido encarcelado, yo, un delincuente, habría tenido que presentarme delante de los movimientos de masas y tal vez no habría sobrevivido.

– Los períodos de gran paz son raros -digo yo.

– ¡Es la situación actual! Atravesamos un período en el que el país está en paz y el pueblo tranquilo, ¿o no? -me pregunta prudentemente.

– La gente tiene de comer y aguardiente para tomar.

– ¿Qué más se puede pedir?

– Es cierto.

– Yo mientras pueda leer, soy feliz. Uno no comienza a saber lo que es la felicidad hasta que no ha visto a la gente mezclarse en los asuntos ajenos -dice mirando al patio.

La llovizna se ha puesto a caer de nuevo.

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