De camino hacia los saltos de agua de Huangguoshu, paso primeramente por Longguan. Una barquita de recreo de colores flota en un agua tersa como un espejo de una insondable profundidad. Irreflexivamente, los pasajeros se han peleado para subir en la embarcación. No han debido de ver la gruta situada al lado del oscuro acantilado escarpado. Cuando la embarcación se acerca, la tersa superficie del agua se pone a rugir y fluye irresistiblemente en dirección a ella. Se comprende hasta qué punto es peligroso acercarse a estos saltos de agua una vez que se ha circunvalado la montaña. A veces la barca se aproxima a tres o cuatro metros de la gruta, como para un último esparcimiento antes de sumergirse en una pena infinita. Todo transcurre bajo el sol. Cuando me siento en la barca, no puedo dejar de dudar de la realidad.
A lo largo de la carretera, el caudaloso torrente deja correr con impetuosidad sus espumeantes aguas, las montañas redondeadas y el cielo rutilante resultan deslumbrantes, los tejados de las casas de piedras planas relucen al sol, sus contornos son nítidos, como una serie de dibujos coloreados de finos trazos. Sentado en un autocar que da tumbos a toda marcha por la carretera, me embarga una sensación de ligereza, tengo la impresión de estar flotando con todo mi cuerpo sin saber hasta dónde voy a llegar. Y no sé lo que busco.